Ronald Vílchez Chinchayán*
* Doctor en Derecho por la Universidad de Navarra (España). Profesor ordinario de Derecho penal en la Universidad de Piura. Investigador Renacyt. Correo electrónico: ronald.vilchez@udep.edu.pe
Bien jurídico, corrupción pública, abuso, gestión y oportunidad en los delitos contra la Administración pública en el Perú
Resumen
En este trabajo el autor se ha encargado de revisar el subsistema de los delitos contra la Administración pública, volviendo por eso sobre algunos elementos básicos como son la corrupción y el bien jurídico. Ha aprovechado este contexto para presentar una propuesta de triple clasificación de estos delitos.
Abstract (no hay)
The author approaches the study of endangerment crimes, considering the problems that surround them. He points out that difficulties arise both at an external (legitimacy) and internal (configuration) level. In both cases there is a need to review the proposals or suggest new ways to solve them. For this reason, it reviews the evolution of the crimes, from its “non-existence”, passing through its recognition as an exceptional figure, up to its location as a classification of its own and with special characteristics. Even with the intent of the doctrine and the numerous proposals remain outstanding issues and many unknowns to be resolved.
Palabras clave: delitos, Administración pública, corrupción, bien jurídico–penal.
Keywords: endangerment crimes, legitimacy, classification.
Sumario
I. Introducción. II. ¿Intervención penal por cumplir? III. Propuesta de (re)clasificación. IV. Conclusión. V. Bibliografía.
I. INTRODUCCIÓN
La intensidad y la extensión de la intervención jurídico–penal a través de los delitos contra la Administración pública ha sido y es un tema de discusión en nuestro país fomentado —qué duda cabe— por los grandes casos que hemos tenido en los últimos años. Lejos de pensar que la solución viene únicamente por modificar el Título XVIII de Libro II del Código Penal, pienso que es necesario advertir esta tensión entre legalidad, dignidad y seguridad (Sánchez–Ostiz, 2012, p. 23 y ss.) existente y pasar a proponer un análisis que englobe a todos los delitos contra la Administración pública. Esto es algo en lo que vengo trabajando (Vílchez, 2020, p. 13 y ss.) y expondré, aquí en este número de la revista de la Facultad de Derecho de la Universidad de Piura, aunque de una manera muy resumida.
Vale aclarar, previamente, que el esquema que plantearé no tiene como finalidad liberar de responsabilidad a los culpables o castigarlos penalmente —sin que se den los presupuestos— y de manera mucho más intensa, sino más bien de ser coherentes con el desarrollo doctrinal desde la configuración de la conducta típica y atribución de la responsabilidad penal hasta la determinación de la pena. Así, por ejemplo, la intervención penal y, de ser el caso, la sanción sobre alguna conducta realizada por un funcionario público en donde estén en juego millones de dólares o soles no se fundamentarán en la presión social, sino en la conformación de la teoría del delito y los matices que desde ahí se hayan observado en el grupo de los delitos contra la Administración pública.
Partiendo de esa premisa, es conveniente iniciar la revisión del papel que cumple el derecho penal (II), pero centrándose en un escenario mucho más específico, como es el de la corrupción pública, el bien jurídico y la tipología de estos delitos. A partir de eso, se puede estar en condiciones de dar algunas salidas, como se hará aquí al presentar una triple clasificación de los delitos de abuso, de gestión y de oportunidad (III).
II. ¿INTERVENCIÓN PENAL POR CUMPLIR?
No es poco común que al revisar los escritos especializados en el tema se insista en ideas de lucha, ataque, erradicación de la corrupción —en lo que aquí me ocupa— pública. Evidentemente una línea así se hace con la finalidad no solo de demostrar el rechazo a esta clase de conductas, sino también de advertir directamente la necesidad de que las medidas tomadas sean duras y drásticas.
Todo esto que —una vez más— se puede entender e incluso asumir como deseable por toda la sociedad, puede encontrar ciertos inconvenientes en el momento de “encajarlo” dentro del sistema penal. La actuación penal no tiene —ni debe— que llevarse a cabo ajena al respeto de las garantías que se han establecido justamente porque de lo que se trata es de advertir que quien está al frente es una persona. No estoy diciendo con esto que no tiene cabida en nuestro país un duro sistema penal. Claro que es posible que exista (sin que por eso deba llamársele “derecho penal del enemigo”). Incluso que se restrinja, como ya se hace, la aplicación de determinados mecanismos procesales o se lleve a cabo el incremento (cuantitativo y cualitativo) de las penas. El problema está en que se desconozca esa dignidad y se le instrumentalice.
