EL INTERÉS GENERAL*
Sumario
I. El interés general en algunos textos jurídicos más importantes del Perú. II. El interés general no es algo exclusivo del poder público. III. Comprensión desviada de la necesaria diferenciación como oposición teleológica. IV. Itinerario personal en el rechazo de la contraposición teleológica. V. Interés general y bien común. VI. Concepto de interés general. VII. Gradación y diversidad en el interés general. VIII. El interés general como salvaguarda de las libertades y satisfacción cumplida de los derechos fundamentales de todos en su debida conjunción.
Forma parte de la tradición que el nuevo doctor en estos actos corresponda con una disertación sobre algún tema del ámbito de su saber o conectado con él.
La misma realidad, ya vigorosa y aún más esperanzadora, de la Universidad de Piura alumbró enseguida en mi mente lo que podría ser el tema y el enfoque de la reflexión que finalmente hoy podría hacer con todos ustedes. La muy traída y llevada noción del interés general1 sería el tema y el enfoque, el que de inmediato me había sugerido la evidencia de la Universidad de Piura con el potente servicio al interés general que, en muchos aspectos, viene prestando en estas décadas.
I. El interés general en algunos textos jurídicos más importantes del Perú
En verdad la Constitución peruana en vigor —como las anteriores de 1933 y 19792— no alude en ningún momento a términos como “interés general” o “intereses generales”, aunque emplea otros en algunos de sus preceptos que pueden tener una significación más o menos similar, tales como “interés social” (artículo 28), “interés público” (artículos 97, 125 y 159) o el “alto interés público” (artículo 60), “interés nacional” (artículos 38, 63 y 118) —aunque haya aquí una referencia ya muy específica al ámbito concretamente nacional del interés general— o, en fin, el bienestar general que se fundamenta en la justicia y en el desarrollo integral y equilibrado de la Nación (artículo 44).
Encontramos alguna mención literal del interés general en una ley tan relevante como el Código Civil peruano (artículo 15), aunque recurra más a hablar de necesidad y utilidad pública (artículo 925), de interés social (artículos 8, 27, 99, 185, 923 o 1355 y 1357) o de interés público (artículos 15 o 134) o de la comunidad (artículo 98).
De las leyes generales peruanas, quizás sea la Ley del Procedimiento Administrativo General la que más se refiera literalmente al interés o a los intereses generales, comenzando por su artículo III, que asigna como finalidad de esta ley establecer el régimen jurídico aplicable para que la actuación de la Administración Pública sirva a la protección del interés general, garantizando —dice textualmente y bien podría interpretarse lo que es “interés general”, aunque no lo haya visto así la doctrina3— los derechos e intereses de los administrados y con sujeción al ordenamiento constitucional y jurídico en general. Otros muchos de sus preceptos invocan el interés general: artículo IV —al acotar los principios de imparcialidad o de ejercicio legítimo del poder—, artículo VI —en materia de interpretación normativa—, artículos 33.2, 37.4, 115.2, 117, 194 o 198.7. Aunque no dejen de ser también numerosos aquellos de sus preceptos que se refieren, en cambio, al interés público (artículos IV, 3, 37.1, 113.3, 211, 212, 224.3, o 246), con un sentido que no será fácil diferenciar del dado a los términos de interés general en varias de estas referencias.
Tanto en el lenguaje corriente como en el del ordenamiento jurídico y en el empleado por los juristas en la doctrina4 o en la jurisprudencia, también en el Perú, no deja, pues, de aparecer el interés general. Como en otras partes, con todo, no es infrecuente que se utilicen muchas veces como equivalentes los términos de interés público5 o, como se desprende de lo dicho, otros que tendrían una significación similar, aunque hay que advertir que el interés público, amén de la ambigua connotación que ya puede implicar esta adjetivación como público —que podría dar por supuesta una supuestamente necesaria vinculación de todo interés general al Poder Público—, puede tener un sentido más restrictivo —seguramente preferible— que el interés general, aun sin excluir la importancia de este, que limitase su alcance a aquel interés general que el ordenamiento explícita o implícitamente pone a cargo del Poder Público por no poder lograrse con la sola actuación de los particulares, aun bajo la pertinente regulación jurídica establecida por aquel6. Serán inevitables, sin embargo, algunas referencias aquí que, para respetar su expresión original, aluden al interés público con la dicha significación equivalente al interés general, aun con la apuntada ambigüedad.
II. El interés general no es algo exclusivo del Poder Público
Distorsiona la realidad y con muy negativos efectos toda pretensión de reducir el interés general a cuanto es propio de los Poderes Públicos o a lo que ellos realizan; carece de justificación desconocer o negar que los particulares y entidades sociales privadas, expresión de la libertad y responsabilidad de los ciudadanos, de su fecunda capacidad de iniciativa, contribuyen de muchas formas y de modo muy relevante al interés general, que sus actividades pueden ser, y son muy habitualmente, de interés general, aunque a la vez se ejerzan las más de las veces en ejercicio de sus libertades y, por ende, como algo enteramente propio y no por encargo, ni por concesión ni por delegación de los poderes públicos.
Nos acercamos con ello a cuestiones nucleares de la organización social y de su justa ordenación jurídica, así como de su disposición acorde con las exigencias propias de la dignidad de toda persona humana en su necesaria relación con cuantas otras componen las multiformes modalidades de la sociedad con la que todo individuo es solidario, aun con la intensidad y amplitud variables propias de esas distintas expresiones sociales.
El Estado de derecho, incluido el social y democrático, se basa en la diferenciación ontológica entre persona humana y Poder Público.
En la configuración de los Estados contemporáneos, bajo el constitucionalismo y lo que ha dado en llamarse “el Estado de derecho” (adjetivado hoy) —con buenas razones en muchos países también se le denomina “Estado social y democrático de derecho”—7 ha sido fundamental deslindar cuánto corresponde en la sociedad al ser humano, a la persona humana, de un lado, y al Poder Público, de otro.
La persona humana —única realidad sustancial en el entramado relacional, inmaterial, que llamamos “sociedad”— es centro y fin de todo el sistema social, político y jurídico, como ya supieron los juristas romanos en cuanto al derecho: hominum causa omne ius constitutum est, que ya había sentado al parecer Hermogeniano al doblar el siglo III y siglo IV (Blanch, 2008, pp. 1-2). En la dignidad personal, que proclama desde 1948 la Declaración Universal de Derechos Humanos8 y se afirma en otros encomiables textos internacionales9 y constitucionales10 actuales, se enraízan, sin duda, su libertad y todos sus derechos fundamentales11.
Bien distinto y específico es, por otro lado, cuánto ha de tenerse como propio del ser y del actuar del Poder Público con que toda sociedad ha de configurarse en su imprescindible constitución como comunidad política, precisamente para garantizar lo mejor posible, en su seno y también frente a posibles agresiones externas a ella, el respeto de todas las personas humanas en su libertad y la efectiva satisfacción de sus derechos fundamentales, con el empleo incluso, en cuanto sea proporcionalmente necesario, de la coercibilidad con que, a tal efecto, ha de ser dotado. Es tarea del Poder Público esclarecer, promover y garantizar, en cuanto sea necesario, cuánto —por implicar exigible respeto de las libertades y debida satisfacción de los demás derechos fundamentales de todos cuantos integran la comunidad política— constituirá el conjunto de condiciones de paz, orden y bienestar que hagan posible a cada persona alcanzar sus legítimos fines de todo tipo en su inescindible doble dimensión individual y social.
III. Comprensión desviada de la necesaria diferenciación como oposición teleológica
La radical diferenciación en la sociedad y ante el derecho entre la persona humana y el Poder Público —determinante para la correcta comprensión y articulación del Estado de derecho, y, desde luego, en su más reciente conformación como social y democrático— ha tendido a ser mal entendida y deformada por influencia de líneas de pensamiento filosófico social —a menudo contradictorias entre sí e incluso en aspectos de sus propias formulaciones— desarrolladas en algunas partes de Europa con especial vigor a partir de la Reforma Protestante12 y del radical giro a la inmanencia en la filosofía de Descartes13.
Fueron tomando forma en los siglos XVII y XVIII otras teorías pactistas o contractualistas con teóricos del absolutismo como Tomas Hobbes14 —que transformaron y radicalizaron elementos ya presentes en el pensamiento medieval e incluso, en una u otra medida, en universitarios teólogos y juristas españoles del siglo XVI de amplia irradiación15—, que se impondrán también en un empirismo liberal británico como el de John Locke16 —tan influyente en los orígenes de los Estados Unidos de América— o con el más continental iusnaturalismo racionalista de Grocio o Pufendorf17, determinadas corrientes democráticas revolucionarias y, en fin, relevantes representantes de la Ilustración, muy especialmente Rousseau —aun paradójicamente con su reacción sentimental antirracionalista— y, de otro modo, Kant o Fichte, que tendrían su continuidad dispersa y heterogénea en toda la corriente posterior hegeliana18 y en tantas otras como fueron proponiéndose a lo largo del siglo XIX y del XX, nutriendo varias de ellas lo que desembocaría en los grandes desastres de los totalitarismos del siglo XX, de los que quedan aún hoy algunos restos, no pocas reminiscencias y ambientes políticos sorprendentemente aún nostálgicos de tales barbaries, aunque, claro está, normalmente confiados en que “con ellos” no se repetirán los errores, aun partiendo de los mismos presupuestos.
El punto clave de todo eso ha sido entender la necesaria diferenciación entre persona humana y Poder Público o Estado en términos de oposición y confrontación radicales, en razón específicamente de lo que, en diversos modos y con variedad de justificaciones y matices, vendrían a considerarse sus fines contrapuestos: la persona humana, los fines individuales, el interés particular, egoísta incluso, en no pocas formulaciones; el Poder Público, el interés general, el interés colectivo, en el que, en las versiones más extremas —Rousseau—, quedarían absorbidos los derechos e intereses individuales, particulares, por decisión colectiva —la voluntad general—, con lo que incluso las minorías —inicialmente discrepantes— habrían de identificarse19. La socialización no sería sino un proceso de transvase de intereses individuales contrapuestos a intereses generales a cargo del Estado, siendo el único modo de pacificar la “guerra” entre aquellos, lo que explicaría el constante crecimiento relativo de los Poderes Públicos y de los intereses generales a su cargo y la reducción progresiva del ámbito de las libertades individuales, objeto siempre de sospecha de ejercicio egoísta y antisocial.
Seguro que estas consideraciones evocarán en los oyentes o lectores experiencias cotidianas de debates intelectuales, jurídicos, sociales y políticos en los que aparece de diversas maneras como trasfondo esta trascendental problemática. No son ficciones artificiosas. Son ideas que forman parte, también hoy, de tantas propuestas relevantes o subyacen a ellas y que afloran, a veces y de modo explícito o implícito, en expresiones constitucionales, legales, judiciales, doctrinales, de los medios de comunicación, y del diario discurrir de la vida cultural, económica, social y política.
En verdad, como escribió frente a Rousseau uno de los más ilustres maestros que han enseñado en esta Universidad de Piura, Vicente Rodríguez Casado —dejando indeleble huella de su consistente humanismo, sólidamente cristiano—: “Solo si el hombre es sociable por naturaleza, autoridad y libertad son términos complementarios; si no lo es, son contrapuestos” (Rodríguez, 1981, p. 161). Como dejara escrito D. Manuel Colmeiro en las primeras líneas de su memorable Derecho administrativo español, en 1850 —editado por Calleja, por cierto, a la vez en Madrid, Santiago y Lima—:
La sociedad no fue adquirida ni premeditada: el sistema de las convenciones o pactos, como origen y fundamento de la asociación civil, repugna a las leyes de la creación, porque supone contingente lo que en su esencia es necesario. La sociedad coexiste y coexistió siempre con el hombre, y es una condición inviolable de su triple naturaleza como ser físico, moral e intelectual a un tiempo. El hombre tiene horror al aislamiento, porque fuera de la sociedad no ve sino la nada, y su espíritu se agita dolorosamente en el vacío”. Y, en fin, “así como la sociedad nació con el hombre, así el poder apareció cuando la sociedad.
IV. Itinerario personal en el rechazo de la contraposición teleológica
Personalmente hube de encarar toda esta gran cuestión desde hace muchos años, cuando, por exigencias del sistema que entonces imperaba aún en España para acceder a las cátedras universitarias y también por propia inquietud intelectual, emprendí la tarea de comprender y definir lo que sea en realidad el Poder Público, el derecho público y más en concreto el derecho administrativo. En las muchas lecturas que hube de hacer de quienes se habían ocupado de esto, particularmente en España y Francia, pero también en Italia, en Alemania y algunos otros países, afloraba constantemente la problemática nuclear a que aquí me estoy refiriendo, aunque no siempre los autores se muestren conscientes de ella. El interés general corresponde a lo público, al Estado, al Poder Público; los particulares, los sujetos privados, los ciudadanos, las entidades sociales van a “lo suyo”, a sus intereses individuales, particulares. El derecho público atiende al interés general y el privado a los intereses particulares y, por supuesto, se oponen.
