Ernesto Calderón Burneo*
Profesor ordinario principal en la Facultad de Derecho de la Universidad de Piura. Correo electrónico: ernesto.calderon@udep.edu.pe.
REQUISITOS DE FORMA DESDE LA PERSPECTIVA DEL CONTRATO DE SOCIEDAD Y TIPOS DE SOCIEDADES MERCANTILES
Resumen
Este trabajo se ha ocupado del estudio de los requisitos de forma aplicables a los contratos de sociedad. Bajo este concepto se pueden identificar hasta dos grupos distintos de requisitos formales: aquellos aplicables al propio contrato y aquellos exigidos para acceder a cualquiera de los tipos societarios regulados por la LGS. A pesar de la estrecha relación que existe entre ambos grupos, su fundamento jurídico es distinto. En el primer caso son los principios de Derecho privado, entre ellos el de libertad de forma, los que regulan su régimen jurídico. En el segundo caso, en cambio, las exigencias proceden de un control público sobre las compañías, el cual se manifiesta en la necesidad de contar con una escritura pública, la cual debe inscribirse en el registro.
Abstract
This paper has dealt with the study of the formal requirements applicable to partnership/company agreements. The concept of “formal requirements” refers to two different groups of formal requirements: those applicable to the partnership/company agreement itself and those required to access any of the corporate types regulated by the Peruvian Company Act. Despite the close relationship between the two groups, they show a different legal basis. In the first case, the principles of private law, including freedom of form, regulate its legal framework. However, in the second case, the requirements come from a public control over the companies, which is manifested in the need to have a public deed, which must be entered in the public registry.
Palabras clave: contrato de sociedad, requisitos de forma, sociedades mercantiles; sociedad anónima.
Keywords: company agreement; partnership agreement; company law; requirements of the company agreement; corporations.
Sumario
I.
Introducción.
II.
Autonomía privada y su relación con el negocio jurídico.
1.
Excursus.
Autonomía privada y libertad de
forma.
2.
Autonomía privada y su fundamento. 3. Autonomía privada, sus
manifestaciones
y sus límites. 4. Libertad de forma de los negocios jurídicos. III.
La
forma en el contrato de sociedad.
1.
Exigencias formales aplicables al contrato de sociedad ¿forma ad
solemnitatem o
ad regularitatem?
IV.
Función
de la forma en las sociedades mercantiles. Especial referencia a las
sociedades de capital.
1.
El sentido eminentemente configurador
y constitutivo de las exigencias de escritura pública e inscripción
en el Registro Público.
2. Del mercantilismo al capitalismo. El origen público–político
de las sociedades de capital y el papel del Estado. 3. El movimiento
pendular en la regulación estatal de las sociedades mercantiles. V.
Conclusiones.
VI. Bibliografía.
I. INTRODUCCIÓN**
En ocasiones, al abordar temas relacionados al contrato de sociedad, se han descrito los problemas (y las posibles soluciones) desde una perspectiva basada esencialmente en la regulación positiva de su régimen. En especial, cuando se explica la problemática que plantea la “forma del contrato de sociedad” se tiende a elaborar análisis que, sin dejar de ser rigurosos, enfocan el asunto desde un punto de vista hermético y meramente descriptivo como si el Derecho de sociedades estuviese formado por compartimentos estancos.
En este trabajo pretendo dar una visión un tanto amplia (asumiendo el riesgo de parecer, en algunos casos, poco exhaustivo) de un tema que prima facie pareciera estar suficientemente investigado, o al menos esa es la impresión que genera por la cantidad de veces en que los autores se refieren a la “forma del contrato de sociedad” o tal vez a las “sociedades irregulares”, nociones que, sin embargo, son utilizadas frecuentemente solo para estudiar aquellas situaciones anómalas producidas por el incumplimiento de las formalidades que han observarse al constituir una sociedad. Mi intención es la de recorrer el camino inverso —si cabe la expresión--— valiéndome del concepto de “sociedad regular” para explicar las razones por las cuales la LGS establece determinados “requisitos de regularidad” al ocuparse de la constitución de las sociedades mercantiles.
Resulta razonable que las leyes exijan, por causas diversas, una forma determinada al contrato de sociedad. Curiosamente, el estudio de las razones por las cuales se han impuesto ciertos requisitos de forma permite resolver los eventuales problemas que presentan aquellas sociedades que nacen fuera del ámbito de estas formalidades, como es el caso de las sociedades irregulares, ampliamente estudiadas por la doctrina, y de las sociedades per facta concludentia que, lamentablemente, no han tenido la misma suerte. De esta manera, el estudio de aquellas sociedades que carecen de requisitos de constitución ayuda a entender mejor la razón de ser de aquellos que la ley impone con especial rigor.
Dentro del panorama de la sociedades mercantiles que ofrece el derecho peruano pueden encontrarse casos de regulación imperativa, como la S. A. o la S. R. L., caracterizadas por su sometimiento de una forma ad solemnitatem —en lo que a una tipología se refiere— y, también, situaciones en las que la ausencia de formalidades es notoria, como el poco estudiado condominio de buques o —también llamado— condominio naval, que representa un caso especial y típico de sociedad frecuentemente pactada a través de hechos concluyentes (artículo 602 del C. Com).
No pretendo, como adelanté, ahondar en los temas que tienen que ver con la forma del contrato de sociedad mercantil, mi propósito es dar una mirada amplia a las cuestiones que pueden surgir en relación sus exigencias formales, incidiendo por un lado en las causas que justifican su existencia y la especial intensidad e imperatividad con las que el legislador regula algunos de sus aspectos. En la primera de las dos partes que componen este trabajo, he procurado dar una visión esquemática de la relación que existe entre autonomía privada y la forma de los negocios en el ámbito del derecho privado. La segunda parte está dedicada principalmente a las sociedades de capital, en cual pongo especial atención a “la forma” como elemento esencialmente configurador, basándome en la evolución que ha tenido la regulación de la S. A. y su relación de sujeción al poder estatal.
II. AUTONOMÍA PRIVADA Y SU RELACIÓN CON EL NEGOCIO JURÍDICO
1. Excursus. Autonomía privada y libertad de forma
Resulta un hecho innegable la vinculación que existe entre las disposiciones, de distinto rango, que reconocen, protegen y regulan el ejercicio de libertades individuales relacionadas con en el orden económico (libertad contractual, libertad de asociación, libertad de empresa, etc.) con aquellas normas que se ocupan de la forma de los negocios jurídicos (Vicent, 2004, p. 42). El ejercicio de estas libertades está reconocido y limitado, generalmente, en las constituciones de los Estados dentro de lo que ha sido catalogado como “Constitución económica”. La inclusión de estas disposiciones no son más que desmembraciones o, si se quiere, interpretaciones extensas y, en algunos casos, forzadas, del axioma de la autonomía privada, obra del liberalismo económico, que, después de años de pugna ideológica, parece haberse afianzado en casi todos los ordenamientos jurídicos del mundo. Es este la importancia que tiene la autonomía privada para el derecho civil y, en especial, para el derecho mercantil, que es considerada, cuando menos, como “decisiva” (De Castro, 1985, p. 14). El CCom corrobora aquella apreciación al señalar en su artículo 2 que los actos de comercio “estén o no especificados por este Código, se regirán por las disposiciones contenidas en él”. Esta expresión esconde, como otras (artículo 1255 del CC), una interesante simbiosis entre “reconocimiento” y “limitación” y constituye el tema que desarrollaré en este breve primer apartado a modo de planteamiento inicial.
Según el esquema económico dominante en la actualidad (García–Pita y Lastres, 2003, p. 378 y ss.), son los individuos los que proveen la satisfacción de sus necesidades según su libre apreciación mediante el cambio de bienes o servicios, asociación de fuerzas, prestación de trabajo, préstamo o aportación común de capitales. Es la iniciativa privada el mecanismo motor de toda regulación recíproca de intereses privados (Betti, 2000, p. 45). La autonomía privada es, de esta manera, el principio de autoconfiguración de las relaciones jurídicas por los particulares conforme a su voluntad (Flume, 2001, p. 23). Ahora bien, este poder de autodeterminación reconocido a los individuos requiere de un medio a través del cual pueda manifestarse y cumplir sus fines. El negocio jurídico es la típica expresión de la voluntad de los individuos dirigida a la consecución de los fines o intereses típicamente privados (Ferri, 2001, p. 30). A través de él se adquieren libremente derechos, se contraen obligaciones o se regulan1 relaciones jurídicas.
El principio de autonomía privada posee (como mínimo) un doble aspecto: el de su fundamento y el de su esencia o contenido. En el primero, se contempla sobre qué basamentos se apoya este principio. En el segundo, se trata de determinar lo que este principio es y cuáles son sus manifestaciones, sus límites intrínsecos y sus eventuales restricciones externas (García–Pita y Lastres, 2003, p. 378).