¿Por qué llamo la atención en este punto? Porque hablar de corrupción pública nos ha hecho concentrarnos solo en la sanción, pero nos ha hecho perder el norte sobre otras razones. Y ya no solo me refiero a las garantías penales y procesales a las que he aludido anteriormente, sino a por qué debe entrar el derecho penal. Puedo advertir que, llegado a este punto, el lector sienta que la respuesta es más que evidente y que es una pérdida de tiempo hacerla. Sin embargo, no lo es tanto. Estamos tan acostumbrados a decir que el bien jurídico–penal protegido en estos delitos es el “correcto funcionamiento de la Administración pública” que ya no reparamos siquiera en preguntarnos ¿qué es eso? o ¿cómo se mide?
En mi opinión, dejando de lado los cuestionamientos que puedan hacerse sobre las llamadas diferencias cuantitativas o cualitativas del derecho penal y derecho administrativo sancionador (Gómez y Sanz, 2013, p. 66), lo que importa es preguntarse lo siguiente: ¿por qué el Estado castiga penalmente esta clase de conductas? Podría sostenerse que se hace así debido a que el Estado asume la tarea de gestionar una seria de tareas/actividades que toma de la sociedad civil, entre ellas la organización de esta (Ortíz de Urbina, 2019, p. 368). Dicho de otra forma, el Estado se ha arrogado o, mejor, le han sido encargadas por la sociedad, unas obligaciones que, en tanto condiciones de desarrollo de las personas, tiene que asegurar. Así, en contrapartida, el Estado prevé la configuración de delitos para sancionar aquellas conductas que afectan a esas condiciones que interesan proteger, cumpliendo de este modo con ese encargo/asunción. En consecuencia, se puede afirmar que la puesta en marcha del aparato punitivo estatal no es para tutelar una fórmula manida —pero no por eso exacta— como el buen funcionamiento de la “Administración pública”, sino más bien para garantizar ese compromiso asumido de velar por aquellas condiciones básicas y fundamentales para el desarrollo de la persona en sociedad y el funcionamiento de esta.
Con este punto de apoyo, se puede afirmar a continuación que cuando se comete un delito contra la Administración pública el castigo penal no encuentra su fundamento en la destrucción material de una entidad. Dicho de otro modo, el paradigma de los delitos de resultado de lesión no resulta aplicable en tanto la realidad que se quiere proteger no es una material o perceptible por los sentidos —como sí lo es en el caso del cuerpo, la vida o la integridad física— y, por eso, es necesario buscar en otro esquema, como el que se encuentra en los delitos de peligro (Vílchez, 2018, p. 201 y ss.). Sin embargo, en mi opinión, se debe hacer una precisión. Entiendo que no todos los delitos de peligro, más allá de las clasificaciones al uso, representan una antesala a la efectiva lesión del bien jurídico–penal. Es posible incluir bajo ese paraguas del peligro, un grupo distinto tal y como lo hiciera Binding (1922, § 53/I) respecto a las meras prohibiciones (Verboten Schlechthin). Con base en esa construcción, puedo proponer, a modo de evitar confusiones, que no se trata de castigar la mera desobediencia, sino más bien la desvinculación que genera la conducta de ese sujeto especialmente vinculado (porque se trata de un funcionario público) con una institución básica como es la Administración pública, que ha asumido, como se ha dicho ya, la tarea de mantener las condiciones para un buen desarrollo de la sociedad y de la persona. Más aún, la idea es sancionar penalmente con base en que siendo un funcionario público su comportamiento comunica de una manera mucho más fuerte y el “mensaje” repercute aún más en tanto él como integrante de la Administración pública está “desinstitucionalizando” o, como prefiero llamar, se “desvincula” (Vílchez, 2018, p. 245 y ss.) de sus deberes positivos. Esta es la línea que ha empleado también —aunque usando otros términos— nuestra Corte Suprema en el 2020 al dar cuenta de los criterios necesarios para determinar la reparación civil (Apelación 25–2017–Lima, fundamento jurídico 27.4). Algo que puede darnos una pista del sentido un poco más “aterrizado” de la figura y del por qué de la sanción. Siguiendo por ese camino, podría sostener entonces, de modo específico, que esa desvinculación que realiza el funcionario público está relacionada con las conductas de corrupción pública.