Ya en nuestra Introducción al derecho administrativo, en 1986, tratamos de mostrar los errores de este planteamiento y sus graves consecuencias en el orden social, jurídico y político. Hemos vuelto después sobre ello de diversas formas. A medida de que el tiempo ha pasado y hemos ido acumulando algún mayor conocimiento y experiencia —a la vista del devenir histórico-social de estas tres décadas— se ha incrementado nuestra convicción sobre la importancia de desmontar las falacias en que incurre todo ese planteamiento, tan arraigado, explícita o difusamente, en tantos países, para avanzar en la implantación y consolidación de Estados sociales y democráticos de derecho que lo sean efectivamente, en bien de la mayor plenitud vital posible de cuantas personas forman parte de las sociedad, sobre la base de la dignidad que les es inherente, fundamento de su libertad y de su responsabilidad social. No hace todavía muchos años pudimos detenernos así, destacadamente, en algunas reflexiones sobre “Derecho público y derecho privado, disyuntiva determinante para el Estado de derecho”20 y más recientemente hemos ofrecido otras al X Congreso de las Academias Jurídicas de Iberoamérica, que acaban de ser publicadas, “Para evitar la degradación del Estado de derecho”21.
Mucho se ha escrito, en efecto, sobre el interés general y desde enfoques y perspectivas heterogéneas. No es el momento de hacer un inventario. Ni siquiera será posible evocar sino alguna de las muchas posiciones y propuestas. Me resultará particularmente grato mencionar las que he ido detectando, con no poca satisfacción, como coincidentes o próximas a la que formularé. Para ajustarme a los caracteres de esta reflexión, con todo, me limitaré a algunas consideraciones conceptuales, con alguna escueta referencia a datos jurídico-positivos y doctrinales, y a los solos efectos principalmente de tratar de esclarecer el papel del interés general en la relación entre personas privadas o entidades sociales y los Poderes Públicos, el Estado en su sentido más amplio.
V. Interés general y bien común
Dejaré fuera la cuestión de si el lenguaje de los intereses no deja de arrastrar consigo una pesada carga distorsionante de utilitarismo subjetivista, que aconsejaría volver a un uso preferente del lenguaje clásico y más objetivamente ontológico de los bienes22, por más que a la postre también estos hayan de ser comprendidos y apreciados como tales, intelectualmente y con las demás dimensiones de su ser, por las mismas personas humanas, percibidos, vistos como lo que realmente les interesa, en suma. Seguramente hablar de bien común contiene evocaciones más realistas y objetivas —que invitan a atender a la verdad de las cosas— que hacerlo con relación al interés general. Pero cabe también una comprensión de este en términos objetivos, realistas, con los mismos significados del bien común, aunque, por sus mismas connotaciones semánticas, no deja, sin embargo, de tener la ventaja de alertar sobre la necesidad práctica de que lo que sea el bien, y en concreto el bien común, sea además aprehendido o reconocido como tal por las mismas personas humanas para las que habrá de ser, en efecto, útil —en concreto de utilidad común o general23—. Estas eran, por cierto, las palabras empleadas —nada menos que en el primer tercio del siglo VII— por el gran san Isidoro de Sevilla cuando, hablando de la ley en sus Etimologías, diría que “no ha sido escrita para provecho particular de nadie, sino para utilidad común de los ciudadanos”, lo que, unos siglos más tarde, recordaría santo Tomás de Aquino para justificar que la ley ha de ordenarse siempre al bien común, de modo que cualquiera de sus preceptos “sobre actos particulares no tienen razón de ley sino en cuanto se ordena al bien común”24.
VI. Concepto de interés general
Con elevada autoridad se ha proclamado en los años sesenta del siglo XX como bien común “el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a los grupos y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección”25. Y ¿no será eso mismo el interés general? ¿Qué otra cosa podría significar realmente este?
Mas ciertamente, ¿qué o cuáles son esas condiciones sociales que hacen posible al ser humano el logro más pleno y fácil de su plenitud como individuo personal y en su integración en las distintas formaciones sociales que van desde el matrimonio y la familia a las diversas formas que adoptan las agrupaciones sociales voluntarias —privadas— u obligadas —públicas—26?
Las dificultades de determinar con sentido unitario lo que sea en realidad el interés general y una buena parte de las discusiones sobre su alcance, derivan, en realidad, de esa relativa indeterminación, en efecto, de lo comprendido o requerido por él, al igual que de lo implicado en concreto por el bien común.
VII. Gradación y diversidad en el interés general
Algo que podremos convenir de inmediato es que no hay, evidentemente, un solo modo de entender en concreto lo que es interés general o bien común, universalmente válido para todo tiempo y lugar, por más que siempre hayan de responder al concepto general que queda dicho. Qué duda cabe que, de entrada, refiriéndonos a ese “conjunto de condiciones de la vida social”, que son propias del interés general —como del bien común—, podremos hablar de un mayor o menor interés general —lo mismo que de un mayor o menor bien común, no vamos a seguir haciendo esta equivalencia entre interés general y bien común que ya debe quedar subentendida en adelante con los matices que quedan indicados—, de modo que, ciertamente, tales o cuales condiciones de la vida social hagan posible y sirvan, por tanto, a la posibilidad de que las personas humanas y los grupos en que se integran puedan lograr sus legítimos fines, pero no todas con el mismo grado de importancia, ni de efectividad ni de plenitud. Y, siendo posibles diversos grados de interés general, qué duda cabe de que se podrá hablar también de un interés general o de unos intereses generales superiores en todo o en parte a otros intereses también generales. Y no solo porque, como es obvio, el interés general de colectividades inferiores o menores habrá de integrarse en el de las superiores o más amplias y en el mismo nivel colectivo o social un interés general sectorial haya de integrarse también adecuadamente en un interés más general, sino porque incluso en ese mismo nivel social y tratándose del mismo tipo de interés general —sectorial o más general— sus condiciones determinantes podrán producirse con uno u otro grado de perfección o plenitud.
VIII. El interés general como salvaguarda de las libertades y satisfacción cumplida de los derechos fundamentales de todos en su debida conjunción
Ahora bien, a la postre, ¿en qué consisten las “condiciones de la vida social que hacen posible a los grupos y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección”?
El mejor desarrollo y profundización contemporáneos de toda la doctrina de los derechos humanos, es decir, de las libertades y derechos fundamentales requeridos por la dignidad de la persona humana, a partir destacadamente de la terminación de los horrores de la II Guerra Mundial, de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 y de todos los convenios, pactos y acuerdos internacionales que la han ido concretando y aplicando, así como por su reconocimiento progresivo en las Constituciones y por las diversas instancias jurisdiccionales nacionales e internacionales, permite proponer hoy que —al menos por lo que toca al plano propiamente jurídico y, por tanto, también en el de la organización política o del Poder Público— las mencionadas condiciones sociales en que ha de traducirse o expresarse el interés general no son sino las requeridas para el respeto y satisfacción de los derechos humanos, de las libertades y derechos fundamentales de cuantos forman parte de la sociedad. Hace años afirmamos con rotundidad que “la salvaguarda y efectividad de los derechos fundamentales” es “el componente esencial y en último extremo, directa o indirectamente, el único del interés general”27.
Es significativo a este respecto lo que la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea ha ido reconociendo como “razones de interés general” —algunas calificadas incluso de “imperiosas”— que pueden justificar, si se da la debida proporcionalidad, intervenciones y limitaciones de libertades y derechos: entre ellas “figuran las normas profesionales destinadas a proteger a los destinatarios del servicio28, la protección de la propiedad intelectual29, la de los trabajadores30, la de los consumidores31, la conservación del patrimonio histórico y artístico nacional32, la valoración de las riquezas arqueológicas, históricas y artísticas y la mejor difusión posible de los conocimientos relativos al patrimonio artístico y cultural de un país”33, 34, o una política cultural en el sector audiovisual restrictiva de algunas prácticas publicitarias para salvaguardar el pluralismo en la libertad de expresión35. Bien mirado —aunque la referencia no sea exhaustiva—, lo que se trata de proteger con esas “razones de interés general” son siempre derechos reconocidos como fundamentales en no pocos ordenamientos36.
En la doctrina española, José Luis Meilán, primero37, y Jaime Rodríguez-
Arana, después, más por extenso, siguiendo a su maestro38, se han aproximado notablemente a la tesis que ahora sostenemos —que el profesor García de Enterría, ocasionalmente, con motivo de discutir la regulación legislativa de las medidas cautelares en la Jurisdicción contencioso-administrativa, acertó también a señalar en los años noventa como “algo meridianamente claro, que el principal interés público está en asegurar “la dignidad de la persona (y) los derechos inviolables que le son inherentes”—, como proclama, sin la menor ambigüedad, el artículo 10.1 de la Constitución”39.
El Tribunal Constitucional español, por su parte, ha llegado a afirmar, ya en sus primeros años, como ha recordado Meilán (2009, p. 185), en sentencia 93/1984, de 16 de octubre, que hay un “destacado interés general que concurre en la protección de los derechos fundamentales”, aunque la afirmación entonces se quedó en eso y como algo obiter dictum. En este pronunciamiento se incluye la protección de los derechos fundamentales, como es bien lógico, en el interés general, pero evidentemente no se llega a reconducir este a aquella.
En Francia, sin duda en la senda de la tesis de Linotte (1975), se ha advertido también que “la prosecución del interés público [entendido como sinónimo del interés general] no debe ni puede hacerse contra los derechos y libertades de cada uno sino con vistas a su plena expansión”40.
En cualquier caso, la identificación del interés general con el debido respeto de las libertades y la necesaria satisfacción de los demás derechos fundamentales, en su adecuada conjunción recíproca, puede permitir mantener la relevancia del conceptodepurado de las connotaciones estatalistas y arbitrarias que han podido nutrir lo que algunos han llamado críticamente “la ideología del interés general” como supuesto fundamento de unos Poderes Públicos y en particular de una Administración Pública de tonos autoritarios o despóticos, al servicio, en la interpretación marxista, de las clases dominantes41.
Todo orden social y político basado en libertades y derechos no puede sino basarse a la vez e inseparablemente en los correspondientes deberes, sirviendo simultáneamente a la dimensión individual y social de toda persona humana.
Situar la clave en las libertades y derechos fundamentales no comporta aceptar el individualismo y situarse en un planteamiento centrado exclusivamente en la dimensión de lo exigible por cada persona para sí, ajeno, por tanto, a la dimensión social solidaria esencial a toda persona humana. Además de la afirmación contenida en el artículo 1 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, según la cual, todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros, ha de advertirse que el importante artículo 29 de esta misma Declaración Universal afirma con rotundidad, casi a modo de cierre:
[…] Toda persona tiene deberes respecto a la comunidad, ya que solo en ella puede desarrollar, libre y plenamente, su personalidad, y enseguida, al referirse a las limitaciones que sujetan a toda persona en el ejercicio de sus derechos y en el disfrute de sus libertades, dirá que serán las establecidas por la ley con el único fin de asegurar el reconocimiento y el respeto de los derechos y libertades de los demás, y de satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden público y del bienestar general en una sociedad democrática.
Es decir, y como es lógico, las libertades y derechos fundamentales de cada cual no pueden sino connotar a la vez, por sí mismos, en cuanto corresponden básicamente por igual a todos, deberes y obligaciones para con los demás, titulares a su vez de esos mismos derechos y libertades, y responsables igualmente de los dichos deberes y obligaciones. Toda persona, de uno otro modo, con una u otra amplitud, ocupará siempre a la vez la posición activa de sujeto titular de libertades y derechos fundamentales inherentes a su dignidad personal, y la pasiva de sujeto gravado con deberes y obligaciones de respetar y posibilitar o satisfacer de manera efectiva las libertades y derechos fundamentales de otras personas. Es algo esencial al entrelazamiento interpersonal en que la sociedad consiste, y a la alteridad consustancial a toda realidad propiamente jurídica: no existen derechos, situaciones jurídicas activas de ningún tipo —de libertad o prestacionales—, sino con respecto a otras personas, sobre las que habrán de recaer los correspondientes deberes o situaciones jurídicas pasivas. Hablar de derechos connota siempre necesariamente hablar de deberes en la misma medida.
El interés general resulta y requiere, en gran medida, de actuaciones privadas, propias de las personas humanas, individualmente o agrupadas voluntariamente en multiplicidad de formas de colaboración y organización, que se llevan a cabo en ejercicio de sus libertades fundamentales y que normalmente tratan de satisfacer, incluso principalmente, sus legítimos fines e intereses particulares.