2. Autonomía privada y su fundamento
Tal como está configurada la autonomía privada en la actualidad, se trata de un principio de orden económico que inspira el ordenamiento jurídico, cuyas consecuencias más importantes e inmediatas se relacionan con las reglas de libertad de mercado, libertad de empresa, libre concurrencia económica y libre contratación. Esto quiere decir que la producción, el intercambio y la contratación de los bienes y servicios se realiza por los particulares de manera libre y espontánea (Diez–Picazo, 1996, p. 45). El reconocimiento constitucional a la “autarquía” del individuo no es más que una manifestación de los principios jurídicos sociales del “Liberalismo igualitario y democrático” que se impusieron en Europa durante el siglo XIX (García–Pita y Lastres, 2003, p. 3792). En el caso, por ejemplo, de nuestro país venía incluso reconocido por normas muy anteriores a la actual Constitución. Un rápido vistazo sobre las normas de carácter general y Constituciones anteriores a la de 1979 —que fue la primera en incluir un Título dedicado exclusivamente al régimen económico— demuestra ya algunos intentos iniciales por perfilar determinados principios relacionados con este asunto. Por ejemplo, en la Constitución de 1920 (artículo 37) se reconocía expresamente “la libertad de asociarse y la de contratar”, cuya naturaleza y condiciones —decía el texto— están regidas por la ley (García Belaúnde, 2006, p. 89). La Constitución de 1933 se expresaba en términos similares cuando en el artículo 27 mencionaba que el “Estado reconoce la libertad de asociarse y la de contratar. Las condiciones de su ejercicio están regidas por la ley”.
La Constitución peruana reconoce en el artículo 59 la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado. Esta implica libertad de creación de empresas y libertad en la dirección y gestión de las mismas. Este principio del artículo 59 se encuentra en muy estrecha relación con el reconocimiento de la iniciativa privada en la actividad económica (Diez–Picazo, 1996, p. 45 y ss; Aragón, 1996, p. 170).
3. Autonomía privada, sus manifestaciones y sus límites
El hecho de que la Constitución peruana haya incardinado a la libertad de empresa dentro de “el marco de economía de mercado” implica que el correcto funcionamiento del mercado exige la concurrencia de ciertos presupuestos institucionales que tradicionalmente han sido tipificados por el derecho privado, tales como la libre determinación de los factores productivos, la libertad de acceso y permanencia de los empresarios en el mercado, la libre competencia, la capacidad de autodeterminación y la gestión de la empresa, etc., pero, sobre todo —desde mi punto de vista— la libertad contractual, a cual hay que entender como pars pro toto de la autonomía privada.
En ese sentido, la “libertad contractual” o “autonomía negocial mercantil” (más acorde con el tema que trato aquí) hace referencia a dos cuestiones distintas: por un lado está la cuestión relativa a su esencia como “verdadero derecho subjetivo”, lo que supone un señorío de la voluntad, al servicio de un interés legítimo que le confiere poderes de actuación personal o por representación, oponibles e imponibles a otros sujetos. Este derecho, por tanto, implica elegir entre varias alternativas, en la medida de que tales son libres y su ejercicio “no debería comportar ninguna consecuencia negativa, ni tampoco estar condicionado a carga alguna” (García–Pita y Lastres, 2003, p. 381). La segunda cuestión es la referida al contenido u objeto de esta clase de derecho. La libertad contractual se manifiesta y se reconoce respecto de todos y cada uno de los elementos y aspectos del negocio jurídico (consentimiento, objeto y causa; de su iter formativo, de su forma, etc.). Por lo tanto, existe una libertad reconocida al individuo para celebrar, o no, el contrato o negocio jurídico que se trate, la libertad de elegir a la contraparte, es decir, a la persona con quien se quiere contratar y una facultad de elegir la manera de cómo se manifestará el negocio.
Si a las ideas liberales de los siglos XVIII y XIX debemos la expansión y asentamiento en las legislaciones del principio de autonomía privada, también deberíamos imputarle al liberalismo muchas, o casi todas, las causas que han determinado que esta capacidad de autodeterminación sufra a lo largo del siglo XX una serie de embates, que, si bien no han empequeñecido su papel, lo han restringido considerablemente. Así, el modelo liberal se ha visto sujeto a hondas transformaciones, ya que se ha pasado de un esquema que contaba con un elevado número de agentes económicos de reducidas dimensiones (gobernados por la autonomía privada) a un mercado menos atomizado gracias al impulso de la gran industria y las instituciones financieras. Esto —junto a la limitación concertada de la competencia— se ha traducido en un número cada vez menor de operadores económicos, dando lugar a un correlativo aumento de su tamaño y potencial financiero. El inhibicionismo inicial del Estado liberal ha dado lugar a posiciones cada vez más beligerantes en aras de la corrección de las disfuncionalidades del sistema y de una más equitativa y justa distribución de la riqueza. Como consecuencia de ello, la intervención asistemática y ocasional del Estado ha revertido en una más continuada y reflexiva hasta configurarse una tendencia en la cual el Estado asume la función de control y orientación de la economía (Fernández y Gallego, 1999, p. 57 y ss.; De Castro, 1982, p. 1052).
A pesar de los hechos, coincido con Flume (1998, p. 41) en que no puede hablarse de una “crisis” de autonomía privada, ya que ni siquiera en el siglo XIX pudo haberse entendido este principio como una autarquía del individuo que no claudicara ante las limitaciones derivadas del principio de justicia social. Y esto es así porque resulta más que evidente que esta autarquía no puede ejercerse sin límites, en la medida de que su uso legítimo se entiende solamente en y desde la delimitación efectuada por el ordenamiento jurídico. De hecho, según la Constitución peruana vigente (artículo 43), la república del Perú es “democrática, social, independiente y soberana”. Es así como el principio del Estado social contenido en este artículo 43 —y que se inserta dentro de todos los preceptos de la Constitución— limita, en su propia esencia, a aquellas libertades vinculadas al orden económico y que están reconocidas en los artículos 58, 59 y 62, concretamente la libertad de empresa, y como consecuencia de ella la “libertad de contratación” (García–Pita y Lastres, 2003, p. 385).
El descrito es el contexto en el cual debemos situar, explicar —y entender— a la autonomía contractual. Es por eso que la autonomía contractual de “nuestros días” está concebida, ante todo, como la libertad de elegir entre distintos tipos de contratos que, en principio, están previstos en la ley. Es también determinar, dentro de los límites puestos por la ley, el contenido del contrato, precio, condiciones, lugar, etc.; es, incluso, la libertad de pactar contratos no previstos en la ley o de usar contratos típicos para finalidades atípicas (Galgano, 1992, p. 67 y ss.), pero, en todos los casos, la licitud del acuerdo tendrá que ser contrastada según el criterio del artículo 1352 del CC: “[l]os contratos se perfeccionan por el consentimiento de las partes, excepto aquellos que, además, deber observar la forma señalada por la ley bajo sanción de nulidad”.
4. Libertad de forma de los negocios jurídicos
Como ya había mencionado, autonomía privada, y por tanto “libertad contractual”, implican también libertad de las partes para elegir la forma de los contratos que celebren.
El derecho privado peruano no es la excepción. Tanto en el ámbito civil como (con más motivo) en el mercantil se reconoce el principio de libertad de forma (artículos 143 y 1352 del CC y artículo 51 del CCom). De esta manera, es necesario resaltar que tanto las normas civiles como las mercantiles coinciden en que solo por excepción deberán someterse los contratos a formalidades o solemnidades para su validez y eficacia (artículo 144 del CC y 52 del CCom) (Zegarra, 2012, p. 97)3.
Comúnmente se han clasificado los negocios en “formales” y “no formales”, lo cual no debe llevar a la creencia errónea que existan negocios que puedan prescindir de forma, ya que el negocio, como hecho, no puede ser socialmente reconocible para los demás sin una manifestación externa. Esta distinción parte del criterio de que el derecho puede o prescribir a la autonomía privada el modo del acto —es decir, limitarla—, considerando inoperante uno distinto, o bien dejarla en libertad de elegir los medios más adecuados, siempre que sean admisibles e idóneos para hacer el acto exteriormente reconocible (Betti, 2000, p. 110). Es aquí donde radica la conocida distinción entre la forma ad probationem y la forma ab solemnitatem. En el primer caso la forma tiene un valor probatorio: se puede manifestar positivamente (único medio de prueba admitido) o negativamente (excluyendo ciertos medios), mientras que en el segundo la forma tiene un valor integrativo, ya que se le considera un requisito que se exige al lado de los demás esenciales del negocio (De Castro, 1985, p. 278). Si ella falta, el negocio sería nulo o ineficaz (maior est enim defectus formae ac solemnitatis, quam substantiam).