Llegados a este estado, resulta oportuno aclarar que debido a las distintas denominaciones y distinciones que se presentan en nuestro Código Penal respecto a los delitos que examino interesa preguntar si los delitos contra la Administración pública son delitos de corrupción o, como lo indica el Código Penal estos últimos son solo los que se encuentran en la sección IV, del capítulo II, del Título XVIII. Esta es una cuestión no solo terminológica, sino que también tiene cierta incidencia en el plano procesal como sucede en el proceso de colaboración eficaz donde se distingue entre delitos contra la Administración pública y de corrupción de funcionarios. Parece, con base en lo anterior, que en nuestro sistema penal se puede afirmar que todos los delitos de corrupción de funcionarios públicos son delitos contra la Administración pública, pero no al revés. Sin embargo, ese —la mera limitación del legislador penal— no es un fundamento material para sostener tal afirmación. Es más, la revisión de esa sección y de las otras que componen ese capítulo nos puede dar muestra de lo equívoca y, en algunos casos, extraña selección que se ha hecho. Hace falta dar con un criterio o una figura que permita, como punto de partida, entender mejor cuál es la esencia de todo este conjunto de delitos. Eso es algo que se puede encontrar atendiendo a la figura de la corrupción pública.
En el momento de buscar una definición sobre aquella figura no existe, como es normal, una en el Código Penal peruano. Por otro lado, al revisar la doctrina se puede comprobar que, aunque existe un concepto, este no es unívoco (Rodríguez y Ossandón, 2008, p. 21). Sin ánimo de zanjar esta difícil tarea de definición, se puede presentar cierta línea para definir los marcos de la corrupción en el sentido penal, sin hacer la distinción entre corrupción política o administrativa. Por eso, puedo afirmar que la corrupción se puede sintetizar del siguiente modo: se trata de una defraudación habitual, o tendencialmente habitual (Queralt, 2016, p. 111), a ese compromiso asumido por el Estado que implica que un sujeto falte a una vinculación funcional (esto es, por estar investido de potestades públicas) que voluntariamente ha asumido para decidir a favor de la comunidad y que, sin embargo, actúa de modo distinto a lo normativamente previsto convirtiéndose, en no pocos casos, en una fuente irregular ventajas (Kindhäuser, 2007, p. 5) que se traduce, entre otros, en dinero o favores.
Bajo esa definición entonces, es posible afirmar que todos los delitos del capítulo II del Título XVIII son delitos de corrupción de funcionarios y no solo una sección. Esto trae como consecuencia, por un lado, que cuestionemos la distinción formal que ha establecido nuestro legislador. Y, por otro, que nos volquemos a buscar aquellos criterios que faciliten su ubicación e interpretación dentro del subsistema de los delitos contra la Administración pública. Esta es precisamente la razón por la que inicio la propuesta que presento a continuación.
III. PROPUESTA DE (RE)CLASIFICACIÓN
Advirtiendo que todos los delitos comprendidos en el capítulo II del Título XVIII del Código Penal son delitos de corrupción, es necesario precisar que la forma de ordenar, clasificar y estudiarlos debe responder no a quién ha cometido el delito, sino más bien a las peculiaridades que en la ejecución de la conducta se encuentran. Con base en lo que se ha dicho anteriormente, propongo tener en cuenta el siguiente esquema:
i) En las conductas típicas cometidas por funcionarios públicos se puede observar que hay tipos en los que la característica común es que aquel intimida a los particulares e impone su voluntad.
ii) También que en aquellos delitos en los que el funcionario público interviene en razón de su cargo, en el control de operaciones y la administración de determinados bienes y servicios, sacando provecho de todo esto.
iii) Finalmente, se puede distinguir un grupo donde el funcionario público saca provecho de su situación sin necesidad de violentar o abusar (según los sentidos antes expuestos), por el solo hecho de ser funcionario público.
De acuerdo con lo que se ha presentado, puedo señalar que hay tres grandes grupos de tipos dentro de los delitos contra la Administración pública:
A. Delitos de abuso
En los que el funcionario público, usando la intimidación o amenaza, violencia y engaño genera temor en el particular e impone su voluntad sobre este. Esto puede advertirse, por ejemplo, en los delitos de concusión, abuso de autoridad y exacciones ilegales.