El interés general viene a estar constituido, decíamos, por el conjunto de condiciones sociales requeridas para que en verdad se respeten y puedan satisfacerse de modo efectivo los derechos humanos de cuantos forman parte de la sociedad, tanto sus libertades como sus derechos fundamentales prestacionales. Todo lo que contribuye a la efectividad de las diversas libertades públicas y de la posibilidad de adecuada satisfacción de las necesidades vitales, que son objeto inmediato o mediato de los derechos fundamentales prestacionales, es de interés general. El respeto habitual de unas personas por otras y por sus bienes, la puesta a disposición de otros de alimentos, medicamentos, vestido, restauración, alojamiento o vivienda, medios y servicios de transporte, servicios de asistencia sanitaria y de cuidados personales, energía en cualquiera de sus formas, educación y enseñanza, posibilidades de empleo o trabajo, asesoramientos técnicos, económicos, jurídicos o de cualquier otra rama del saber, o, en fin, servicios de información o comunicación, actividades culturales, religiosas y de culto, etc., o, desde luego, la constitución de nuevas familias sobre verdaderos matrimonios o la consistencia, vigor y unidad perdurable de las existentes; todo eso es de interés general, en uno u otro grado42, porque es con todo eso cómo pueden satisfacerse los diversos derechos fundamentales mediata o inmediatamente, sentarse las bases que posibilitan un ejercicio efectivo de las libertades o bien contribuir a su debido respeto. Y bien evidente resulta que, de suyo, y de hecho en las sociedades desarrolladas actuales en una amplísima medida, todas esas conductas y actividades, que, hemos dicho, son de indudable interés general, incluso imprescindibles para el interés general, son llevadas a cabo por sujetos particulares, privados, por personas humanas, por sí mismas, individualmente, en colaboración voluntaria entre varias, o asociándose y formando organizaciones asimismo voluntarias que potencian sus posibilidades de eficaz actuación: son, en suma, actividades privadas, de iniciativa y realización privada, por más que tengan una relevancia social incuestionable y sean por eso de interés general. Son a la vez, cabalmente, ejercicio efectivo de unas u otras de las libertades fundamentales. No pocas de entre ellas son incluso exclusivamente propias de estas; por tanto, solo pueden llevarlas a cabo las personas individuales como tales, y, por tanto, privadas, particulares43. Y, de entre las que nos les sean exclusivas, si unas u otras les fueran sustraídas a los sujetos privados —individuos y entidades sociales libres— se restringirían o impedirían esas libertades en la misma medida, lo que, de no estar proporcionadamente justificado en necesidades superiores del interés general, esto es en una salvaguarda de otras libertades o derechos fundamentales más relevantes o de más personas, que no fuera razonablemente posible alcanzar con medios menos restrictivos de esas libertades, se iría directamente contra el propio interés general porque lesionaría dichas libertades sin causa suficientemente justificada.
Ya se ve que no solo es que el interés general no sea algo propio y exclusiva del Estado, de los Poderes Públicos y de sus actuaciones o de lo que las requiera. En rigor no cabe separar al interés general del legítimo interés particular, individual o privado, que es buscado mediante actos o actividades que ponen a disposición de otras personas, determinadas o indeterminadas, bienes o servicios de toda índole que pueden satisfacer sus necesidades, objeto directo o indirecto de sus derechos fundamentales, o de los que se desprenden indirectamente beneficios —las llamadas “externalidades positivas”— para unas u otras personas del conjunto social y por tanto para la sociedad misma. Las actividades privadas o de iniciativa social libre, con alguna incidencia en terceros, efectuadas de conformidad con el orden jurídico —y más plenamente aún si además se conforman plenamente al orden moral no comprendido en el jurídico44— son, de suyo, de interés general, contribuyen a él; en una u otra medida, son de un interés general de algún grado45.
Ahora bien, puede afirmarse que solo puede satisfacerse el interés general cumplidamente en muchos aspectos mediante actividades privadas: aquellas que, pudiendo ser solo realizadas por sujetos particulares, redundan en el interés general, y todas las que, en fin, por ser expresión de derechos fundamentales de libertad, que forman parte del interés general mismo, en su justa integración con todos los demás del conjunto de quienes componen la sociedad, se satisfacen precisamente con su ejercicio y en tanto no son indebidamente condicionados o restringidos.
El error de oponer totalmente interés general e interés particular, vinculando el primero al Poder Público y el segundo a las personas humanas individuales y a sus agrupaciones sociales voluntarias
Hay que distinguir interés general e interés particular, aun que es falaz contraponer u oponer drásticamente interés general e interés privado como realidades necesariamente separadas y enfrentadas46, máxime si el interés general se atribuye únicamente —en línea con Rousseau— a lo que proceda de, o se vincule a la llamada “voluntad general” o más generalmente a los Poderes Públicos, como si las personas humanas en su condición individual, en sí mismas y en sus organizaciones libres de cualquier índole, no pudieran atender sino sus intereses puramente particulares o privados, supuestamente ajenos por definición —en tal irreal planteamiento— a todo interés general47.
A pesar de la evidencia de que “numerosas actividades privadas no están desprovistas de un vínculo con el interés general”, la más moderna doctrina francesa, que no deja de encontrarse aprisionada aún por las estructuras conceptuales que, con vigor —pero de espaldas a la importancia de los derechos fundamentales y sobre todo de los de libertad—, difundiera León Duguit y su “escuela del servicio público” desde principios del siglo XX48, no deja de contraponer el interés general à haute teneur, propio de los servicios públicos, y las actividades privadas, que satisfacen el interés general pero de modo “mediato, si no accesorio” porque “su fin es, por regla general, la búsqueda del lucro”, para afirmar que aquel interés general en alto grado de determinadas actividades —que han de ser por ello servicios públicos propios del Estado—, viene a determinarlo, pura y simplemente, “una decisión de los Poderes Públicos” que tengan la competencia correspondiente. Y, claro, a partir de ese momento en el que tal o cual actividad pasa a considerarse “de servicio público” —de “alto” interés general, por tanto— los particulares ya no podrán llevarla a cabo sino por cuenta del Poder Público49. Con el deslizamiento subsiguiente inevitable que acaba identificando interés general, a secas, con servicio público en ese sentido50, al que los sujetos privados solo podrán contribuir, por tanto, como agentes, delegados, o colaboradores del Poder Público, gestores de algo que, en realidad, es público, porque lo suyo en realidad es el lucro y no el interés general. El servicio público, en su amplia comprensión francesa tras la huella de Duguit y Jèze, aun con sus reinterpretaciones51, es, en efecto, algo propio del Poder Público, como lo es el interés general que lo define teleológicamente, aunque su gestión pueda estar en manos privadas52.
La confluencia de tradiciones conceptuales propias de los seis Estados fundadores de las Comunidades Europeas, a pesar del claro predominio de Francia en la inicial concepción y redacción de sus tratados constitutivos de los años cincuenta, es lo que probablemente explica, en cambio, que el hoy Tratado del Funcionamiento de la Unión Europea, con expresión que procede del Tratado de la Comunidad Económica Europea de 1957, hable de los servicios de interés económico general en su artículo 106 —y también en su artículo 14, tras el Tratado de Amsterdam, de 1997 y las modificaciones introducidas en él por el de Lisboa de 2007, que añadió además un Protocolo N.° 26, sobre los servicios de interés general, incluidos los sociales o no económicos53— y no de servicios públicos54, y, además, sin connotación alguna que excluya que, de ordinario, puedan ser propios de sujetos, entidades o empresas propiamente privadas; es más lo que viene a decir el artículo 106.2 es, precisamente, que las empresas que se encarguen de su gestión quedarán sometidas a las normas de los Tratados (de la Unión, como todas las empresas económicas), en especial a las normas sobre competencia, en la medida en que la aplicación de dichas normas no impida, de hecho o de derecho, el cumplimiento de la misión específica a ellas confiada y a condición, en cualquier caso, de que el desarrollo de los intercambios no resulte afectado en forma tal que sea contraria al interés de la Unión. Se parte de la presunción, por tanto, de que la misión específica de esos servicios, que parece referirse precisamente a lo que motiva o fundamenta o expresa su interés general —económico— podrá cumplirse sin necesidad de especialidades de régimen, ni, por lo mismo, en cuanto a la naturaleza privada o pública de las empresas, aunque, a la vez, se admite que puedan requerirse particularidades, quizás algunos de los derechos especiales o incluso exclusivos, a que se refiere el apartado 1 del mismo artículo 106, con la intervención del Poder Público que corresponda —incluida la posibilidad, ciertamente, de la reserva del servicio a su titularidad—, siempre que sean medidas proporcionadas, que excepcionen lo menos posible el régimen general de las libertades económicas y de la competencia garantizadas por la Unión, así como la existencia efectiva del mercado interior, la posibilidad de abierto intercambio de bienes y servicios en condiciones básicas de igualdad en el ámbito de la Unión. El interés general, en suma, no es algo necesariamente vinculado a los Poderes Públicos. En este planteamiento del derecho de la unión, aunque también puede estar justificado que, excepcionalmente, en el caso de algunos servicios económicos, esenciales desde luego, por su interés general, sí se produzca una asunción legítima y una reserva al Poder Público por parte de los Estados que lo estimen justificado, aunque para velar porque tal decisión se acomode al interés general superior de la Unión, el artículo 106.3 otorgue a la Comisión europea la competencia para verificarlo y controlarlo55.
En la más reciente doctrina alemana, Schmidt-Assmann, proclamando la importancia al respecto de la obra de 1970 de Peter Häberle Öffentliches Interesse als juristiches Problem56, y apoyándose en formulaciones que encuentra en el Código Urbanístico alemán, aun sin distinguir claramente entre lo que denomina intereses públicos e intereses generales, afirma que “la distinción entre intereses públicos y privados no se basa en el titular del interés” y —citando a Ehlers— que “es cierto que la Administración Pública es un titular cualificado de intereses públicos, pero no ostenta el monopolio de su formulación y realización. Los intereses públicos —dice literalmente— también pueden ser defendidos por entidades privadas, grupos de interés y particulares. Por lo tanto, de la existencia de un interés público —concluye certeramente— no cabe concluir necesariamente la presencia de un título competencial en favor de la Administración” (Schmidt-Assmann, 2003, p. 165). Y añade: “Los intereses públicos y privados se diferencian por su orientación: intereses públicos son aquellos que se encaminan directamente a procurar el interés general. No son idénticos al interés general, pero, en la medida en que se preocupan por la comunidad, tienen una tendencia a convertirse en el interés general”. Con lo que —precisa de inmediato— “no se está diciendo nada en contra del rango y legitimidad de la persecución de intereses privados. La Constitución parte precisamente de la colaboración entre intereses públicos y privados” y “un interés puede reunir al mismo tiempo las características de unos y de otros” (Schmidt-Assmann, 2003, p. 165-166). En fin, dirá también algo más adelante, “por bienestar general (bien común) hay que entender el interés común formado a partir de la conjunción de muchos intereses especiales, públicos y privados” (Schmidt-Assmann, 2003, p. 166).
Años antes, Hans Julius Wolff, consolidado maestro en las décadas cincuenta y sesenta del siglo XX, ya había advertido certeramente sobre la necesidad de no confundir “Estado social de derecho” con un “Estado del bienestar” entendido como “Estado-Providencia” que haya de ocuparse de todo, arrinconando todo riesgo y libertad de la vida de quienes forman la sociedad, “con el resultado de una inevitable uniformidad dictatorial en lugar de una variedad de vidas más autodeterminadas”57.
Hace tiempo que el Tribunal Constitucional español llegó a decir, con acierto, aun de pasada y con un alcance limitado, en su sentencia 18/1984, de 7 de febrero, que “la configuración del Estado como social de Derecho, viene […] a culminar una evolución en la que la consecución de los fines de interés general no es absorbida por el Estado, sino que se armoniza en una acción mutua Estado-Sociedad” (FJ 3) 58.
El Poder Público no monopoliza el interés general, pero es imprescindible en toda sociedad, sin la que no es posible la vida humana, para esclarecerlo, promoverlo y garantizarlo en la medida necesaria de modo imperativo y coercitivo
La apreciación de lo que sea de interés general y de lo que este requiera —para favorecer, satisfacer o garantizar del mejor modo en concreto las libertades y demás derechos fundamentales de todas las personas en su conjunción armónica dentro del conjunto social— es objeto ordinariamente, en muchos aspectos, de una diversidad más o menos amplia de opiniones y convicciones, y no escapa al distinto peso subjetivo que para cada cual tiene su propia experiencia y circunstancias. Es, a la postre, todo el problema clásico de determinar en cada tiempo y lugar lo que le corresponde a cada uno: el ius suum.