Sin embargo, y como ya se había adelantado, en materia contractual rige el principio de libertad de forma. Y esto es así porque en el derecho común peruano –y en especial en el derecho mercantil— sigue los parámetros del sistema espiritualista y consensualista en materia de conclusión de negocios jurídicos. Tanto el CC como el CCom son dos normas con clara inspiración liberal, ya que, además del artículo 143 del CC el artículo 51 del CCom, establece lo siguiente: “Serán válidos y producirán obligación y acción en juicio los contratos mercantiles, cualesquiera que sean la forma el idioma en que se celebren [...] con tal que conste su existencia por alguno de los medios que el Derecho civil tenga establecidos”. Es por eso que cualquier medio idóneo para transmitir válidamente la voluntad —incluso la declaración meramente verbal— es admitida por el derecho mercantil como forma de los contratos y eso en consonancia con el moderno derecho de obligaciones y con las exigencias de rapidez y flexibilidad propias del tráfico mercantil (García–Pita y Lastres, 2003, p. 487).
En el ámbito de lo mercantil, ocurre algo parecido a lo visto en algunos contratos civiles. A pesar de que el artículo 51 del CCom reconoce y sienta el principio de libertad de forma, hay casos en los cuales el propio CCom o leyes especiales, exigen a los contratantes el cumplimiento de ciertas formalidades, por lo que habrá que valorar en cada caso si la normativa en vigor considera a la forma como un elemento esencial del contrato —es el caso de los denominados “contratos solemnes o formales”— o si la exigencia tiene solo un alcance puramente probatorio (Sánchez, 2000, p. 135). Y es que —como una ineludible reiteración— ---pareciera ser que siempre la “norma habilitante” —en este caso el artículo 51 del CCom— reclama, por las razones ya expuestas, una regulación —limitación, para ser más preciso— que presenta una serie de excepciones que “merman su amplitud” (Uría, 2002, p. 626). Así, el artículo 52.1 del CCom declara exceptuados, por lo dispuesto en el artículo 51, loa contratos que por disposición legal “deban reducirse a escritura pública o requieran formas o solemnidades necesarias para su eficacia”.
III. LA FORMA EN EL CONTRATO DE SOCIEDAD
1. Exigencias formales aplicables al contrato de sociedad: ¿forma ad solemnitatem o ad regularitatem?
El debate académico sobre la naturaleza contractual de la sociedad ha sido uno de los temas clásicos preferidos por la doctrina y que ha ocupado a los estudiosos del tema durante buena parte del siglo XX. La abundancia de argumentos y la complejidad del asunto ameritan un análisis detallado que aquí no abordaré.
A pesar de esto y aunque el régimen normativo de las sociedades mercantiles contenido en el CCom fue derogado hace mucho tiempo, me parece adecuado citarlo aquí como un elemento a evaluar —especialmente en análisis de la dicotomía contrato/sujeto—. El texto original de 1902 regulaba al “contrato de compañía” y sus particulares distinciones respecto a “la” compañía mercantil. El derogado artículo 125 señalaba lo siguiente: “el contrato de compañía mercantil celebrado con los requisitos esenciales del derecho, será válido y obligatorio entre los que lo celebren, cualesquiera que sean la forma, condiciones y combinaciones lícitas y honestas con que lo constituyan, siempre que no están expresamente prohibidas en este Código”. Este artículo no hace otra cosa que aplicar al caso específico del contrato de sociedad la norma general establecida por el ya mencionado artículo 51, que, claramente, admite como válidos los contratos mercantiles celebrados “cualesquiera que sean su forma”. Como observamos, el CCom no pretendió convertir a las sociedades mercantiles en contratos formales, por lo que la forma —incluso la escrita— adquiere un matiz meramente probatorio (Sánchez, 1996, p. 106).
Sin embargo, el CCom regulaba no solo al “contrato de compañía” propiamente dicho sino también a la sociedad o compañía como sujeto. Una de las primeras menciones la podemos encontrar en el artículo 17. En dicho pasaje se establecía que “la inscripción en el Registro Mercantil será potestativa para los comerciantes particulares, y obligatoria para las sociedades que se constituyan con arreglo a este Código o a las leyes especiales, y para los buques”.
Algo parecido sucedió con el Texto Único Concordado de la Ley de Sociedades Mercantiles, el cual, en su versión original del año 1966, derogó las disposiciones el Libro II del CCom en la sección dedicada a las compañías mercantiles. La interpretación conjunta de los 7 primeros artículos de dicha ley deja clara la opción de legislador de mantener la distinción entre “contrato de sociedad” y “sociedad comerciante persona jurídica”. De hecho, el término “forma” fue empleado en el artículo 1 como una referencia directa a la tipología societaria, tal como explicaré posteriormente.
No obstante, muy peculiar es el panorama actual del Derecho peruano que evidencia la ausencia de legislación positiva sobre el llamado “contrato de sociedad”. El CC no incluye al contrato de sociedad en el listado de los contratos “típicos” y peculiar es, también, la opción legislativa de regular todas las sociedades, mercantiles y civiles, en una misma ley, dando la apariencia —solo eso— de ser un “derecho privado unificado” (García–Pita y Lastres, 2012, p. 30). Como punto de inicio, se podría mencionar que el artículo 1 de la LGS omite pronunciarse directamente sobre qué es la sociedad o, al menos, no atribuye ningún sustantivo que designe algún concepto fundamental del derecho, alejándose así de los propios antecedentes en la legislación peruana que expresamente calificaban a la sociedad como un contrato (García–Pita y Lastres, 2012, p. 48).
La interesante dicotomía entre el contrato de sociedad y “la sociedad” que parece preocupar más a la LGS no ha hecho más que esconder el verdadero sentido de la norma, ya que cuando el artículo 1 emplea fórmulas tales como “quienes constituyen la sociedad…”, o “…convienen en aportar bienes o servicios…”, está implícitamente reconociendo que el negocio fundacional es un contrato (García–Pita y Lastres, 2012, p. 48), con todas las consecuencias que de ello se derivan, incluida la aplicación de los principios relativos a la libertad de forma.
Ahora bien, el problema estriba, en el caso de las sociedades mercantiles, en determinar si es que la LGS o el RRS han previsto disposiciones contrarias para el caso de ellas o si la exigencia de escritura se establece solo como presupuesto para hacer posible el acceso al registro de sociedades4. Desde la perspectiva del negocio jurídico mercantil, no hay nada que diferencie al régimen del “contrato de sociedad mercantil” de aquel que establece el derecho común para los demás contratos, es decir, el contrato será válido y producirán “obligación y acción en juicio” cualquiera que sea la forma y el idioma en que se celebren.
Habría, entonces, que diferenciar los requisitos de forma del contrato de sociedad de los requisitos de regularidad de la sociedad (artículos 5 y 423 de la LGS) los cuales, como es sabido, son dos: escritura pública e inscripción en el registro. Estas exigencias están vinculadas a la “regularidad” de la sociedad descartándose, por eso, que tengan el carácter de forma “ab solemnitatem” del contrato (Girón, 1976, p. 228) al no poderse predicar su esencialidad dado que su ausencia no implica, según la propia normativa de la LGS ni ninguna otra norma, la invalidez o la inexistencia del negocio5.
Todas estas razones son suficientes para entender que, en el caso de las sociedades reguladas en la LGS, el legislador ha querido establecer un régimen distinto tomando distancia del principio general de libertad de forma, imponiendo así la escritura pública y la inscripción como requisito ad solemnitatem pero referido únicamente al acceso a la tipología societaria. La falta de cumplimento de estos requisitos implica que el contrato de sociedad jamás podrá dar lugar a un ente corporativo6. Esta exigencia formal hace posible la correcta configuración del tipo en la medida de que admite como idónea y eficaz la declaración de los contratantes para poder constituir una sociedad mercantil. Así, tal imposición opera de manera efectiva en un plano distinto a la simple perfección del negocio, permitiendo en un “segundo grado” la correcta configuración del tipo elegido (sociedad anónima, colectiva o de responsabilidad limitada) sin que su incumplimiento afecte la validez del contrato.
En el derecho peruano los requisitos aplicables a todas las sociedades mercantiles implican que la escritura pública no hace más que marcar el inicio de un “proceso de fundación” (García–Cruces, 1996, p. 49)7 que, de acuerdo con el mandato legal, concluye eficazmente con la inscripción de la sociedad en el registro. Esto es así debido a que la evolución de la regulación peruana en materia societaria ha mostrado una tendencia unívoca hacia el tratamiento consolidado de todos los tipos societarios, sin crear reglamentaciones paralelas entre sociedades de capital/corporaciones y sociedades de personas, tal como sucede en muchos ordenamientos jurídicos en los cuales los requisitos exigidos a esas últimas prescinden de elementos fundacionales, como escritura pública e inscripción en registro en la medida que la fundación de las sociedades de corte más personalista se caracteriza por ser instantánea o de uno actu.