Podría decirse que, en algún punto, todos los delitos contra la Administración pública llevan consigo un abuso por parte del funcionario público (pertenezcan o no a la sección I, del capítulo II, Título XVIII del Libro II de nuestro Código Penal). Por eso, es necesario aclarar a qué me refiero aquí. El denominador común en los tres delitos que he clasificado dentro del grupo de abuso, esto es, abuso de autoridad (artículo 376), concusión (artículo 382), exacciones ilegales (artículo 383), no es que el funcionario público (solo) actúe sobrepasando las funciones que tiene (“abusando de sus atribuciones”), sino más bien que aquí el funcionario público impone su voluntad. Si bien podría alegarse que también en otros tipos penales contra la Administración pública la configuración supone que prevalezca la voluntad del funcionario público (por ejemplo, en los delitos de peculado o cohecho pasivo propio), cabe anotar, por un lado, que aquí el agente (mal)utiliza el poder público —que le ha conferido competencias generales— que tiene (ordenando o cometiendo un acto, por ejemplo) y, por otro, que afecta la voluntad del sujeto pasivo a través de la violencia, amenaza, e incluso del engaño.
Así pues, no se trata de que el agente negocie o convenza al particular, sino que genere un tipo de impacto sobre él haciendo uso de su posición pública, en algunos casos (como el delito de abuso de autoridad); y en otros, además vicie el consentimiento de los sujetos pasivos (como en los delitos de concusión y cobro indebido) generando una afectación (de lesión, de peligro o de desvinculación) que puede concretarse en un acto arbitrario que causa perjuicio (personal o patrimonial) para el particular y que, en principio, genera algún beneficio (mayormente económico) para el sujeto agente.
La validación de lo que acabo de decir se halla en cada una de las características descritas tanto por la doctrina como por la jurisprudencia respecto a los tres delitos en cuestión. Así, por ejemplo, en el “delito de abuso” de autoridad (artículo 376), concretamente refiriéndose al “acto arbitrario”, se afirma que lo es porque el funcionario actúa fuera de lo que la ley permite o no actúa cuando la ley le obliga, o realiza lo que la ley prohíbe (Salinas, 2019, p. 257). En el “delito de concusión” (artículo 382), el agente no le oculta a la víctima que le está exigiendo arbitrariamente algo indebido (R. N.º 304–2010–Lima, fundamento jurídico 3). Lo importante aquí es que exista lo que se conoce como “metus publicae potestatis” o el temor a la autoridad debido a lo que de manera irregular puede hacer el sujeto activo con sus funciones reales en contra del sujeto pasivo. Se parte, entonces, de una “determinada relación legal entre el funcionario público y el particular”, que es lo que permite que el agente pueda ejercer la presión coactiva sobre el particular. Dicho de otro modo, tiene que darse un abuso “dentro de las propias funciones que le corresponde al sujeto activo”. Lo que interesa, en consecuencia, es que exista constreñimiento para que el particular prometa o dé aquello que no debe, previa intervención, obligando o induciendo, del funcionario para que dé o prometa. En consecuencia, la conducta del funcionario no será indebida si induce al particular a pagar, por ejemplo, sus impuestos o que siga un procedimiento para el trámite de obtención de una licencia (de conducir).
En el delito de cobro indebido (artículo 383) se encuentra una situación particular: el funcionario o servidor público sí está facultado a cobrarle al particular quien tiene que pagar por servicios, por ejemplo, que brinda la Administración. Sin embargo, otra vez, el funcionario realiza un acto arbitrario cobrando por encima de lo que debería hacer.
B. Delitos de gestión
En estos el funcionario público tiene unas competencias específicas. Esto es, interviene en razón de su cargo en los contratos, operaciones o en la administración de los bienes y servicios. Sin embargo, pervierte su conducta obteniendo un provecho ilegal del mismo. Los ejemplos de estos casos se encuentran en los delitos de negociación incompatible, colusión, peculado y malversación.