La necesidad de constituir en la sociedad quien lo esclarezca para todos de manera suficientemente indiscutible e imperativa, junto a la necesidad no menos evidente en toda sociedad de que asimismo se erija en ella quien, si es necesario, por medios coactivos, obligue a respetar a los demás, sus bienes y sus derechos y a cumplir los deberes con que hayan de satisfacerse estos, es la causa de la organización de la πολίς, de la comunidad o colectividad política, con su Poder Público59, algo naturalmente esencial, de un modo u otro, a toda sociedad humana, sin la que, por cierto —contra lo afirmado por las doctrinas del estado de naturaleza y del contrato social, particularmente en sus teorías más extremas—, no es posible ni la existencia ni la vida de persona humana real alguna.
El Poder Público no tiene la exclusiva del interés general60, ya que también puede equivocarse en su determinación —en realidad siempre lo encarnan o ejercen personas humanas concretas, pocas o muchas—, pero ciertamente a este le compete esclarecer sus exigencias necesarias, regular y determinar cuáles de sus condiciones deben prevalecer sobre otras de ellas, cuál sea el alcance legítimo de los intereses particulares, por respetar o servir al interés general de modo suficiente o adecuado, y, por lo mismo, bajo qué condiciones deben respetarse y protegerse, o, en fin, promover, facilitar y, finalmente, desde luego, garantizar en cuanto sea necesario, incluso con el uso de medios directa o indirectamente coercitivos, cuanto sea considerado componente necesario del interés general. Por ello, le corresponde al Poder Público esclarecer y determinar el orden jurídico, en términos generales, o ante casos litigiosos concretos, promover y facilitar su pleno respeto y cumplimiento y, en fin, garantizarlo con medidas adecuadas, proporcionadas y eficaces.
Toda la ciudadanía y entidades sociales, afirmando sus libertades, han de contribuir, pues, en la mayor medida de lo posible, a la plenitud del interés general con sus actividades propias. Estas mismas actividades, en cuanto sientan condiciones imprescindibles para que los individuos y los grupos puedan satisfacer sus necesidades y alcanzar sus fines dignamente, son de interés general. Pero es necesario, en toda sociedad, a la vez, que el Poder Público vele por la recta ordenación del ejercicio de las libertades y derechos —y de los intereses particulares que puedan animar a sus titulares— al interés general, al bien común, a la mejor conjunción de los derechos e libertades de cuantos forman parte de la sociedad, en su más pleno respeto y satisfacción posibles. Con sus específicas potestades, el Poder Público debe clarificar esa ordenación en términos generales o abstractos mediante buenas leyes61, y también ante casos conflictivos o litigiosos concretos, mediante Jueces prudentes e independientes, y debe llevar a cabo cuantas otras actuaciones de complemento normativo, preventivas, supervisoras, promotoras, sancionadoras o incluso de puesta a disposición y de gestión de bienes, razonablemente de uso común, o de prestaciones u otras actividades que se vean proporcionadamente necesarias para el mejor servicio posible del dicho interés general62, lo que no podrá dejar de incluir la exigencia de favorecer lo más posible la expansión efectiva de las libertades personales a su servicio, que es inherente al denominado principio de subsidiariedad en su dimensión más básica, conocida como “horizontal”, esencial, a nuestro juicio, a la noción misma del actual Estado social de derecho63.
El interés general es propio del Poder Público y de los sujetos privados, pero aquel tiene funciones específicas con respecto a él que le son exclusivas y carece de cualquiera de los legítimos intereses particulares de los sujetos privados
No es el interés general y el interés particular o privado lo que, en rigor, distingue, sin más, al Poder Público y a los ciudadanos o, más en general, a las personas humanas en su individualidad privada y a las agrupaciones voluntarias, privadas, que ellas forman. Al interés general se deben y contribuyen todos. Es cierto, sin embargo, que es distinta la vinculación del Poder Público y de los sujetos privados al interés general, porque lo que especifica a aquel, como acaba de decirse, no es, desde luego, ninguna supuesta titularidad exclusiva del interés general ni de su prosecución o consecución efectiva, pero sí su superior función de delimitarlo y esclarecerlo en general y en particular, y de velar de distintos modos por él, jerarquizando y graduando también los distintos niveles de interés general que normalmente deben reconocerse en la sociedad, y garantizándolo cumplidamente en la medida que se estime necesaria. Además, mientras que los sujetos privados sirven o contribuyen al interés general a la vez que persiguen y obtienen sus legítimos intereses y fines particulares —objeto de sus derechos y libertades en esa su faceta de servicio a lo individual o particular legítimo—, el Poder Público, en sus diversas manifestaciones propiamente tales o instrumentales, nunca puede pretender intereses propios —ni de sus representantes o agentes— que pudieran ser considerados de algún modo particulares o privados, sino solamente servir a aquella función o aquellas funciones que requiere el interés general y que lo justifican64, por más que, a la postre, al proteger con ello libertades o contribuir a la satisfacción de derechos, sirva a la vez, desde luego, a los legítimos intereses particulares que una y otros formalizan, encauzan y permiten.
Este es el sentido en que han de entenderse los principios normativos como el que el artículo 103.1 de la Constitución española de 1978 formula afirmando que la Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales, lo que, por lo demás, podría predicarse igualmente de los demás Poderes Públicos. No pueden servir a intereses particulares no integrantes del interés general por el que hayan de velar, del modo y con el alcance que el ordenamiento jurídico determine65. En una línea similar cabría interpretar, si ello es entendido adecuadamente, lo que el Consejo de Estado francés —cuya importancia en los orígenes de la configuración inicial y la denominación misma del moderno Derecho Administrativo es bien conocida— ha afirmado con contundencia hace ahora veinte años, al dedicar a unas “Reflexiones sobre el interés general” todo un Informe especial conmemorativo del bicentenario de su creación por Napoleón: que “el interés general es la clave de bóveda del Derecho público francés”.
De ningún modo debe, por ello, entenderse —como hemos tratado de justificar— que no sea también importante el interés general para el derecho privado o que, en términos más amplios, las personas singulares, los ciudadanos, las diversas entidades sociales de todo tipo, aun persiguiendo sus legítimos intereses propios y en el ejercicio de sus derechos y libertades —lo que ya forma parte en sí mismo del interés general que ha de preservarse y favorecerse—, no sirvan al interés general o no puedan ocuparse de cuanto tenga tal carácter sino por encomienda, encargo o concesión del Poder Público. Tal comprensión de la relación entre las personas humanas y el interés general se demuestra contraria a la experiencia común y, como alejada de la realidad y secuela de desviados planteamientos ideológicos que ya han dejado ver no pocas veces sus trágicas consecuencias, altamente perjudicial para una buena ordenación social y política y el bienestar y progreso que solo con ella pueden lograrse.
De la recta inteligencia de lo que es e implica el interés general depende —seguramente en no pequeña medida— la posibilidad misma de lograr instalar y consolidar en las naciones, en las colectividades políticas, un auténtico régimen propio de lo que ha dado en llamarse un Estado social y democrático de derecho, con cuanto implica de respeto a la dignidad de todas las personas, de su libertad y de su responsabilidad social, como auténtico centro y fundamento del sistema social, y de conformación firme y estable de los necesarios Poderes Públicos a su servicio, bajo un justo orden jurídico anclado en el principio de subsidiariedad, y permeable a las directrices que, para su positivización y efectividad, deben proceder del pueblo, del conjunto de hombres libres que lo constituyen solidariamente, sobre la base de los imperativos y exigencias inherentes a la naturaleza del hombre, de la sociedad y del mundo, todo en que se enmarcan, sin duda procedentes de la suprema acción creadora y providente de Dios (del mismo Dios, el único Dios) que se ha revelado no solo en la misma naturaleza accesible a la común experiencia y razón humanas, sino, de otro modo más directo, en la grandiosa historia bíblica de la Antigua Alianza protagonizada por el pueblo de Israel, y de la nueva que, manifestada en Jesucristo, nos transmite la tradición de la Iglesia —y con particular plenitud la Católica Romana—.
1* Texto base de la disertación pronunciada el 30 de agosto del 2019 en la Universidad de Piura en el acto de recepción del doctorado honoris causa otorgado por esta universidad a su autor.
** Profesor emérito de la Universidad de Valladolid. Catedrático jubilado de Derecho Administrativo. Profesor honorario de la Facultad de Derecho de la Universidad de Piura.
Particularmente abundante ha sido la atención de la doctrina en Francia, donde, además de otras obras que se citarán aquí, cabe recordar Linotte, Didier, Recherches sur la notion d’intérêt général en droit administratif français (tesis doctoral), Bordeaux 1975 ; Truchet, Didier, Les fonctions de la notion d’intérêt général dans la jurisprudence du Conseil d’État, LGDJ, Paris 1977; Rangeon, François, L’idéologie de l’intérêt général, Economica, Paris 1986; Merland, Guillaume, L’intérêt général dans la jurisprudence du Conseil Constitutionnel, LJDJ, Madrid 2004; Mathieu, Bertrand, Verpeaux, Michel (dirs.), Intérêt général, norme constitutionnelle, Dalloz, Paris 2007; Coq, Veronique, Nouvelles recherches sur les fonctions de l’intérêt général dans la jurisprudence administrative, préface de Benoït Plessix, L’Harmattan, Paris, 2015.
2 Contenían alguna mención al interés general el artículo 141 de la Constitución de 1828 (tercera de las históricas del Perú) y los artículos 20 y 61 de la Constitución de 1867 (la octava).
3 Cfr. Morón, J. C. (2001). Comentarios Nueva Ley de Procedimiento Administrativo General. Gaceta Jurídica p. 23.
4 Véase., por ejemplo, Ochoa Cardich, C. (2003). Los principios generales del procedimiento administrativo. En Danós et al., Comentarios a la Ley de Procedimiento Administrativo General (Ley N.° 27444), 2.ª parte (pp. 55-56 y 80-81). Ara. Aunque habla de interés público; o Huapaya Tapia, R. (2011). Administración Pública, derecho administrativo y regulación: estudios y cuestiones. Ara, pp. 524-525.
5 Entre otros, consideran expresamente sinónimos al “interés público” y al “interés general”. Linotte, D., Mestre, A. y Romi, R. (1992). Services publics et droit public economique, I (2.è éd.). Litec., p.51.
6 En línea con lo que propone, por ejemplo, Rivero, J. (1990). Droit administratif (13.e éd.). Dalloz, p. 12 (hay una traducción española de esta obra al cuidado de Carlos Antonio Agurto Gonzáles, Sonia Lidia Quequejana Mamani, Benigno Choque Cuenca, Olejnik, Santiago de Chile, 2019).
Ha tratado de clarificar, acertadamente, la relación conceptual entre el interés público y el interés general De la Quadra-Salcedo Fernández del Castillo, T. (2014). Aproximación al interés general y su composición con los derechos e intereses de los particulares, lección 7.ª. En T. de la Quadra-Salcedo, J. Vida Fernández, J. L. Peñaranda Ramos (eds.), Instituciones básicas del derecho administrativo. http://ocw.uc3m.es/derecho-administrativo/instituciones-basicas-derecho-administrativo/lecciones-1/Leccion7.pdf/view.
7 Artículos 20 y 28 de la Ley Fundamental de la República Federal de Alemania (1949); artículo 1.1 de la Constitución española (1978); artículos 4 y 79 de la Constitución peruana (1979); artículos 3 y 43 de la Constitución Peruana (1993).
8 En el arranque de su preámbulo se afirma que “la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”. Dice su artículo 1: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. Su artículo 22 habla de la necesidad de satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, indispensables a su dignidad y al libre desarrollo de su personalidad. Por último, su artículo 23 vuelve a referirse a la dignidad humana a propósito del derecho al trabajo.
9 Destacan en el plano universal los Pactos Internacionales de Derechos Civiles y Políticos (preámbulo y artículo 10) y de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (preámbulo y artículo 13) de 1966; la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer, de 1979 (preámbulo), la Convención de los Derechos del Niño de 1989 (preámbulo y artículos 23.1, 28.2, 37.c) o 39); y la Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad del 2006 (preámbulo y artículos 1, 3.a), 8.a), 16.4, 24.1.a), 25.d)),
Se encuentran referencias a la dignidad humana en los artículos 45.a) y b) del texto actual de la Carta de la Organización de los Estados Americanos (OEA) —inicialmente adoptada en 1948— y más netamente en los artículos 11, 5.2 y 6.2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José) de 1969, así como en el preámbulo y artículo 13.2 de su protocolo adicional “de San Salvador” de 1988.