Aquí radica la importancia de no pasar por alto que, si bien es cierto no puede hablarse de nulidad del contrato —ya sea la sociedad capitalista o personalista— la imposibilidad de acceder al registro (artículos 5 y 423 de la LGS y artículo 3 del RRS) determinaría la “irregularidad” de la sociedad8.
Al margen de la discusión relativa a las consecuencias externas e internas de las sociedades irregulares9, lo cierto es que tal vez lo más claro y evidente en la redacción del artículo 5 de la LGS es la intención de legislador de lograr que todas las sociedades se constituyan mediante escritura pública y obtengan la personalidad jurídica mediante la inscripción (Vicent, 2004, p. 280), ese constituye el supuesto normal y deseable, ya que la irregularidad aunque real y cotidiana (y por tanto no menos importante) no debería extralimitar su papel de supuesto excepcional, ya que es inevitable que una sociedad “no regular” sufra las limitaciones propias de esquema que se aparta de lo que pretende el ordenamiento jurídico (Sáez, 2001, p. 411), independientemente del tipo elegido por los contratantes.
Por todos estos motivos, y dado que la LGS exige inscripción en registro para todas las sociedades, es posible afirmar que el contrato de sociedad, para que sea plenamente válido, solo requiere ser concluido mediante cualquiera de las formas admitidas por el derecho de contratos. Esta contitularidad, de naturaleza obligacional, que vincula a los socios puede nacer, sin una documentación solemne, incluso verbalmente y aún por medio de “facta concludentia”, ya que los requisitos de forma no afectan per se al plano de la constitución de las sociedades, sino al plano de la regularidad/inscribibilidad, y es precisamente en estos casos en los cuales se presentan las consecuencias generadas por la falta de acceso de la sociedad al registro. Por tanto, tenemos que las exigencias de publicidad tienen una función establecida dentro de la idea que parece tener la LGS —y el CCom— de considerar a la sociedad como comerciante —es aquí donde radica la obligación de inscribirla— y por eso es posible de hablar de sociedades regularmente constituidas y sociedades irregulares —o en formación, de ser el caso—.
IV. FUNCIÓN DE LA FORMA EN LAS SOCIEDADES MERCANTILES: ESPECIAL REFERENCIA A LAS SOCIEDADES DE CAPITAL
1. El sentido eminentemente configurador y constitutivo de las exigencias de escritura pública e inscripción en el Registro Público
A) Premisa elemental: la necesaria distinción entre la “forma del contrato de sociedad” y la “forma de la sociedad”
Partiendo, entonces, de todas las premisas antes señaladas, el enfoque correcto de la exigencia de escritura pública e inscripción, en el caso de las sociedades mercantiles en el derecho peruano, es que ambas no deben ser contempladas desde la perspectiva del contrato en sí, sino desde la del tipo societario en particular. La forma pública aparece vinculada a un índice tipológico (Cabanas y Bonardell, 1997, p. 22 y ss.) que sirve a la existencia de un determinado tipo societario y, con ello, a la aplicación de su específico régimen jurídico, pero no tiene mayor relación con la existencia de la sociedad como contrato.
El requisito de escritura pública y de la inscripción tiene carácter ad solemnitatem, en el sentido estricto del término, en la medida de que ante la ausencia de forma solemne el negocio no será nulo o ineficaz. Solo podrá afirmarse que es incapaz de fundar una S. A., una S. C. o una S. R. L., por lo que su inexistencia solo implica el truncamiento del fin perseguido. El efecto de esta exigencia se contrae, entonces, a la correcta formalización del negocio de constitución de las sociedades mercantiles como sociedades típicas incluidas en el catálogo legal y por esa razón a la plena eficacia de la declaración de las partes tiene que sumarse una correcta configuración del tipo elegido10.
Al respecto, conviene citar aquí las palabras de Girón (1976) sobre la fundación de las sociedades, respecto a lo cual afirmaba lo siguiente:
La fundación de una sociedad no siempre es la perfección del contrato: coinciden ambas nociones desde luego en la “societas” meramente obligacional, pero en los tipos legislativos en los que hay que distinguir las relaciones obligacionales y las de organización del ente, no ocurre así. El contrato es parte de la fundación, pero de esta pueden formar parte otros elementos y, por otro lado, en el mismo contrato, hay siempre una porción de su contenido que se refiere a la organización del ente que se trata de hacer nacer. Hay, pues, que escindir elementos de la fundación y elementos del negocio fundacional. (p. 180)
De este razonamiento, se pueden extraer dos conclusiones: la primera es que existe un elemento fundacional común a todos los tipos de societarios mercantiles, sin duda el más importante, que es el elemento jurídico–obligacional del contrato o negocio jurídico fundacional (Pino, 1999, p. 47 y ss.), y la segunda es que sobre el elemento fundacional se integra un exigencia aplicable a todos los tipos sociales, lo que constituye, propiamente, un elemento relacionado con “la fundación” de la sociedad que complementa la voluntad de los socios y que posibilita —en última instancia— la constitución válida un tipo específico de sociedad mercantil. Por ello, en el caso de las sociedades mercantiles reguladas en la LGS, un negocio fundacional —válido— pero que carece de las formalidades del tipo no es apto para asegurar una fijación del vínculo obligacional al régimen propio de la sociedad que se pretende fundar.
B) Forma y publicidad en el ámbito de las sociedades mercantiles
Las exigencias formales relativas a la celebración de todo negocio jurídico tienen un sentido y alcance determinado. Respecto a la primera de las cuestiones, las exigencias formales se justifican en la medida de que la imposición de una forma obligatoria para la celebración del negocio jurídico mercantil. En este caso, el contrato de sociedad persigue esencialmente la protección del contratante contra su propia precipitación (García–Pita y Lastres, 2003, p. 489). La formalidad del contrato obliga a la parte a plantearse su consentimiento, incluso cuando aún no se encuentra vinculado por el contrato. Estas exigencias permiten a los contratantes una posibilidad de reflexionar sobre el contrato que pretenden celebrar por la grave trascendencia económica del mismo para que así puedan volverse atrás, sin por ello incurrir en el incumplimiento de una obligación.
Respecto al alcance de las exigencias formales, han sido tres los principios fundamentales que han inspirado al legislador mercantil a exigir determinados requisitos de forma a las sociedades mercantiles y cuyo incumplimiento han conllevado distintas consecuencias, según los diferentes supuestos y épocas históricas. En primer lugar, se pretende ofrecer una garantía de certeza al negocio jurídico y proporcionar seguridad tanto a los socios como a los terceros, básicamente a través de la impugnabilidad del acto escrito. En el caso de las sociedades capitalistas, se consigue por medio de tres vías: a) la elevación a escritura pública del contrato de sociedad, así como en su caso; b) su control administrativo o judicial y, finalmente, c) la publicidad registral del mismo (Pino, 1999, p. 29).
El segundo de los principios tenidos en cuenta es el de publicidad (Pino, 1999, p. 29). Esto implica que la forma escrita constituye un presupuesto para la necesaria publicidad ad extra o ad tertios del negocio. La forma representa una exigencia necesaria para proporcionar publicidad legal, que despliega su eficacia frente a terceros, ya que a pesar de la eficacia relativa inter partes, que es característica del contrato, negocios jurídicos como el contrato de sociedad generan intereses jurídicos dignos de protección.
Precisamente este tipo de contratos —los de sociedad—, en cuanto contratos de organización capaces de dar lugar a entes dotados de personalidad jurídica, son acuerdos en los que se precisa facilitar su conocimiento, a cuyo efecto entra en juego el recurso técnico de la publicidad. Si fuera posible el conocimiento de terceros directamente, mediante notificación, no se precisarían otros procedimientos. Pero como aquella carga no puede generalizarse, se emplean otros instrumentos de los cuales el más perfecto es el registral: la inscripción permite un juego de imputabilidad del desconocimiento del negocio susceptible de inscribirse, de la cual arranca la “publicidad legal”.
Esa es otra razón por la cual es inadmisible asumir que la forma del contrato social tenga que ser ab substantiam, porque, de ser así, su incumplimiento implicaría la inexistencia o nulidad de la sociedad, algo que está en contra de la finalidad que el legislador persigue con la imposición de los requisitos formales, que es la protección de los terceros de buena fe11. Esa es la función de la publicidad registral, en un registro de sujetos de tráfico, y no el ser condición a la que se sujete la validez o existencia del acto. En la disciplina del Registro Mercantil, la falta de inscripción tampoco lleva aparejada la sanción de multa, la no inscripción se contempla; por tanto, desde el ángulo de la publicidad, desde la perspectiva del tercero y su protección, y a esa idea van anudados sus efectos (García–Cruces, 1996, p. 30).