En este grupo podemos observar que los funcionarios públicos tienen sobre sí unas competencias específicas, en tanto deben administrar o intervenir en la contratación u otras operaciones del Estado. Así, ya que se concibe un espacio en donde ellos y solo ellos tienen que responder por incumplir esos deberes especiales específicos. La particularidad se encuentra en que los funcionarios públicos se aprovechan de un espacio en donde se podría entender existe una apariencia de legalidad (ellos pueden intervenir, pueden disponer de los bienes) y cuyo incumplimiento de tareas no se ve de manera inmediata. Concretamente, esto se puede presentar de la siguiente manera: 1. Competencias específicas para la contratación. Aquí los delitos en cuestión son los de negociación incompatible (artículo 399) y colusión (artículos 384.I y 384.II). En ambos se exige, para su configuración, que se trate de un funcionario público que en razón de su cargo interviene en esas operaciones de contratación pública. Si bien, cada uno de los preceptos tiene sus peculiaridades, en general se puede advertir que ya sea que se interesen (acto unilateral) o acuerden (acto bilateral) infringen sus competencias al no seguir lo normativamente exigido. 2. Competencias específicas para la administración de recursos públicos. Los delitos que se pueden ubicar aquí son los de peculado (artículos 387–388) y malversación de fondos (artículo 389). Expresamente los preceptos legales en cuestión exigen que el sujeto activo sea no cualquier funcionario sino solo aquel que tiene a cargo la administración, custodia o percepción de los bienes. Si ese funcionario —y solo él— se apropia de los bienes o permite que terceros se apropien de él hace posible la puesta en marcha del sistema penal. Por otro lado, se encuentra el supuesto del funcionario que desvía a otro fin público los recursos que administra. Que este caso tenga unos contornos distintos a los anteriores y por eso se deba/tenga que cuestionar su ubicación penal, es algo que no voy a desarrollar aquí. Sin embargo, sí interesa dejar sentada la duda en cuanto a qué quiere decir el precepto legal con una afectación al servicio o función encomendada: ¿es un caso de mera desobediencia? Basta por ahora con esta cuestión.
En este escenario de los delitos de gestión, a fin de cuentas, es inevitable atender con más cuidado a cuáles son las funciones específicas asignadas que tienen los funcionarios públicos en cuestión. Por eso es que, en nuestro ordenamiento jurídico, se requiere la revisión de los MOF y ROF para dar contenido a aquello de “en razón de su cargo”. Ahora bien, dejando de lado la preocupación por las competencias específicas recogidas en esos MOF y ROF, la relación entre estos y los delitos de gestión puede ser una buena excusa para examinar con detalle su composición y alejar así aquellos fantasmas sobre la posible infracción al principio de legalidad (específicamente a la manifestación de certeza) que se les puede achacar.
C. Delitos de oportunidad
Aquí el funcionario público utiliza su posición para obtener un provecho sin necesidad de imponerse por medio de la fuerza o amenaza y sí más bien mediante el ocultamiento, lo clandestino. No estoy diciendo con esto que las conductas, por ejemplo de cohecho, que se hagan a plena luz del día no puedan ser incluidas aquí, sino más bien que el aprovechamiento indebido se da básicamente sobre la base de disimular u ocultar su actuación tanto o más porque no hay nada que justifique su trato con los particulares o el contacto con bienes o recursos públicos. Es más, muchas veces todo lo anterior se concreta con el apoyo de particulares que le “solicitan negociar”, o sencillamente el provecho se alcanza por encontrarse en una posición de funcionario público (sin ninguna competencia específica). Estos rasgos pueden encontrarse en los delitos de cohecho (como el pasivo y activo impropio), tráfico de influencias y enriquecimiento ilícito.
Este grupo tiene en común con el primero, que aquí también se hace referencia solo a unas competencias especiales genéricas. Así pues, no se requiere que el funcionario público esté específicamente designado para encargarse de participar en una actividad concreta o que se le asigne una administración, por ejemplo, de bienes. Aquí cualquier funcionario público puede ser el sujeto activo. La cualidad, más bien, que debe llevar a preguntarse por su esencia es ese acuerdo o conexión que tiene con los particulares.
El caso paradigmático en los delitos de oportunidad es el de cohecho pasivo impropio (artículos 394.I y 394.II) en tanto el funcionario realiza un acto sin faltar a sus obligaciones (o, se diría en el sistema penal español, sin realizar un acto ilegal), y más bien se aprovecha obteniendo un beneficio patrimonial o de cualquier otra índole ya sea porque hay un acuerdo con el particular (acepta o recibe de él) o porque tiene una actuación motu proprio (solicita). Aquí, a diferencia de lo que pasa en algunos delitos de abuso (como las exacciones ilegales) y de gestión (peculado) no hay una apariencia de legalidad ni del cobro ni de la recepción de algún dinero.