En el ámbito del Consejo de Europa y de su Convención de Derechos Humanos, no ha habido una mención explícita hasta su protocolo 13, sobre la abolición de la pena de muerte, aunque aquella enfatiza su sumisión a cuanto se dispone en la DUDH de 1948. La importancia de la dignidad humana sí se explicita en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, reconocida como uno de los tratados constitutivos de esta por el Tratado de Lisboa del 2007, tanto en el preámbulo —incluso a título de fundamento de la Unión— como en su articulado, que comienza precisamente con un Título I sobre “dignidad” y un artículo 1 sobre “dignidad humana”, en el que se afirma que “la dignidad humana es inviolable. Será respetada y protegida”.
10 Destacan el artículo 1.1 de la Ley Fundamental de 23 de mayo de 1949 de la República Federal de Alemania (Die Würde des Menschen ist unantastbar. Sie zu achten und zu shützen ist Verpflichtung aller staatlichenb Gewalt [La dignidad del hombre es intangible. Respetarla y protegerla es obligación de todo poder público]); el artículo 1 de la Constitución de la República Portuguesa de 1976 (Portugal é uma República soberana, baseada na dignidade da pessoa humana […] [Portugal es una República soberana, basada en la dignidad de la persona humana […]]); el artículo10.1 de la Constitución española de 1978 (La dignidad de la persona, los derechos inviolables que les son inherentes […] son fundamento del orden político y de la paz social); el artículo 1 de la Constitución peruana de 1993 (La defensa de la persona humana y el respeto de su dignidad son el fin supremo de la sociedad y del Estado); o el preámbulo y artículo 4 de la Constitución peruana de 1979.
11 Véase González Pérez, J. (2007). La dignidad de la persona y el derecho administrativo. Revista de Direito Administrativo & Constitucional, 7(29), 11-35; Prieto Álvarez, T. (2005). La dignidad de la persona (núcleo de la moralidad y del orden públicos, límite al ejercicio de libertades públicas). Civitas, Thomson-Reuters; González Pérez, J. (2007). La dignidad de la persona (3.ª ed.). Civitas, Thomson-Reuters.
12 Sobre la relevancia de la reforma protestante, luterana y calvinista en la configuración de Estado contemporáneo, con particular atención a las consecuencias del calvinismo, tanto presbiteriano como puritano y empirista, véase Álvarez Caperochipi, J. A. (2008). Reforma protestante y Estado moderno (2.ª ed.). Comares; Mateo Seco, L. F. (1980). Ley y libertad según Lutero (análisis de las consecuencias antinomistas de un planteamiento teológico. Persona y Derecho, 7, 159-228. Se refirieron sucintamente a ello De Castro y Bravo, F. (1955). Derecho civil de España. Parte general, I (3.ª ed.). Instituto de Estudios Políticos, pp. 13 y ss.; Duguit, L., entre otros de sus escritos (1924), Soberanía y libertad (lecciones dadas en la Universidad de Columbia, New York, de diciembre de 1920 a febrero de 1921), pp. 59-60 (hay una reedición de Comares, Granada 2013, a cargo de José Luis Monereo Pérez).
13 En perspectiva general, véase Maritain, J. (2008). Tres reformadores: Lutero, Descartes, Rousseau. (2.ª ed.). Encuentro.
14 Se ha escrito sintéticamente que el absolutismo doctrinal fue preparado por las opciones filosóficas de pensadores tan distintos como Maquiavelo o Lutero. Se expandió con otros autores como Bodino, Le Bret o Bossuet y recibió su formulación teórica más profunda con Hobbes.
Véase Nemo, P. (2002). Histoire des idées politiques aux Temps modernes et contemporains. PUF. 2002, p. 26. Este autor justifica por extenso estas afirmaciones en varios capítulos de este libro.
Le Bret (1558-1655) vivió la mitad de su vida ya en el siglo XVII. También en dicho siglo vivieron Bossuet (1627-1704), Richelieu (1585-1642), el Rey Sol, Luis XIV (que llegará hasta 1715) y Hobbes (1588-1679).
15 Cfr. Carpintero Benítez, F. (1977). Del derecho natural medieval al derecho natural moderno: Fernando Vázquez de Menchaca. Universidad de Salamanca. Este autor cuenta con amplias referencias a otros autores de la época y destaca las posiciones secularizadoras e individualistas del jurista vallisoletano objeto principal de esta obra.
Menos radical se mostraría ya entre el siglo XVI y XVII Francisco Suárez (1548-1617) en De Legibus (Libro III, cap. II, 1. IEP, 1967) y su Defensio fide (vol. II, Libro III, cap. II, 11, IEP, 1970), que, aun manteniendo también un contractualismo, lo limita más netamente a la realidad del origen histórico de las distintas comunidades políticas soberanas.
Philippe Nemo, en su Histoire des idées politiques…, cit. supra, pp. 174-191, destaca la trascendencia de la llamada “Segunda Escolástica” y en particular de la escuela de Salamanca en la gestación histórica de lo que llama “la tradición democrática y liberal”; sin embargo, al referirse a las ocasionales menciones de estos autores del XVI y primeras décadas del XVII al “estado de naturaleza” en sentido teológico y a la necesidad del consentimiento del pueblo para la legitimidad del Poder Político (pp. 185-189), que ya había subrayado Santo Tomás de Aquino, puede detectarse, aun con alguna advertencia certera sobre su uso por Suárez (pp. 186-188) — con algo de confusión y mezcla imprecisa con el diverso sentido que estas nociones alcanzarán después—, en el iusnaturalismo racionalista (originado en ámbitos calvinistas —y la adversa reacción arminiana de la que participó Hugo Grocio (ob. cit., pp. 229 y ss.))— el luteranismo —en el caso de Pufendorf (ob. cit., pp. 499 y ss.)—, pero bajo una predominante influencia cartesiana), el empirismo lockeano o la ilustración enciclopedista —particularmente en torno a la idea del contrato social—.
16 Hobbes ya hizo descansar toda su construcción sobre la afirmación de un estado de naturaleza (“guerra de todos contra todos”) y un contrato social generador del “gran Leviathán”. Véase Nemo, Ph., ob. cit., pp. 139-154. Sin embargo, el pactismo o contractualismo como origen de la sociedad y del Estado llegó a ser lugar común.
17 “La doctrina del derecho natural individualista opone violentamente el individuo al Estado; el derecho debe defender los derechos innatos del hombre, y toda desconfianza hacia el Estado parece justificada. El derecho civil privado se enfrenta con el derecho del Estado u orden político, y se le caracteriza como “libertad que cada uno tiene de conservarse en su Estado” (Spinoza (1632-1677), Tractatus theologico-politicus, capítulo 16…). Esta doctrina alcanzará, por medio de Kant y Fichte, un influjo extraordinario, que continua hasta nuestros días” (De Castro y Bravo, Derecho civil de España, ob. cit., p. 83). Para una aproximación al modo en que el mismo Spinoza justifica el omnímodo poder del Estado en virtud de la doctrina del pacto, véase Morales, C. (1978). Baruch Spinoza: tratado teológico-político. Magisterio Español, pp. 214-216 y 219-220, 223, 238 y 240 y ss.
18 Una sucinta referencia a la concepción de Hegel sobre el Estado como “realidad efectiva de la idea ética”, que “en y por sí es la totalidad ética”, puede verse en Meilán Gil, J. L. (2009). Intereses generales e interés público desde la perspectiva del derecho público español. A&C Revista de Direito Administrativo & Constitucional, 10(40), 13 y ss., reproducido en su libro Categorías jurídicas en el derecho administrativo, Iustel. 2011, p. 179, nota 532.
19 Cuando se muestra empeño por aclarar que “el interés general no es el interés de la Comunidad, considerada como entidad distinta de los que la componen y superior a ellos, sino simplemente un conjunto de necesidades humanas” (Rivero, Droit administratif, ob. cit., p. 13), parece quererse salir al paso de pretensiones como las que derivan del planteamiento de Rousseau, cuya construcción había sido ya fuertemente criticada por Duguit, L. (véase Soberanía y libertad, cit. supra, pp. 164, 167, 168) considerándole sin ambages “iniciador de todas las doctrinas de dictadura y de tiranía, desde las doctrinas jacobinas de 1793 hasta las doctrinas bolcheviques de 1920” (ob. cit., p. 214). Es la paradoja de cómo el individualismo puede llevar al totalitarismo estatal (ibid.), aunque es notable que precisamente la “finalidad antiautoritaria, contraria a la idea de poder” que movió a Duguit a construir su teoría del servicio público, no hizo sino “reforzarla” (Meilán Gil, J. L. (1997). El servicio público como categoría jurídica. Cuadernos de Derecho Público, 2, p. 82, con cita de E. Pisier-Kouchner, Le service public dans la théorie de l’État de Léon Duguit, París, 1972). Jacques Maritain, en Tres reformadores…, ob. cit., p. 112, se refiere, por su parte, al mito del panteísmo político inherente a la tesis de la voluntad general de Rousseau, “la voluntad propia del Yo común, engendrado por el sacrificio que cada uno ha hecho de sí mismo y de todos sus derechos en el altar de la ciudad.”, fruto —dice el filósofo francés que participó, como se sabe, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos— de un “Cristianismo corrompido” (pp. 117 y ss.), que “consumó la inaudita operación iniciada por Lutero […] y terminó de naturizar el evangelio” (p. 122). Sobre la relación de Rousseau con el despotismo, véase también Carpintero Benítez, F. (2007). La dimensión pública de las personas. En Á. Aparisi Miralles (ed.), Ciudadanía y persona en la era de la globalización. Comares, pp. 66-68.
20 Discurso de ingreso en la Real Academia de Legislación y Jurisprudencia de Valladolid, del 23 de octubre de 2009. Publicado también como dos artículos sucesivos en la revista digital Revista General de Derecho Administrativo (2011). Derecho público y derecho privado, disyuntiva determinante para el Estado de Derecho, (26), 1-26; y (2011) El régimen necesariamente jurídico-público de los bienes, contratos, personal y entes instrumentales de los poderes públicos, (27), 1-46. Asimismo en dos partes en la Revista Peruana de Derecho Público, 21/2010, 13-56, y 22/2011, 15-47. Reproducido íntegramente también en la revista argentina Derecho Administrativo (Revista de doctrina, Jurisprudencia, Legislación y Práctica) (2016), (105), 565-613.
21 Revista Española de Derecho Administrativo, 198 (2019).
22 Para una exposición de la contraposición, con amplia base bibliográfica, véase Deswarte, Marie-Pauline. (1988). Intérêt général, bien commun. Revue du Droit Public et de la Science Politique en France et à l’étranger, 5, pp. 1289-1313.
23 En la doctrina italiana, Giampaolo Rossi ha recordado los más notables diversos intentos definitorios de la noción jurídica de interés, de la doctrina alemana (von Ihering, principalmente) e italiana (Carnelutti, Gasparri, Jaeger, Donati o Rocco), encontrando en ellos una oscilación hacia una polaridad subjetiva (es interés lo que se advierte como tal por un sujeto) o hacia otra objetiva (el interés como algo independiente de que sea querido como tal) o simplemente como algo que determinan las normas. Y él propone como noción de interés, citando a Falzea y a Pugliatti, “la relación entre un sujeto y un bien” —que califica como “sustancial” y no meramente psicológicamente subjetiva—, a la vez que entiende por “necesidad” “la percepción subjetiva del interés que no es susceptible de ningún canon de evaluación” y “por eso no tiene valor jurídico” (Introduzione al diritto amministrativo, G. Giappichelli, Torino, 2000, pp. 61-64). Emilio Betti lo ha conceptuado en el plano jurídico como “exigenza di beni o valori da realizzare o da protegeré del mondo sociale” [voz “Interesse (Teoria generale)”, en Novissimo Digeto Italiano, VIII, UTET, 1965, p. 839]. En realidad, en efecto, el interés, en el sentido en que se emplea aquí —sin perjuicio de acepciones más específicas que pueden ser relevantes a unos u otros efectos legales— nos parece ser lo que tiene razón de bien, de fin bueno, de satisfacción de una necesidad, sea para cada individuo o entidad social (interés individual y particular), sea para una determinada agrupación de personas o conjunto social (interés general o común), lo que puede ser, en efecto, comprendido en perspectiva objetiva o subjetiva: aquí primaremos la consideración objetiva, aun sin desconocer la importancia de la subjetiva, como cuando nos referiremos a la diversidad de posibles modos de entender lo que sea el interés general o incluso el individual y particular.