Precisamente, el efecto más importante del registro constituye el tercero de los principios tenidos en cuenta por el legislador al regular las exigencias formales, este principio es el de la oponibilidad. El efecto típico de todos los actos y contratos es el de su oponibilidad frente a terceros cuando son válidos y cumplen además con el requisito de su publicidad legal al posibilitar a aquellos su conocimiento (Pino, 1999, p. 31). En consecuencia, los documentos sujetos a inscripción son eficaces frente a terceras personas, aunque —de hecho— lo ignoren, y los documentos sujetos a inscripción y no inscritos no perjudican a terceros (García–Cruces, 1996, p. 31 y ss.).
Son, pues, la publicidad y la oponibilidad dos buenos pretextos que justifican este “enclave” del orden público dentro del derecho de sociedades, claramente exorbitante en el caso de las sociedades capitalistas. Es así como esta “hipertrofia” de las reglas de orden público viene motivada por dos grandes fines. Por un lado y, en primer lugar, la protección de los terceros, ya que estos cuando negocian con una sociedad deben conocer las garantías que les ofrece el tipo social y los poderes que ostentan sus órganos sociales y/o sus representantes (especialmente quienes asumen obligaciones a su nombre). Aquí la palabra “terceros” puede parecer hasta un término equívoco, es decir, hay terceros respecto de los socios y también los hay respecto de la sociedad. Frente a los primeros opera la técnica de la personalidad jurídica que produce una “partición afirmativa de bienes o activos” que hace posible la existencia de un acervo patrimonial propio del ente, estos bienes funcionan como una especie de garantía flotante a favor de sus acreedores. Respecto a los otros, la responsabilidad limitada produce una “partición defensiva” que reserva activos de los socios exclusivamente para sus acreedores personales12. Es por eso que las disposiciones relativas a la constitución de las sociedades no solo son simples “normas contractuales”, son —sobre todo— parte del “derecho de organización”, el cual, además, atribuye a la sociedad la titularidad sobre los bienes aportados (Morse, 1995, p. 14 y ss.), estableciendo así una suerte de blindaje sobre estos frente a posibles reclamaciones de los acreedores de los socios o de sus directivos, evitando incluso que los propios socios retiren bienes que forman parte del capital social.
Esto explica la fundada percepción de que algunas sociedades poseen un estatuto “flexible” (Hansmann y Kraakman, 2004, p. 8), como las Sociedad Colectiva o la Comandita Simple, ya que, como es sabido, en estas formas societarias los socios (todos o algunos según el caso) responden, personal e ilimitadamente —aunque subsidiariamente—, por el pasivo. Esta garantía es fundamental porque asegura suficientemente la protección de los acreedores. Por el contrario, en el caso de la S. A. o de la S. R. L., los acreedores no pueden recurrir contra los socios por lo que el activo social es su única garantía, lo que justifica la imposición de un estatuto más apremiante caracterizado por ofrecer un espacio más reducido a la discrecionalidad de los contratantes.
La segunda de las razones que explica la intervención del orden público mediante exigencias formales es, también, una finalidad la protección, pero ya no de los terceros acreedores sino de los propios socios, no solo contra su propia precipitación como se mencionó antes, sino también contra el aislamiento y/o abuso de los fundadores o los directivos de la empresa garantizándoles una información y derechos mínimos, hecho que adquiere singular importancia sobre todo en aquellas sociedades que recurren al ahorro público. Visto de este modo, las exigencias formales forman parte de la función “reguladora” que tienen las normas que podríamos aglutinar bajo el rubro de “legislación societaria” y cuya finalidad es establecer las condiciones que han de ser cumplidas para lograr de forma correcta la constitución del ente corporativo además de todas aquellas otras que tienen que ver con la protección de los socios, acreedores y terceros de los peligros inherentes al funcionamiento de la sociedad en el mercado (Guyon, 2002, p. 23 y ss.).
En este panorama resulta lógico que las exigencias de documentación pública e inscripción registral sean establecidas con absoluta necesidad y estricto carácter constitutivo por la LGS. Solo el cumplimiento de ambos requisitos confiere a las sociedades la personalidad jurídica y, por tanto, el régimen de limitación de la responsabilidad de los socios y la autonomía del patrimonio social.
La doctrina de la personalidad jurídica es una construcción esencialmente funcional, en la medida que sirve para resolver problemas de índole práctica. Dado que la sociedad es algo más que la simple suma de los socios, la persona jurídica no es más que una forma o instrumento jurídico para lograr, de modo más adecuado, los fines sociales. Es un sistema de unificación de relaciones jurídicas, obtenida mediante la configuración de un nuevo sujeto detentador de derechos y con aptitud para contraer obligaciones, que tiene además plena capacidad jurídica, tanto en las relaciones internas como en las externas. Desde esta perspectiva, no es difícil, entonces, entender por qué la autonomía es tal vez el rasgo más notorio que caracteriza a la persona jurídica, y lo es de tal manera que en el tráfico jurídico la sociedad es un tercero respecto a cada uno de sus propios socios, mantiene un patrimonio ajeno al de ellos y, en su condición de empresario, soporta todas las cargas propias de ese status, como llevar una contabilidad ordenada y adecuada al ejercicio de la empresa.
Es así como los requisitos legales referidos a un contenido extensivo de la documentación e inscripción primera de la sociedad atienden a la cuestión de una oportuna transparencia en la reglamentación del supuesto en cada caso aplicable, sin que pueda evitarse que sea la propia LGS la que completa la falta de previsión negocial. Tradicionalmente, las sociedades de capital han evidenciado una mayor prevención funcional, en el momento constitutivo, al estatuto del empresario y del Derecho público acaso aplicable. La regulación progresivamente intensiva e imperativa puede reducir así la posible particularidad añadida por las partes (Espina, 2003, p. 524).
2. Del mercantilismo al capitalismo. El origen público político de las sociedades de capital y el papel del Estado
Parece claro, y concuerdo con esta apreciación, que la exigencia legal de la forma para el negocio fundacional de una S. A. (la sociedad capitalista por excelencia) tiene, sobre todo, un fundamento histórico–político, antes que dogmático, que hunde sus raíces en la propia historia de la figura. En todo caso, el factor común a lo largo del itinerario histórico de la S. A. ha sido que su constitución siempre se ha visto sometida a un control estatal de intensidad variable que ha ido desde el antiguo sistema de concesión, en el cual la sociedad se constituía mediante un acto discrecional y especial del poder público documentado en un octroi, hasta un sistema normativo como el actual, que determinó la aparición de un sistema registral de control (Sánchez, 1996, p. 116).
La decisiva intervención del poder público estuvo ligada a las primeras formas de sociedades por acciones, ya no solo en lo que a su constitución se refiere, sino, incluso, a su funcionamiento que, en algunos casos, estuvo expresamente regulado (Fernández, 1998, p. 37 y ss.). La naturaleza pública subjetiva del acto constitutivo de aquellas primitivas sociedades se cimienta en el siguiente hecho: todas estas compañías compartían un origen real, una intervención del monarca en su funcionamiento y eran detentadoras de determinados privilegios concedidos por el mismo soberano. Y es que el momento constitutivo de un sujeto societario siempre ha sido considerado por los poderes públicos como un momento definitivo en la intervención pública que se articula sobre el nuevo ente, ya que supone el nacimiento de una persona jurídica que tiene la posibilidad de operar independientemente de los socios o accionistas que integren su capital (Fernández, 1998, p. 38 y ss.).
No le faltaba razón a Garrigues (1971, p. 214 y ss.) cuando afirmaba que la S. A. no ha nacido gracias al capitalismo sino gracias a la monarquía absoluta del siglo XVII. En todo caso, lo que sí ha hecho el capitalismo es convertir a la S. A. en institución privada y liberarla del Estado en su constitución y en su funcionamiento13. Obviamente esta “liberación” no ha sido absoluta ni mucho menos. Esta valiosa reflexión permite enfocar el fenómeno de la intervención reguladora del poder público en su dimensión real. Para eso hay que determinar, entonces, la dirección que ha seguido el iter evolutivo de las sociedades de capital y que ha determinado que hoy sean consideradas instituciones jurídico–privadas. Un buen punto de partida sería la respuesta que se dé a la siguiente interrogante: ¿dónde o a partir de qué se originaron las sociedades de capitales?
En su origen, la S. A. fue un privilegio concedido por el Estado. Al parecer, la historia de la S. A. comienza en Holanda a principios del siglo XVII14. Los holandeses crearon una nueva forma jurídica en la cual se sustituyó la base personalista de las antiguas sociedades por una base capitalista. Sin embargo, lo curioso de todo esto es que inicialmente las acciones no se crearon con objetivos mercantiles, sino para empresas de descubrimientos geográficos y colonización dirigidas por el Estado. A estas primeras formas de compañías se les conoce como “compañías privilegiadas”, ya que no solo eran constituidas por mediante un “acto de privilegio” del soberano, sino que, además, detentaban una serie de especiales prerrogativas como un monopolio de naturaleza comercial, poderes en el orden militar y político en las colonias, exenciones tributarias, y otras más de diversa índole (Girón, 1976, p. 154).