Los delitos de oportunidad permiten hacer una distinción dentro del delito de tráfico de influencias, puesto que aquí solo se puede considerar el caso en el que el sujeto activo es funcionario público sin importar si tiene unas influencias reales o simuladas (artículo 400.II). Esta distinción básicamente se consolida atendiendo a que el sujeto activo debe estar vinculado a la Administración pública, pero no se requiere que tenga una función específica y solo obtiene una ventaja por pertenecer a la Administración pública. La inclusión de la existencia de las influencias irreales o, mejor, la inexistencia de influencias reales dentro de los supuestos aquí recogidos, podría recordar el cuestionamiento que se hace en cuanto a su irrelevancia jurídico–penal por tratarse de un caso donde como mucho se tutela la buena imagen de la Administración. Sin embargo, en mi opinión, no se trata de proteger la buena imagen, sino de sancionar el aprovechamiento que realiza el funcionario público por el mero hecho de estar inmerso en el aparato estatal.
Finalmente, dentro de este grupo de delitos también se puede incluir al enriquecimiento ilícito. Aquí igualmente es evidente el aprovechamiento de la posición de funcionario público. Pero no hay que confundir. Ese aprovechamiento se sanciona bajo este precepto siempre y cuando no se pueda sostener que la fuente de ingreso ha sido producto de una actividad específica (como de esas que se requieren para la configuración de la colusión, peculado, malversación, etc.). En esta conducta, como también en el cohecho y el tráfico de influencias, tiene mucho sentido la concreción de un binomio: ocultar para aprovechar. Todo esto en tanto no hay ni siquiera apariencia de legalidad para el cobro o la gestión de bienes públicos y aún así el funcionario público se “dispone” de tal forma que obtiene un beneficio con su mala actuación.
IV. CONCLUSIÓN
La exposición que se ha hecho aquí y, específicamente, la clasificación puede servir para lo siguiente:
a) Unificar conceptos y facilitar así la interpretación de los tipos penales. No es desconocido, por ejemplo, la falta de unidad en la interpretación —aunque no se discuta la definición— sobre los verbos “obligar”, “exigir”, “inducir» que aparecen en los delitos de concusión y de cobro indebido; o tampoco, la peculiar forma de aplicar la teoría de la unidad del título de imputación, supuestamente vigente en nuestro sistema: aceptando que es la regla (por ejemplo, en el delito de colusión), aceptando que hay excepciones (por ejemplo, en los delitos de cohecho), y aceptando, incluso, que hay “territorios libres” (por ejemplo, en el delito de enriquecimiento ilícito).
b) Para reparar mejor en los contextos en los que se desarrollan las conductas típicas, y con ello revisar la redacción de los tipos penales o presentar propuestas de lege ferenda. Así, es necesario distinguir aquellas conductas que, aunque se encuentran tipificadas como delitos, parecen más bien sanciones administrativas (por ejemplo, el delito de malversación). O también pueden mencionarse, por ejemplo, los amplios espacios que quedan dentro de la contratación pública que originan problemas (no solo de prueba) para definir la conducta penalmente relevante (por ejemplo, en el delito de negociación incompatible). Adicionalmente, sirven para advertir con mayor cuidado que dentro de los delitos contra la Administración pública se ha establecido un subsistema en el que se puede hallar no solo delitos que responden al paradigma clásico de resultado de lesión (por ejemplo, el delito de abuso de autoridad o el de colusión agravada), sino también delitos de peligro (como el delito de negociación incompatible, la colusión simple, el cohecho) e incluso formas que representan, si cabe, la anticipación de la anticipación (por ejemplo, el delito de tráfico de influencias).
c) Para establecer ciertos parámetros útiles en el momento de determinar las consecuencias jurídicas. Si se establece que los delitos que denomino de gestión (por ejemplo, la negociación incompatible) son más graves que los de abuso (por ejemplo, la concusión), entonces las penas de los primeros deberían ser cuantitativamente más severas. Sin embargo, no solo se establecería esta distinción, sino que, como propusiera Silva (2011, p. 165), podría atenderse también a enfocar la atención en una pena distinta a la de cárcel, contemplando, precisamente, a la clase de delitos que están en juego. Así, podría considerarse que para los funcionarios públicos que cometen los delitos denominados de oportunidad y gestión, sería una alternativa a analizar que se les sancione, además de la cárcel con multas especialmente altas e inhabilitaciones largas. Adicionalmente, se podría considerar que, para el caso de los delitos de abuso, el papel del particular afectado se revalorice y se le considere también como un perjudicado por los actos del (mal) funcionario público y pueda exigir el pago de la reparación civil por los daños ocasionados.
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