24 Véaase Tomás de Aquino, Summa Theologica, I-IIae, qu. 90, artículo 2. http://hjg.com.ar/sumat/index.html.
25 Concilio Vaticano II, Constitución Pastorial “Gaudium et Spres” sobre la Iglesia en el mundo actual, n. 26. Hemos sustituido por la palabra “grupos” la traducción oficial por “asociaciones” de la palabra original en latín coetus (coetibus, dice en dativo plural el texto) que resulta reductora; la versión francesa traduce más apropiadamente por groupes y la inglesa por social groups; la italiana, por gruppi; la alemana, por Gruppen. La idea es de “conjuntos sociales”. El texto cita al Papa Juan XXIII, Litt. Encycl. Mater et Magistra: AAS 53 (1961), p. 417. Se hace eco de esta difundida definición en Deswarte, Intérêt général, bien commun, art. cit., p. 1297.
26 Es obvio que no todas las formas de agrupación humana (social) requieren su personificación, pero se encontrará una explicación del carácter voluntario u “obligatorio” que diferencia a las agrupaciones sociales privadas y públicas, en nuestro estudio del 2011: Fundamento y delimitación de las personas jurídicas públicas. Revista General de Legislación y Jurisprudencia, (3), 405-415.
27 Véase “Principios generales del derecho administrativo constitucionalizados en el derecho español” (2008). En AA. VV., Los principios en el derecho administrativo iberoamericano (Actas del VII Foro Iberoamericano de Derecho Administrativo, Valladolid-Salamanca, septiembre 2008). Junta de Castilla y León, Netbiblo, Santa Cristina Oleiros, p. 398.
28 STJUE, del 18 de enero de 1979, Van Wesemael, asuntos acumulados 110/78 y 111/78, ap. 28.
29 STJUE, del 18 de marzo de 1980, Coditel, 62/79.
30 SSTJUE, del 17 de diciembre de 1981, Webb, 279/80, ap. 19; de 3 de febrero de 1982, Seco/Evi, asuntos acumulados 62/81 y 63/81, ap. 14; de 27 de marzo de 1990, Rush Portuguesa, C-l13/89, ap. 18.
31 SSTJUE, del 4 de diciembre de 1986, Comisión/Francia, 220/83, ap. 20; Comisión/Dinamarca, 252/83, ap. 20; Comisión/Alemania, 205/84, ap. 30; y Comisión/Irlanda, 206/84, ap. 20; de 26 de febrero de 1991, Comisión/Italia, C-180/89, ap. 20, y Comisión/Grecia, C-198/89, ap. 21; y de 25 de julio de 1991. En la misma línea se situará la STJUE, del 25 de julio de 1991, Gouda, C-288/89, ap.27
32 STJUE, del 26 de febrero de 1991, Comisión/Italia, cit., ap. 20
33 SSTJUE, del 26 de febrero de 1991, Comisión/Francia, C-154/89, ap. 17, y Comisión/Grecia, cit., ap. 21.
34 Cfr. SSTJUE Gouda, C-288/89, cit., ap. 14 y Comisión c. Países Bajos, C-353/89, también de 25 de julio de 1991, ap.18.
35 SSTJUE Gouda, C-288/89, aps. 21 y ss. y Comisión c. Países Bajos, C-353/89, ap. 29 y ss.. Hay, desde luego, otras razones de interés general reconocidas como tales en la jurisprudencia comunitaria, aunque cabe advertir que ni el mantenimiento de la buena reputación del sector financiero internacional o la prevención del fraude aparecen mencionadas en ninguna de estas dos sentencias, contra lo dicho por algún autor (Renaudineau, G. (2010). L’intérêt général. En J.-B. Auby (dir.), L’influence du droit européen sur les catégories du droit public. Dalloz, p. 311)
36 Así en la Constitución Española, artículos 36 (que obliga a la ley a regular las profesiones tituladas, sin duda para proteger diversos derechos fundamentales amparados por otros varios preceptos constitucionales: a la defensa y asistencia de letrado [artículo 24.2], a la educación [artículo 27], a la salud [artículo 43], a la vivienda [artículo 47], a los consumidores y usuarios [artículo 51], etc.), 33 (que protege el derecho a la propiedad privada, en relación con el 149.1.9ª, que se refiere expresamente a la propiedad intelectual), 28, 35, 37, 40 a 42 (derechos de los trabajadores), 51 (derechos de los consumidores y usuarios), 46 (derechos relativos a la conservación y enriquecimiento del patrimonio histórico, cultural y artístico de España).
37 En Intereses generales e interés público desde la perspectiva del derecho público español, art. cit., pp. 184 y 186, se ha hablado de los derechos fundamentales (pero limitándolos a estos efectos a los incluidos en el capítulo 2 del Título I de la Constitución, dejando fuera al común de los derechos prestacionales económicos y sociales) como “núcleo irreductible de los intereses generales”, o de que “los derechos fundamentales forman parte de los intereses generales, constituyen su “núcleo duro”, que los poderes públicos y, en concreto, la Administración, han de servir, no solo respetándolos, sometidos a ellos por ser derecho, sino como guía de su actuación para hacer que sea “reales y eficaces” [sic] en la expresión del artículo9.2” de la Constitución Española, y de que el interés general es “definido primariamente por los derechos fundamentales”; pero la noción de interés general, a la vez, en su concepto, les excede, y puede tener otros contenidos, si bien en la p. 190 no deja de vincularlos a “los principios rectores de la política social y económica que, aunque no recogen derechos fundamentales, han de informar la actuación de la Administración”. En realidad —señalamos aquí— tales principios se traducen en una serie de derechos, que están determinados por el capítulo tercero del Título I, dedicado en su integridad a los derechos fundamentales en sentido amplio, entre los cuales habría que incluir, por tanto, a dichos derechos económicos y sociales.
Meilán insiste en las mismas ideas en las conclusiones del citado ensayo, p. 205 y, en su última obra, abundando en lo ya también expuesto en las pp. 192 y ss. del trabajo que acaba de citarse, dice, en términos análogos a otros autores, que “los intereses generales están vinculados al derecho” de modo que “el interés general ha de coincidir con lo que es conforme a derecho, y, por tanto, en último término, a la Constitución”, y vuelve a afirmar que “los intereses generales determinados por el legislador o a su amparo por el Gobierno no pueden, por ello, vulnerar el contenido esencial de los derechos fundamentales de la persona, dado el valor constitucionalmente reconocido” (Derecho administrativo revisado, Andavira, Santiago de Compostela, 2016, pp. 45-46). Los derechos fundamentales serían entonces un límite pero no el contenido mismo del interés general, sin tener en cuenta además, quizás, suficientemente en la expresión, que tales derechos fundamentales, aunque se proclamen e incluso acoten en su contenido esencial a nivel constitucional, no agotan su contenido y exigencias en lo determinado a nivel constitucional, sino que se concretan y proyectan y pormenorizan en múltiples exigencias jurídicas por la ley y el resto del ordenamiento (véase nuestro estudio “Cuestión de fondo y presupuestos procesales en el recurso especial de amparo”, REDA, 36 (1983), 39-78) y es a todo su contenido al que están positivamente —no solo negativamente— vinculadas las Administraciones públicas —incluso en ámbitos discrecionales o con margen de apreciación— y los Jueces que las controlan jurídicamente.
38 Véase el amplio y reiterado hincapié que ha hecho en que el concepto de interés general tiene “una inextricable conexión con los derechos fundamentales, con la misma dignidad del ser humano, pues en última instancia, el principal y primordial interés general de cualquier Estado que se defina como social y democrático de Derecho es la garantía, protección y promoción de los derechos fundamentales de la persona” (Interés general, derecho administrativo y estado del bienestar (2012). Iustel, pp. 16-17). Lo repite en términos similares en varios otros lugares del libro citado, en el que incluso su apartado IV está dedicado a “El interés general como categoría central del derecho administrativo y los derechos fundamentales”. No deja claro, con todo, el alcance preciso que tengan, para la noción misma del interés general, las importantes conexiones que reconoce. Con similares ideas, junto con Enrique Rivero Ysern, ha publicado después Con miras al interés general, derecho público global/INAP (2014). Véase, en el ámbito colombiano, en conexión intelectual con Rodríguez-Arana y Enrique Rivero, López Peña, Eduardo Leandro, Dilema del interés general en el Derecho Administrativo, Aranzadi, Thomson-Reuters, Cizur Menor (Navarra), 2018, que apunta, sin embargo, solo limitada y parcialmente a los derechos fundamentales.
39 Cfr. García de Enterría, E. (1991). La consolidación del nuevo criterio jurisprudencial de la “apariencia de buen derecho” para el otorgamiento de medidas cautelares. Silencio administrativo y apariencia de abuso de ejecutividad. Revista Española de Derecho Administrativo, (70), pp. 255 y ss., reproducido en el libro de este autor La batalla de las medidas cautelares (1992). Civitas, pp. 189 y ss. (la cita en la p. 206), cuya 3.ª ed., Civitas-Thomson, Madrid, 2004, pp. 231 y ss. contiene la cita en p. 246.
40 Véase Linotte, Mestre, y Romi, Services publics et droit public economique, ob. cit., p. 51 (trad. mía).
41 Cfr. D’Argenio, I. (2007). La ideología estatal del interés general en el derecho administrativo. Derecho Administrativo, (59), pp. 67-111. La autora glosa y analiza las principales obras francesas sobre el tema y en particular la de Rangeon de 1986, cit. supra. Muy sucintamente, se refieren también a los planteamientos políticos marxistas que habrían tratado de desmitificar la ideología del interés general, Linotte, Mestre y Romi, Services publics et droit public economique, ob. cit., pp. 50-51.
42 Ya lo observaba hace muchos años, en particular para toda actividad económica, porque “todos los productores rinden servicio al interés general”, el profesor Marcel Waline, quien añadía, con toda lógica, que no ya por eso todas esas actividades —citaba en concreto, a modo ejemplo, las panaderías— han de ser tenidas propiamente por servicios públicos, en cuanto actividades sobre las que la autoridad pública toma la iniciativa y, cuanto menos, se reserva un control superior, si es que no las gestiona ella misma (Droit administratif (7è éd.) (1957). Sirey, pp. 588 y 589), porque la iniciativa privada no las lleva a cabo de hecho o no puede llevarlas a cabo en condiciones satisfactorias y ha de satisfacerse el correspondiente interés general (como decía en la 6.ª ed. de la misma obra, de ١٩٥٢, p. ٣٠٨).
43 Basta pensar en actuaciones tan exclusivas de las personas humanas individuales como las constitutivas de verdaderos matrimonios o generación en ellos de nueva prole; o tantas otras en que se ejercen las libertades de expresión o de creación y aplicación científica, técnica o artística, aunque pueda contratarse libremente su ejercicio en favor de otros sujetos privados o públicos que eventualmente asuman sus expresiones.
44 Hace años proponíamos un modo de entender la relación entre la moral y el derecho, recordando que, aunque todo el derecho queda abarcado de uno u otro modo por la Moral, no todas las exigencias morales son, deben ser o pueden ser también propiamente jurídicas (“Sobre la esencia del Derecho”, Libro Homenaje al Profesor Iglesias Cubría, II, Universidad de Oviedo, Oviedo 1994, pp. 561-565), por lo que la plenitud del bien común —del interés general— requiere aportaciones individuales, conductas y comportamientos que van más allá de lo que exige o puede exigir el Derecho, por más que el acomodo a este sea imprescindible para ese bien común y parte importante de él (ob. cit., p. 556). Señalábamos allí también la relevancia para el bien común de cuanto contribuye al progreso técnico, científico o artístico —del saber en general—, aunque ello no pueda asegurarse con el Derecho ni tampoco con la Moral, que, sin embargo, lo propician.
45 Lo subrayan con énfasis, aun advirtiendo con toda lógica sobre el grado variable de interés colectivo y general que tengan las diversas actividades humanas, Linotte, Mestre y Romi, Services publics et droit public economique, ob. cit., p. 52. Con acierto diría también Jean Rivero que, si bien, “el motor normal de la acción de los particulares es la prosecución de una ventaja personal —beneficio material, éxito humano, o, en los más desinteresados, actuar por un ideal—, es frecuente que haya coincidencia entre el fin así perseguido y el bien de todos” (Droit administratif, cit., p.12). Es lástima, sin embargo, que, enseguida, no fuera enteramente consecuente con esta importante observación, al afirmar, arrastrado en parte por la visión imperante —o quizás constreñido por el propósito de definir el interés público más que el interés general en su sentido más amplio—, que el interés general —son los términos usados en ese momento por el ilustre jurista de la Sorbona— sería aquel “conjunto de necesidades humanas a las que el juego de las libertades no provee de forma adecuada y cuya satisfacción condiciona sin embargo el cumplimiento de los destinos individuales” (ob. cit., p.13). Si con ello ha querido volver a referirse solo al interés público, en el sentido ya recogido aquí en otra nota anterior, podría ser aceptable, pero, dicho del interés general, en su sentido más propio, es una afirmación reductora y en contradicción con lo afirmado en el texto citado de la página anterior del mismo libro.