Como puede apreciarse, las compañías privilegiadas tenían una total dependencia frente al Estado, ya que era el Estado el que creaba la sociedad, mediante un acto de incorporación por medio del cual la compañía adquiría también los privilegios de los que gozaba. Al frente de la compañía estaban los altos dignatarios del Estado, a través de ordenanzas reales se convocaban a juntas generales, se fijaban los dividendos y se establecían las aportaciones. Además, había otra nota característica de estas sociedades que era la desigualdad de los derechos sociales. Así, los grandes accionistas tenían derecho exclusivo a elegir a los miembros de los directorios, derecho a fijar los dividendos y, en general, derecho a decidir sobre los asuntos importantes de acuerdo con los directores de la compañía (Garrigues, 1971, p. 123).
La S. A. nació durante la era mercantilista como respuesta jurídica a la necesidad económica de una nueva institución que sirviera para la explotación comercial del capital procedente de los descubrimientos geográficos. El gran incremento de capitales llegados a Europa afectó a las economías de los nacientes Estados que optaron por una política económica orientada a la acumulación de metales preciosos, por eso es que los Estados procuraron incentivar las actividades productivas con la finalidad de multiplicar las reservas monetarias. Esta concepción económica a la que se conocería luego como “mercantilismo” se tradujo en una constante injerencia de los poderes públicos en el comercio, hasta entonces abandonado casi exclusivamente en manos de la iniciativa privada, para convertirlo en objeto de un inmoderado afán de protección (Hierro, 1998, p. 36 y ss.).
Este intervencionismo público estaba justificado incluso cuando, posteriormente, la dinámica de capitalismo moderno intervino decisivamente en la expansión de la S. A. hacia otros sectores de la economía, ya que, siendo la S. A. la máquina preferida del sistema capitalista, se convirtió pronto en un instrumento muy eficiente de acumulación de riqueza, cuya actuación ad extra preocupaba, y preocupa, mucho al Estado, en claro contraste con la escasa importancia que tradicionalmente se le ha dado a las sociedades personalistas como la comanditaria simple o la colectiva (Garrigues, 1971, p. 125). Es así como las sociedades por acciones lideraron el tránsito a un nuevo orden económico extendiéndose a las actividades industriales y bancarias, aunque su verdadero apogeo lo alcanzan en el siglo XIX a raíz del desarrollo generalizado del gran comercio ultramarino. A ello también contribuyó la progresiva desaparición de las excepcionalidades y monopolios propios de la naturaleza privilegiada de la compañía colonial cuya extinción se aceleró a raíz de la revolución industrial y sus nuevas exigencias de financiamiento. En todo caso, el papel de la S. A. como entidad acumuladora de capital, proveniente ahora de los particulares, y protagonista activo de la economía nacional determinó que el Estado no liberara del todo el régimen de constitución y de funcionamiento, a pesar de que las compañías comenzaron a ensanchar de manera inusitada la lista de “objetos sociales” que realizaban15.
Bastante gráfico resulta el desarrollo de las primeras formas de S. A. y su particular relación con el poder público. Dos características en la evolución de estas sociedades tempranas (condiciones de entrada y responsabilidad limitada) podrían ayudar a entender mejor el planteamiento que aquí sostengo. Como se ha mencionado, la “teoría de la concesión” explica que en un primer momento el Estado detentaba un poderoso derecho de veto que le permitía decidir, casi arbitrariamente, a qué compañías otorgaba el beneficio de la incorporación y a cuáles no. En Inglaterra, por ejemplo, la Bubble Act de 1719 prolongó el poder del Parlamento para aprobar los estatutos de las sociedades hasta bien entrado el siglo XIX, aunque su giro final hacia el sistema de libertad de constitución precedió a los cambios (permanentes) en Francia y Alemania. Dicho esto, podría pensarse, con razón, que fue el naciente capitalismo quien liberó a las compañías del poder estatal (Davies, 1997, p. 24). En realidad, lo hizo en parte, ya que en la segunda mitad del siglo XIX el reconocimiento del principio de libertad de constitución vino anudado a la obligación de los socios de inscribir a la compañía, aunque es innegable que, gracias al impulso de las compañías, la nueva tendencia empezó a extenderse por Europa (Pistor et al., 2002, p. 14).
El reconocimiento de la responsabilidad limitada sería el paso siguiente. Aunque se considere que el desplazamiento del derecho de constitución del Estado a los socios, ello significó la renuncia el control posterior sobre las modificaciones de los estatutos; sería exagerado asumir que la regulación se tornó excesivamente laxa (Pistor et al. 2002, p. 15). Me explico, la evolución de la compañía en sus primeras fases determinó que siga habiendo un control ex ante por parte de la Administración pública. No se trata de un control referido a su ingreso al mercado desde el punto de vista económico (garantizado hoy por la libertad de concurrencia), sino que, por el contrario, se trata de un control jurídico ajustado en primer lugar a un régimen amplio y general y, de ser el caso, al mercado específico donde la empresa desarrollará su actividad (banca, seguros, mercado de valores). Así, este sistema de alguna manera ha perdurado hasta nuestros días.
Son estas las coordenadas donde habría que ubicar la exigencia de forma, en el caso específico de las sociedades de capital, en la medida de que pretende asegurar un doble control —notarial y registral— de legalidad, referido al momento fundacional de la sociedad (Sánchez, 1996, p. 116). Estos dos requisitos constituyen los medios a través de los cuales el Estado ejerce un control ex ante sobre las sociedades, dejando claro que solo podrán obtener la estructura propia del tipo elegido si es que ambos requisitos son cumplidos. Es allí donde reside el carácter estrictamente configurador de la inscripción, ya que la S. A. y la S. R. L. solo existen plenamente como tales, es decir dotadas de “su propia personalidad” cuando acceden al registro.
Es así como las exigencias formales penetran en el corazón mismo de la sociedad moldeando determinados aspectos que atañen directamente a la actividad y organización del ente, razón suficiente para que los rigores de la forma alcancen también a los estatutos en su calidad de parte integrante de la escritura de constitución. Es aquí donde otra vez hace su aparición el poder público limitando la autonomía contractual de las partes, ya que si bien es cierto no puede dudarse del carácter negocial, y por tanto contractual, de los estatutos sociales, su eficacia —como la de muchos otros contratos— deriva de su acomodación al ordenamiento jurídico, de tal manera que el cambio sustancial de ese orden jurídico impone el cambio de aquellas disposiciones estatutarias que se viesen afectadas bajo pena de resultar ineficaces, por lo que su contenido se encuentra sometido a un previo control y calificación por parte del registrador público.
Así, caben dos lecturas del acto de incorporación: por un lado, estamos ante un acto administrativo que incorpora al nuevo ente dentro de una relación directa y permanente con la Administración pública registral. Este acto habilita a la administración para que realice posteriores intervenciones sobre la sociedad que van desde la legalización de libros hasta la inscripción de determinados acuerdos. Se ha pasado de una tradicional, y única, función de inscripción a la acumulación de potestades que permiten un mayor control del nuevo ente mercantil (Fernández, 1998, p. 135).
En segundo lugar, la inscripción de la sociedad constituye, si se me permite el término, el “punto de inflexión” en aquel iter formativo o proceso complejo de constitución al que tanto se refieren algunos autores y que culmina con la inscripción de la sociedad en el registro. Es el momento que separa los conceptos de S. A., S. R. L., de los de sociedad en formación, sociedad irregular o del puro contrato de sociedad en sí.
Sin embargo, estas dos dimensiones del acto de inscripción comparten una misma razón de ser. El control que el Estado ejerce sobre las sociedades, en cuanto agrupaciones económicamente significativas, busca de alguna manera equilibrar los privilegios sociales o corporativos que a través del sistema normativo les otorga: estructura corporativa, libre transmisibilidad de las acciones o participaciones, limitación de la responsabilidad, se separa, en definitiva, la gestión de la empresa de la propiedad de la misma. De alguna manera, se entiende que la participación de estas sociedades en el tráfico económico implica un riesgo para los terceros y la Administración pública (Capilla, 1984, p. 121). Esta compensación se lleva a cabo mediante un régimen imperativo mínimo, más o menos intenso dependiendo del “tipo social” elegido por las partes y que van a condicionar toda la vida social. Y en caso del acto fundacional de las sociedades capitalistas, el grado de imperatividad se considera tan alto que prácticamente no hay sitio para la autonomía privada16.
Finalmente, el análisis de la intervención estatal sobre el control de las compañías estaría incompleto si se considera que este solo se limita a un control previo tal como lo he comentado. Hoy en día se evidencia una tendencia bastante extendida, y además sobradamente justificada, que las normas de orden público no solo prevén un control sobre el momento fundacional, sino que en determinados casos este control es anterior y puede incluso revestir la forma de una autorización o una habilitación previa para constituir la sociedad como lo es en el caso de aquellas compañías que recurren al ahorro público, aunque este control se articula a través de normas que escapan del ámbito estrictamente societario y que son más propias del derecho administrativo. Visto de este modo, me parece, por lo menos, discutible entender que el régimen imperativo relativo a la constitución de las sociedades implique un orden público societario que vaya más allá de una finalidad de protección (entendida en un sentido lato, como el que aquí se ha manejado, es decir, referida a los socios, a los terceros, a los inversionistas y hasta incluso al Estado).
3. El movimiento pendular en la regulación estatal de las sociedades mercantiles
La intención de este breve repaso por la historia de la S. A. es demostrar que no es del todo cierto que el llamado “sistema normativo” haya sustituido enteramente al sistema de concesión propio de la monarquía absoluta, tanto así que aún hoy nos movemos dentro de lo que se ha llamado el “paradigma de la inscripción constitutiva” o “paradigma institucional” (Paz–Ares 1997, p. 168 y ss.), a pesar de que entre la S. A. y la compañía colonial es evidente que se han producido numerosos cambios. Lo que persigue este paradigma, y es lo que he tratado de explicar a lo largo de buena parte de este trabajo, es definir con precisión cuales son los “elementos configuradores del tipo” aplicables a cada sociedad (que abarcan desde la fundación hasta su liquidación), partiendo de un sustrato amplio y permisivo de libertad de forma hasta una arquitectura reglamentada minuciosamente y que, por decir lo menos, encorseta a la autonomía de las partes. Lo que ocurre es que estamos ante un movimiento pendular de la política de control de las corporaciones, que ha pasado de un momento inicial caracterizado por la intervención ilimitada del poder público en la fase de constitución, una etapa intermedia de libertad (Garrigues, 1971, p. 123) reconocida al ciudadano, y finalmente un retorno hacia papel protagónico del Estado en la labor de control. La intervención del Estado se articula ahora a través de estructuras normativas que están evolucionando constantemente hacia formas más complejas de regulación (Paz–Ares, 1997, p. 173 y ss.) y que dan la impresión de que viniesen acompañadas de una presunción de “inderogabilidad” que parecen constreñir más a la autonomía privada, sobre todo en ámbitos particularmente sensibles de la economía (García–Pita, 2003, p. 393), como las empresas involucradas en el mercado financiero o que captan fondos de terceros (Fernández y Gallego, 1999, p. 135 y ss.).
Naturalmente no entraré en la discusión sobre si es el sistema normativo el que ofrece más ventajas que problemas o si ocurre lo contrario. Independiente del nombre que se le asigne al sistema que actualmente está en vigor (normativo, de inscripción constitutiva, o institucional), lo importante es saber el por qué de las previsiones que toma respecto a las sociedades mercantiles y en qué se basa para aplicar un régimen distinto según se trate de una sociedad capitalista o personalista. He usado como referencia la S. A., y en menor medida la S. R. L., porque, gracias a su éxito y a la gran expansión que ha tenido a lo largo del posmodernismo, la distinción entre los regímenes jurídicos de las sociedades personalistas y capitalistas se ha acentuado. Es un hecho innegable que los sistemas legales tratan con excesiva cautela ya no solo la constitución de la S. A. o de la S. R. L. sino su vida misma, ajustando con estrictez los mecanismos jurídicos que determinan su nacimiento, su funcionamiento y los que acompañan a su extinción.
Es por eso que creo que el planteamiento respecto a las formas imperativas tiene que enfocarse como una “intromisión” de la autonomía privada, luego reconocida en las constituciones, que ha ido robando espacio al poder público (y no al revés), pero que, a pesar de eso, no ha podido liberar de todo el régimen formal de las sociedades mercantiles. En el caso de las sociedades personalistas, la aplicación de un régimen menos apremiante se fundamenta en la medida de que estas, por su propia estructura, gozan de menos “privilegios” o los —pocos— que tienen no representan “amenazas” mayores para terceros contratantes en el mercado, si además de eso consideramos la menor relevancia que tiene en su ámbito el concepto y la función de personalidad jurídica (solo basta analizar el caso de la Partnership inglesa o la Offene Handelsgessellschaft alemana), la responsabilidad “solidaria” e ilimitada de los socios, la unanimidad de las decisiones, los graves impedimentos para transmitir las participaciones, etc., pero, sobre todo, la poca importancia en términos económicos (Añoveros, 1998, p. 150 y ss.) que tienen hoy en día, pienso que este esquema de las normas, aunque formal (respecto a su “tipología” y no a la validez del contrato) pero a la vez evidentemente menos engorroso, está plenamente justificado (Morse, 1995, p. 5; Maitland–Walker, 1993, pp. 154, 155, 444 y 445).
Y digo “formal” porque es importante no perder de vista que si bien tanto el CCom como el CC se adscriben a lo que podría llamarse un “sistema espiritualista” o “consensualista” en lo que a contratos se refiere, eso no significa, en ningún caso, que los contratantes estén exentos de cualquier obligación relativa a la inscripción de las sociedad en el registro, ya que estando inmersos en un sistema de inscripción constitutiva, la correcta configuración del tipo solo puede adquirirse a través publicidad legal, esto sin olvidar la relación fundamental que parece establecer la norma peruana entre publicidad jurídica y los privilegios superlativos como la responsabilidad limitada y la estructura corporativa. La inscripción determina, entonces, del momento en el cual la sociedad irregular (entiéndase válidamente constituida pero carente del requisito ad regularitatem) o en formación, adquiere con plenitud el status que las normas establecen para cada tipo de sociedad, es decir cuando se produce la adquisición de “su” personalidad jurídica.
De esta manera, es bastante significativo el hecho de que entre una sociedad mercantil irregular (personalista o capitalista) y una sociedad colectiva exista apenas diferencia en el régimen aplicable, fundiéndose todas aquellas situaciones anómalas en un régimen de responsabilidad ilimitada, gestión conjunta y demás características propias del régimen de la colectiva, todo esto sin negar que —con absoluta certeza— en el derecho peruano una sociedad irregular no se “transforma” en colectiva por mandato legal. La poca trascendencia (en términos prácticos) que implica la inscripción de la sociedad colectiva se traduce principalmente en la escasa importancia que tiene para el régimen de responsabilidad por las deudas sociales y, en consecuencia, los casi nulos “riesgos adicionales” que tienen para los terceros que contraten con la sociedad (Gardeazábal del Río, 2004, p. 22 y ss.).
En el caso de las sociedades de capital, lo que persiguen los requisitos formales exigidos es una mayor prevención funcional en donde transparencia y la reglamentación son los elementos claves. Dado que en las sociedades la disposición al fin común tiene un sustrato contractual (en el caso de la comunidad hablamos de una gestión del interés compartido que no crea una unidad a partir de la titularidad plural), y que por su condición de comerciantes tienen una especial vocación a actuar y contratar en el mercado, siempre en el sustrato de la discusión sobre las exigencias formales estará presente la difícil convivencia entre el principio de seguridad jurídica y la agilidad del tráfico jurídico–mercantil (Espina, 2003, p. 524).
De la misma manera que existe una imposición para constituir determinados derechos reales mediante la inscripción registral, porque el legislador entiende que por su importancia económica es preferible que su constitución goce de una adecuada publicidad y que sus efectos sean oponibles erga omnes, de esa misma forma es que es que busca que las sociedades adquieran “su personalidad jurídica” entiéndase (desde una perspectiva tipológica) como S. A. o como S. R. L. a través de la forma pública y la inscripción en registro, lo que implica el paso por el “doble filtro” (notarial y registral) antes comentado. Por este mecanismo se vigila la legalidad del acuerdo de las partes y se pone a disposición del mercado, en sentido general, la información más relevante relacionada con el nuevo ente: los nombres de los fundadores, cantidad de los aportes a los que se obligan los socios, los nombres de los primeros administradores, domicilio social, capital social, la forma como se pagarán los dividendos pasivos si es que los hay, número de acciones (o de participaciones), restricciones a la libre transmisibilidad de las acciones, etc.
Parece ser, entonces, que la historia de la S. A. vuelve a cerrarse sobre sí misma y vuelve al punto de partida: de la entera dependencia del poder público se pasó a la independencia para volver nuevamente a una intromisión creciente del Estado, quien parece no querer abdicar de la función tutelar bajo la cual nació la S. A. (Garrigues, 1971, p. 121). El Estado se preocupa por defender los intereses de los inversionistas, de los terceros que contratan con la sociedad, de los socios y tal vez se defiende a sí mismo del poder de las grandes sociedades. Esta intervención de la administración en lo que en principio es una relación jurídico–privada (Fernández, 1998, p. 90) tal vez sea el precio del éxito17 y la importancia que la S. A., y las demás sociedades mercantiles en distintos grados, tienen dentro de la economía moderna.