46 En similar sentido, de la De la Quadra-Salcedo Fernández del Castill. Aproximación al interés general y su composición con los derechos e intereses de los particulares, ob. cit., p. 6. También en la doctrina francesa se ha afirmado que no debería definirse el interés público o general “en oposición al interés privado, pues el interés general es una suma de intereses privados, aun cuando les trascienda” (Linotte, Mestre, y Romi, Services publics et droit public economique, ob. cit., p. 51, trad. mía).
47 El concepto de “intereses generales” se ha vertebrado por Nieto esquemáticamente “en una tricotomía elemental: o son los mismos que los intereses particulares, o son distintos; y dentro de tal variedad aparecen dos subvariedades: o son distintos, pero dependientes de ellos, o son completamente independientes” (Nieto, A. (1991). La administración sirve con objetividad los intereses generales. En S. Martín-Retortillo (coord.), Estudios sobre la Constitución Española (Homenaje al Profesor Eduardo García de Enterría), III, p. 2199). El mismo autor habla así de intereses generales inmanentes o trascendentes a los particulares (en la misma ob. cit., pp. 2195 y 2198 y ss.) para las posiciones extremas, que se modulan en posiciones intermedias. La hipótesis de la trascendencia o independencia nos parece, desde luego, desacertada, pero también lo es la de la inmanencia si se entienden siempre coincidentes los intereses generales con todos los intereses particulares o que estos sean asimismo siempre necesariamente generales, máxime si se atiende, como es habitual, a su comprensión subjetiva y más o menos coyuntural y no objetiva y plena y perdurable. Hay, en efecto, intereses particulares legítimos e ilegítimos, acordes al ordenamiento y al interés general, y contrarios a ambos o incompatibles con ellos.
48 El prof. José Luis Meilán recordaba hace unos años, escribiendo sobre “El servicio público en el contexto constitucional y comunitario”, Anuario da Facultade de Dereito da Universidade da Coruña, 2005, p. 529, nota 6 (y lo recogió también en “El servicio público como idea y como categoría jurídica”, en su libro Categorías jurídicas…, p. 228, nota 697), cómo, en la propia Francia, se ha reconocido con la máxima autoridad y toda razón que “hasta un periodo reciente la noción de derechos fundamentales era totalmente ignorada del conjunto de nuestros derechos positivos” (Jean Rivero, Le conseil constitutionel et les libertés, Economica, 2.e éd.١٩٨٧, pp. ١٧٩-١٨٠). Duguit tachaba la doctrina de los derechos individuales de “metafísica” (Soberanía y libertad, cit., pp. 218 y ss.) y propugnaba una concepción que gustaba de llamar “solidarista”, tratando de distinguirla un poco de la socialista (ob. cit., pp. 219 y 249), y en ella “desaparece la idea de libertad-derecho para dejar lugar a la idea de libertad-deber, de libertad-función social” (ob. cit., p. 223). En su más difundida obra Las transformaciones del Derecho público (tr. al castellano en 1925 de Adolfo G. Posada y Ramón Jaén e inserta como primera parte en Las transformaciones del derecho (1975). Heliesta), había calificado, sin embargo, a su concepción del Derecho —y especialmente del público— como “socialista” (pp. 167 y 168). El insigne decano de Burdeos se opuso al concepto incluso de los derechos subjetivos y lo sustituyó por el de situaciones jurídicas (Traité de droit constitutionnel, I, 3ª ed., Boccard, Paris, 1927, chapitre II, pp. 200-315), con cuantas implicaciones pueden suponerse. Sin perjuicio del acierto de algunas de sus ideas, el conjunto de la construcción de Duguit, que tan importante papel jugó en la Francia de entreguerras e incluso en las primeras medidas tras la II Guerra mundial —las nacionalizaciones de la inmediata postguerra y la pronto fallida IV República— y en no pocos países que por entonces y después —también cuando todo había ya cambiado— estuvieron bajo su influencia, tiene difícil, por no decir imposible acomodo en el Estado social de Derecho que se sustenta en el nuevo énfasis en los derechos fundamentales —los sociales y los de libertad— que se ha impulsado a partir de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 a nivel internacional y en la evolución política de los Estados. Cuando aún se ha intentado en algún modo ese acomodo (Martín Rebollo, Luis, “De nuevo sobre el servicio público: planteamientos ideológicos y funcionalidad técnica”, Revista de Administración Pública, 100-102, III, 1983, pp. 2471-2542), no ha dejado de reconocerse el “fascismo larvado” en sus planteamientos, que a veces se le ha achacado (p. 2498), y los “peligros” que ofrecen precisamente por no tener en cuenta suficientemente las libertades (p. 2540).
49 Cfr. Lachaume, J.-F. (1995). La notion de service public, Chapitre I del Títre VIII. Les services publics, de la obra de Moreau, Jacques, Droit public, 2 (Droit administratif), 3.e éd., Economica, pp. ٩٠٩-٩١٠.
50 Cfr. Lachaume, La notion de service public, ob. cit., pp. 915 o 906.
51 Aunque no dejan de usarse esos términos en acepciones más estrictas o más amplias, como puede comprobarse contrastando lo dicho por Lachaume, ob. cit. p. 907 y en la Introduction al Titre VIII del mismo libro, pp. 903-904.
52 Cfr. Lachaume, La notion de service public, ob. cit., pp, 915 y ss.
53 Aunque en realidad solo para enfatizar la importancia de todos estos servicios de interés general y recordar en su artículo 2 que las disposiciones de los Tratados no afectarán en modo alguno a la competencia de los Estados miembros para prestar, encargar y organizar servicios de interés general que no tengan carácter económico. Con una comprensión muy lata del significado de servicios, muy común en el ámbito francés —en parte sin distinguirlos de las funciones públicas, que implican ejercicio de potestades públicas— la Comunicación de la Comisión al Parlamento Europeo, el Consejo, el Comité Económico y Social Europeo y el Comité de las Regiones, COM (2007) 725 final, de 20-1-2007, que acompaña a la Comunicación “Un mercado único para la Europa del siglo XXI”, Servicios de interés general, incluidos los sociales: un nuevo compromiso europeo, incluye entre los servicios sociales, junto a otros, “la policía, la justicia y los regímenes obligatorios de la seguridad social” (ap.2.1).
54 Los términos de servicio público solo aparecen en el hoy artículo 93 TFUE, en materia de transportes, con relación al reembolso de determinadas obligaciones inherentes a la noción de servicio público. Y la Comisión viene diciendo que “no obstante, fuera de este campo, el término a veces se utiliza [por algunos, no en las normas del Derecho de la UE] de manera ambigua: puede referirse a la oferta de un servicio al público en general y/o en interés del público, o puede utilizarse para la actividad de entidades de titularidad pública. Para evitar la ambigüedad, la presente Comunicación [y el Derecho de la UE] no utiliza este término, sino que emplea la terminología “servicio de interés general” y “servicios de interés económico general”“ (Comunicación de la Comisión al Parlamento Europeo, al Consejo, al Comité Económica y Social Europeo y al Comité de las Regiones, de 20-12-2011, un marco de calidad para los servicios de interés general en Europa, COM (2011) 900 final, Introducción).
55 Con todo, la presión ideológica de ciertos sectores, sobre todo de Francia y otros países latinos, puede explicar algunas afirmaciones, cuanto menos ambiguas, que pueden encontrarse en pronunciamientos oficiales de la Comisión Europea en la materia, como cuando, después de incluir en “los servicios de interés general […] una amplia gama de actividades, que va desde las grandes industrias de red como la energía, las telecomunicaciones, el transporte, la retransmisión audiovisual y los servicios postales, a la educación, el suministro de agua, la gestión de los residuos, la salud y los servicios sociales”, en tanto “esenciales para la vida cotidiana de los ciudadanos y las empresas, […] reflejan el modelo de sociedad europeo [y] desempeñan un papel importante en cuanto a asegurar la cohesión social, económica y territorial de toda la Unión y son vitales para el desarrollo sostenible de la UE en términos de mayores niveles de empleo, inclusión social, crecimiento económico y calidad medioambiental”, ha afirmado que “aunque su alcance y organización varíen perceptiblemente según la historia y cultura de la intervención estatal, los servicios generales pueden definirse como los servicios, tanto económicos como no económicos, que los poderes públicos clasifican de interés general y someten a obligaciones específicas de servicio público. Ello significa que es esencialmente responsabilidad de los poderes públicos, al nivel que corresponda, decidir la naturaleza y el alcance de un servicio de interés general. Los poderes públicos pueden decidir ofrecer los servicios propiamente dichos o encomendarlos a otras entidades, que pueden ser públicas o privadas, y actuar por motivos lucrativos o por motivos no lucrativos” (Comunicación de la Comisión COM (2007) 725 final, cit., ap. 2). Si bien cabe interpretar que el que “puedan decidir” tal cosa no significa, por sí mismo, que deban decir siempre una de esas cosas, y que tampoco debería entenderse que sean siempre necesarias las mencionadas obligaciones de servicio público, podrían hacerse lecturas de las citadas afirmaciones, netamente estatalistas, como las que pueden tenderse a hacer precisamente en los medios franceses, donde incluso lo ahí afirmado de los servicios de interés general se traduce como afirmado de los “servicios públicos”, con la consiguiente posible confusión y tergiversación (así Renaudineau. L’intérêt général, ob. cit., p. 313).
56 Poco antes de revisar este texto para su publicación en esta Revista de Derecho, he tenido más amplia información, gracias a Miguel Azpitarte Sánchez, sobre la gestación, el contexto y la trascendencia de esta importante obra de Häberle, que fue su laboriosa memoria de habilitación en la Universidad alemana de Friburgo. El núm. 32 de julio-diciembre de 2019, de la ReDCE (Revista de Derecho Constitucional Europeo), de la Universidad de Granada, se hace eco monográficamente del Coloquio del 13 de mayo de 2019 en Hamburgo con motivo del 85 aniversario de Peter Häberle —y de los 50 de su habilitación—, sobre “Das öffentliche Interesse —noch immer ein juristiches Problem”, y, junto a otros estudios, publica en lengua española —traducción de Miguel Azpitarte los dos primeros y de Ignacio Gutiérrez Gutiérrez el tercero— la Ponencia principal de Lothar Michael, la réplica de Justus Vasel y un texto de Michael Stolleis, ilustrativos de la relevancia del debate doctrinal en Alemania sobre el interés público, el bien común y el interés general. Refiriéndose al año 1962, en el que apareció la primera edición de la tesis doctoral de Häberle sobre el contenido esencial de los derechos fundamentales [de la que menciona una tr. esp. publicada en Lima, 1997, bajo el título de La Libertad Fundamental en el Estado Constitucional], observa Michael significativamente que “su capítulo fundamental sobre “la combinación de intereses públicos y privados a través de los derechos fundamentales y su delimitación” mostró el camino hacia una teoría del interés público que culminaría con su habilitación de Friburgo en 1969” (ponencia cit., “El reto de comprender el interés público como problema jurídico”, p.5 de ed. digital), y, en otro momento, dirá que “la comprensión de Häberle de los derechos fundamentales, sobre la que aquí no podemos profundizar, rechaza que el interés público y los intereses privados se excluyan” (ob. cit., p. 14). Los tres autores citados señalan la equiparación de Häberle, por lo demás, entre “interés general” y “bien común”. Son posiciones que convergen con algunas de las más sustanciales a este trabajo, que me alegra anotar, aunque no deban presumirse necesariamente otras posibles coincidencias, cuya verificación, en su caso, habrá de quedar para otra ocasión.
57 Cfr. Wolff, ob. cit., p. 49.
58 La sentencia, que hubo de encarar la determinación de la naturaleza de una Caja de Ahorros de fundación pública, contiene, sin embargo, otras afirmaciones poco afortunadas, como cuando dice que la actual acción mutua entre el Estado y la sociedad “difumina la dicotomía derecho público-privado”, lo que probablemente traiga causa de una aún reductiva y sesgada comprensión de la relación del interés general a la vez —pero de distinto modo— con los sujetos privados y con el Estado, resultado, sin duda, del peso de una tradición cultural jurídico-política contemporánea de la que no es fácil liberarse por entero. La misma mención específica que también se hace en esta sentencia, a “entes de carácter social, no público, que cumplen fines de relevancia constitucional o de interés general” como si este cumplimiento de fines de interés general y de relevancia constitucional solo estuviese a su alcance, además, obviamente, del de las propias entidades públicas, pero no de modo más universal, en el ámbito de todas las personas individuales y de sus agrupaciones sociales libres, ya denota una aproximación aún muy recortada al tema.
59 Son principios básicos, ampliamente compartidos, pero, en gratitud a su magisterio, me permito remitir a lo dicho por Boquera Oliver, J. M.ª. (1991). Derecho administrativo, I (8.ª ed.). Civitas, pp. 82-83.
60 “En un Estado social y democrático no hay una asunción monopolística de los intereses generales” (Meilán Gil. Derecho administrativo revisado, ob. cit. p. 37; ya había insistido en esta idea antes, en Intereses generales e interés público desde la perspectiva del derecho público español, art. cit., pp. 182-183 y 206). Con todo, Meilán se inclina por proponer que algunos entes, en atención a ese servicio que prestan a los intereses generales o “colectivos”, “que no son Administración” —y ciertamente no lo son cuando se asientan en una voluntad asociativa libre y, por ende, privada— “tampoco son exclusivamente privados” (Derecho administrativo revisado, cit., ibid.), como si la importancia de su servicio a los intereses generales lo impidiera, en lo que no deja de subyacer de nuevo ese substrato del pensamiento contemporáneo, especialmente en la cultura latina, que opone radicalmente lo público (interés general) a lo privado (intereses particulares), a pesar de la clara voluntad de este autor de rechazar este planteamiento.
61 Siempre susceptibles de control de su acomodación a las exigencias constitucionales por un Tribunal Constitucional, en la tradición de control concentrado continental europea y de otras partes del mundo, o judicialmente del modo desconcentrado de que son modelo los Estados Unidos de América. Como se ha recordado oportunamente por autorizada doctrina, el Tribunal Constitucional español se ha considerado competente para enjuiciar la constitucionalidad de ciertas limitaciones legislativas a determinadas libertades por razones de un interés general valorado como superior (SSTC 76/1983, 67/1985, 89/1989, 132/1989, 139/1989, 113/1994, 179/1994, en materia de Corporaciones sectoriales de Derecho público con respecto a la libertad asociativa), o de la delimitación del interés general nacional en que se basa la reserva por el artículo 149.1 de la Constitución Española de algunas competencias al Estado, sin que puedan asumirse estatutariamente por las Comunidades Autónomas (STC 68/1984) (véase García de Enterría, E. (1996). Una nota sobre el interés general como concepto jurídico indeterminado. REDA, (89), apartados IV y V, pp. 75 a 79).
Por lo demás, la afirmación de que “la representación parlamentaria incorpora a la Ley los intereses generales y confía su gestión a la Administración” (Montalvo Abiol, J. C. (2011). Interés general y administración contemporánea. Universitas, Revista de Filosofía, Derecho y Política, (14), p. 147 http://universitas.idhbc.es/n14/14-08.pdf) requeriría algunas precisiones, ya que, en efecto, la Ley y, por encima de ella, la Constitución (única que es, en rigor, expresión de la soberanía popular) determinan de manera general —y con la conocida subordinación de aquella a esta— los deberes de los Poderes públicos para con el interés general y el alcance de este a tales efectos, pero todas sus determinaciones son susceptibles de contraste valorativo con lo en verdad requerido por la dignidad de cuantas personas componen cada sociedad, más allá de la efectividad coercible del sistema jurídico; y, por otra parte, la garantía —más que la “gestión”— de los intereses generales que corresponda a los Poderes Públicos no se confía solo ni siempre a la Administración, sino también y en medida muy importante al Poder judicial y directamente en cuanto atañe al derecho privado y al derecho penal.
62 Con todas estas actuaciones, las Administraciones Públicas habrán de servir, en efecto, con objetividad los intereses generales (como dice el artículo 103.1 de la Constitución Española), que deben venir predeterminados en términos generales o abstractos por la Constitución, las leyes, los principios generales del Derecho y, en su caso, los propios reglamentos de la Administración. Corresponde al Poder Judicial poder verificar, en caso necesario, tal servicio con ese sometimiento pleno a la Ley y al Derecho (artículo 103.1 citado y 106.1 de la misma Constitución). En la medida en que el interés general que ha de servirse no resulte aun suficientemente determinado por el ordenamiento aplicable, podrá tener el carácter propio de todo concepto o término jurídico —o legal— indeterminado, cuya aplicación por la Administración está igualmente sujeta al pertinente control judicial, con la amplitud y limitaciones que a este siempre le corresponde, como sometido que está únicamente al imperio de la ley (artículo 117.1 Constitución Española) y obligado por ella a respetar los legítimos márgenes de apreciación u opción reconocidos a la Administración en lo que no venga exigido indubitablemente por la ley y el derecho. Véase sobre esto en particular García de Enterría. Una nota sobre el interés general como concepto jurídico indeterminado, art. cit., pp. 69-87, donde, en polémica con Beltrán de Felipe, M. (Discrecionalidad administrativa y Constitución (1995). Tecnos), claramente relativizó y aclaró con acierto —aunque siguiera sosteniéndola, no sin alguna contradicción—, la tesis que había venido defendiendo sobre “la única solución justa”, que debería identificar el juez de lo contencioso-administrativo en el control de la aplicación por la Administración Pública de los conceptos jurídicos indeterminados empleados por el ordenamiento regulador de su actuación.
63 Véase nuestro “Nuevo sistema conceptual”, en Anuario de la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, 3 (1999): Privatización y liberalización de servicios, ed. a cargo de Gaspar Ariño Ortiz, Universidad Autónoma de Madrid / Boletín Oficial del Estado, Madrid 1999, pp. 138-140, “El principio de subsidiariedad”, en Santamaría Pastor, J.A. (dir.), Los principios jurídicos del Derecho administrativo, La Ley, Madrid, 2010, pp. 1275-1310, o “Para evitar la degradación del Estado de Derecho”, cit..
La tesis se encuentra también, al menos implícitamente, en una parte de la doctrina alemana que se ha ocupado del Estado social de Derecho: cfr. Karl Doehring, Estado social, Estado de derecho y orden democrático (tr. esp. del texto original de 1978, con prólogo de Bruno Heck), en Abendroth,W., Forsthoff, E., y Doehring, K. (1986). El Estado social. CEC, pp. 129 y 157; antes, Hans J. Wolff, Verwaltungsrecht I, Beck, München und Berlin, 1956, p. 12, e igualmente en la 5.ª ed., ١٩٦٣ y la ٦.ª, ١٩٦٥, pp. ١٥. Meilán llegó a decir, en ١٩٦٧, citando la p. ١٥ de la ٥ª ed., que “Wolff considera […] como nota esencial de un Estado social de Derecho” al principio de subsidiariedad (Meilán Gil, J.L., |, ENAP, Madrid, 1967, reproducido en su libro Administración en perspectiva, Universidade da Coruña, A Coruña, 1996, pp. 57-58 y notas 39 y 109), y lo ha vuelto a escribir en su último libro (Derecho administrativo revisado, cit., p. 36), cuya lectura me produjo la admiración de encontrarme con la misma tesis que vengo sosteniendo, lo que me llevó a leer directamente a Wolff para comprobar que él no la formula expresamente en los términos en que lo interpreta Meilán, aunque ciertamente, en el lugar citado por Meilán, califica de modo muy sucinto al principio de subsidiariedad de principio jurídico integrante del “Estado de Derecho material”, concepto que, en su relación con la noción de “Estado social”, analiza en el & 11.II, b), 3 a 6 de la ob. cit. (pp. 47-49 de la 6.ª ed., ١٩٦٥). Schmidt-Assmann ha afirmado por su parte, netamente, que “la dialéctica del principio del Estado social se materializa, desde la perspectiva organizativa-instrumental, a través de la idea de la subsidiariedad. La intervención del Estado social solo ha de producirse cuando la autorregulación de la sociedad no satisface las exigencias de la justicia social [y cita aquí un estudio de Isensee, inserto en el vol. 3, edición de 1988, de la gran obra colectiva dirigida por él mismo y Kirchhof, Handbuch des Staatsrechts der Bundesrepublik Deutschland (HStR): “Gemeinwohl und Staatsaufgaben im Verfassungsstaat”]. La subsidiariedad se encuentra suficientemente garantizada mediante la protección constitucional, en sede de derechos fundamentales, de la esfera de actuación del individuo, y la salvaguarda de la esfera competencial de las instituciones no públicas que operan en el ámbito de lo social. […] La subsidiariedad no pone en cuestión la responsabilidad de los poderes públicos sobre los asuntos sociales, pero sí reparte dicha responsabilidad y la convierte en un sistema en el que, dentro de un marco general de responsabilidad pública, se equilibran las esferas de autoorganización con actuaciones propias de los poderes públicos de distinta intensidad” (La teoría general del derecho administrativo como sistema, cit., p. 146).
En España se ha ocupado de la subsidiariedad, particularmente en el ámbito económico, Gaspar Ariño Ortiz (Economía y Estado: crisis y reforma del sector público (1993). Marcial Pons, pp. 67 y ss., y Principios de Derecho público económico (1999). Comares, pp. 110 y 113 y ss.), quien advierte que “nada más difícil que hacer real la subsidiariedad del Estado, si no hay ciudadanos dispuestos a asumir sus tareas y responsabilidades” (p. 67 de la primera de las obras citadas). Deber del Estado será garantizar los derechos y libertades que Ariño trata como sus condiciones, pero también obrar de modo que se favorezca su efectivo y responsable ejercicio.
En Argentina ha venido propugnando la conformación del Estado como “subsidiario” y la fundamentalidad del principio de subsidiariedad, Juan Carlos Cassagne. Véase su Derecho administrativo, I, 6.ª ed., Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2000, pp. 62 y ss. o 1ª ed. en Palestra, Lima, 2010, pp. 91 y ss., y, más recientemente, la sucinta referencia que hace en Los grandes principios del Derecho público (constitucional y administrativo), Reus, Madrid 2016, pp. 123.124.
64 Es algo que forma parte de la más clásica teoría sobre el Poder público y de la doctrina común sobre el Estado de derecho. Se detenía en explicitarlo García-Trevijano Fos, J. A. (1974), Tratado de derecho administrativo, I, 3.ª ed., p. ٤١٥. Y Meilán ha dejado con acierto escrito que ni el titular del poder debe apropiarse del interés general, ni puede “desentenderse a favor del interés privado, abdicando ilegítimamente de su función” Intereses generales e interés público desde la perspectiva del derecho público español, art. cit., p. 177), aunque parece evidente que se refiere ahí solamente al interés privado que sea contrario al general. Lo hemos señalado también en otras publicaciones, como nuestro estudio sobre Principios generales del derecho administrativo constitucionalizados en el derecho español, ob. cit., p. 397.
65 Meilán se ha referido en varias ocasiones al papel protagonista importante que tuvo en la introducción del citado principio en el artículo 103.1 de la Constitución de 1978 (la última vez en Derecho administrativo revisado, cit., p.36), y, desde joven, situó en ese servicio a los intereses colectivos la caracterización funcional que debería tenerse por determinante del derecho administrativo y, hasta cierto punto, de la propia Administración Pública (El proceso de la definición del derecho administrativo, cit., en su reproducción de 1996, cit., pp. 53-60), pero sin especificar suficientemente prima facie lo que sea propio y específico de ese su servicio a los intereses generales, con el riesgo evidente de propiciar la idea de que tal servicio —en contradicción aparente con alguna otra de sus afirmaciones— corresponde, en todas sus manifestaciones posibles, solamente a “lo público” o a lo que participa de tal de alguna manera, excluyéndose por tanto de ello a “lo privado”. No se logra superar entonces el prejuicio de la oposición frontal entre lo público y lo privado, en razón de los intereses servidos. También Nieto ha recordado análogamente que “el fin de la Administración Pública no es otro que el conocimiento, cuidado y amparo de los intereses generales y colectivos”, aunque considera que “esta visión” habría ido “cediendo el paso a otra diametralmente distinta y mucho más amplia” porque “la Administración, sin abandonar el cuidado de los intereses generales y colectivos, extiende su acción a los intereses particulares […]” (“La Administración sirve con objetividad los intereses generales”, cit. p. 2224). Pero ¿es que alguna vez ha podido cuidar de los intereses generales sin incidir y aun proteger los particulares? Tampoco se incluye en estas referencias lo específico de la Administración Pública y aun de cualquier Poder público, más ampliamente. El mismo autor insiste en la apuntada contraposición de intereses generales y particulares en ob. cit., p. 2230, pero acaba diciendo algo no muy alejado de lo aquí sostenido, que “la Administración, considerando un interés general, puede intervenir en los intereses particulares haciendo aflorar todo lo que de general llevan consigo los intereses más irreductiblemente particulares en apariencia”; “es que nada hay absolutamente particular y de nada puede decirse que no afecte a algún interés general […] La relación entre intereses particulares y generales salta aquí a la vista, reforzando las tesis tradicionales de los intereses generales inmanentes” (p. 2231).
Revista de Derecho. Vol. 23, Año 2022, pp. 15–54. ISSN: 1608–1714 (versión impresa), 2664–3669 (en línea).
Por:
José Luis Martínez López-Muñiz**
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