V. CONCLUSIONES
1. En el Perú la discusión sobre el alcance de los requisitos formales exigidos al contrato de sociedad ha ido perdiendo, casi de forma inexplicable, su sustento normativo en la legislación societaria. El contrato de sociedad no está regulado en el CC y la reforma legislativa que culminó con la aprobación de la LGS ha dejado, casi a la imaginación, la justificación jurídica de que las sociedades tienen su origen en un contrato.
2. Esta situación justifica en buena medida este trabajo. La LGS no es una norma de sociedades mercantiles, es una “ley general” que regula también a las sociedades civiles e, incluso, algunos contratos que, aunque de naturaleza mercantil, no son sociedades. La opción del legislador peruano por reunir en una sola norma, con un listado amplio de reglas genéricas, a tipos societarios tan disímiles, podría generar la impresión que los mismos evolucionaron en momentos más o menos coincidentes o a partir de situaciones similares o que, en todo caso, buscaban facilitar actividades económicas equivalentes. Eso no es así. La sociedad anónima y la sociedad colectiva tienen más diferencias que similitudes y esa es la razón por la cual en muchos países se regulan mediante técnicas distintas, que separan aquellas sociedades por acciones o de estructura corporativa compleja de los fenómenos asociativos de corte más personalista en donde la creación de un ente jurídico con personalidad propia, distinta a la de los socios y con patrimonio separado, no constituye la principal preocupación.
3. En ese contexto está claro que la “sociedad contrato” no queda al margen de la aplicación de los principios de corte dispositivo que se aplican a la contratación entre privados. Específicamente relevante es el principio de libertad de forma reconocido tanto en el CC como en el CCom y que resulta ser suficiente para afirmar que para pactar un contrato de sociedad no es necesaria forma solemne. La manifestación de voluntad puede ser expresa, oral o escrita, o tácita.
4. Por el contrario, no puede decirse lo mismo de las exigencias formales que el ordenamiento prevé para lograr que un contrato de sociedad pueda adscribirse a una “forma”, entendida esta como “tipo” de sociedad, lo que configuraría una exigencia de segundo nivel. De este modo, para que el pacto pueda generar los efectos internos y externos de un tipo de sociedad específico será necesario que el mismo conste en escritura pública y esté inscrito en los Registros Públicos. La LGS se ocupa únicamente de este aspecto, lo que explica su desentendimiento del contrato de sociedad, reservándole una atención casi testimonial únicamente cuando regula los supuestos de “irregularidad societaria”.
5. La explicación de la importancia de una forma pública no puede encontrase fuera de la evolución histórica de la propia sociedad anónima, paradigma actual de las sociedades de capitales y que, por su versatilidad, supo adaptarse bien al entorno cambiante que supuso el tránsito del mercantilismo al capitalismo. La intervención estatal en la fundación de una sociedad anónima no es otra cosa que un rasgo de su pasado como entidad de derecho público, del cual solo en apariencia parece haberse liberado del todo, en la medida de que factores de distinta índole han determinado un intervencionismo del poder público cada vez más intenso, no solo en su nacimiento, si no también en su gestión e, incluso, extinción.
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1 La autonomía privada consiste también en un poder de crear derecho, es decir, generar normas de alcance limitado teniendo en cuenta su fin último, que es el interés particular o privado. La norma general —estructurada en base al interés de la comunidad— habilita a los individuos para crear derecho objetivo. Se trata de una “autorización” —y no de una “delegación”— que permite al individuo concretar negocios particulares para la consecución de fines privados (véase Ferri, 2001, p. 23 y ss. en especial pp. 27, 28, 29 y 30).
Esta no es una posición aceptada por toda la doctrina. En realidad este debate ha ocupado muchas páginas desde que Savigny denunciara que la “expresión plurívoca autonomía” ha contribuido mucho al “error” de entender que el individuo en el campo de vigencia del principio de autonomía privada crea derecho (véase Flume, 1998, p. 28).
2 Según otras interpretaciones de los hechos, el principio de autonomía privada sufrió un proceso de expansión de su ámbito gracias a que recién en los siglos XVIII y XIX se le reconoció la categoría de “valor” (véase Flume, 1998, p. 39 y ss.; De Castro, 1985, p. 14).
3 Sobre el alcance de la libertad de forma en los contratos, véase De Castro, 1985, p. 281 y ss.; Fajardo, 2003, p. 417 y Martínez de Aguirre et al., 2000, p. 336, quienes, además, añaden la regla general de la libertad de forma pertenece al ámbito de la libertad de los contratantes de emitir su consentimiento bajo el molde formal que tengan por conveniente (véase también Sánchez, 2000, p. 135; Paz–Ares, 2004, p. 220; Fernández y Sánchez, 1994, p. 270; Concepción, 2003, p. 31; Uría, 2002, p. 626).
4 Existen ordenamientos jurídicos, como el español, en donde la regulación diferenciada de las sociedades de capital y las sociedades de personas conduce, muchas veces, a conclusiones distintas, incluso asumiendo como válida la aplicación general de las normas sobre el contrato de sociedad que se encuentran en las normas de derecho civil. En este sentido, Girón véase Tena, 1976, p. 228 (y, del mismo autor, 1947, p. 58; 1951, p. 1330 y ss.), ideas posteriormente desarrolladas en Paz–Ares, 1992, p. 1338 y ss.; Pantaleón, 1997, p. 1380; Cabanas y Bonardell, 1997, p. 376 y ss.; García, 2000, p. 58 y ss.
5 En ese sentido, véase Broseta, 2002, p. 276; Girón, 1976, p. 228 y ss.; y García–Pita, 2001, p. 39.
6 Para una visión general, véase Vicent, 2004, p. 280 y ss.; también Díez–Picazo y Gullón, 1992, p. 523; Santos, 1996, p. 309 y ss.; Sánchez, 1996, p. 104 y ss.
7 El autor lo llama “proceso de carácter gradual”, el cual se compone de dos grandes momentos (formalización del negocio en escritura pública e inscripción en registro). También, dejan constancia de ello, en términos similares, Cabanas y Bonardell, 1997, p. 23 y ss.; Sáez, 2001, p. 23 y ss.; Farias, 2001, p. 76 y ss.
8 En ese sentido, véase Girón, 1951, p. 1327; Vicent, 1978, p. 857 y ss. El requisito de la escritura pública sería más que todo ad irregularitatem, es decir, un instrumento para la inscripción registral y la obtención de los beneficios de esta publicidad legal frente a terceros. Asimismo, véase Langle, 1950, p. 16 y ss.; Cabanas y Bonardell, 1997, p. 66 y ss.; Farias, 2001, p. 3.
A pesar de esto, y según Uría (2002, p. 174), el concepto de sociedad irregular fue elaborado en consuno por la jurisprudencia y la doctrina como un argumento para sostener que el contrato de sociedad mercantil no es un contrato solemne, posición de la cual discrepa —o al menos califica de “dudosa”— al señalar que el artículo 117 del CCom español no parece emplear el término “forma” para referirse a las formalidades externas del contrato, sino que habla de forma en el mismo sentido empleado por el artículo 122 del CCom cuando alude a los distintos tipos y formas que generalmente adoptan las compañías, en un sentido equivalente al que tenía el derogado artículo 130 del CCom peruano. Una interpretación distinta de los mismos presupuestos puede encontrarse en: Girón, 1947, p. 56 y ss.; Pino, 1999, p. 100 y ss; Paz–Ares, 2004, p. 220.
9 Según la regulación societaria en el Perú, afirmar que una sociedad no inscrita pudiera tener personalidad jurídica plena o parcial es insostenible. En ordenamientos jurídicos como el español, la dualidad de regulaciones —con las normas civiles de por medio— han generado un intenso debate entre quiénes sostienen la necesidad de inscripción para la adquisición de la personalidad jurídica y quiénes la niegan. Para una visión general, véase, entre otros, Cabanas y Bonardell, 1997, p. 368; Pantaleón, 1997, p. 1381; De Eizaquirre, 1994, p. 451 y ss., Girón, 1951, p. 1331; Paz, 1992, p. 1358; Garrigues, 1974, p. 227 y ss.; Vicent, 1978, cit., p. 861 y ss.; Langle, 1950, p. 10; Martín, 2000, p. 104
10Afirmar que la forma tiene valor integrativo significa que la misma se exige de manera exclusiva y con relación a la publicidad registral, para la constitución de una S. A., de tal manera que su ausencia no cabe hablar de tal sociedad, de la pretendida, pero de ello no se desprende que el acuerdo de voluntades sea nulo como negocio jurídico, esto es, que no existe ningún contrato de sociedad (Sánchez, 1996, p. 119).
Por su parte Cabanas y Bonardell (1997, p. 23) concluyen que sin escritura no podrá haber S. A., pero no niegan que exista una sociedad (la habrá, otra cosa es cómo). La falta de forma pública impide que se pueda aplicar a ese contrato la normativa propia de la S. A.
Las formalidades relativas a la fundación de las sociedades están vinculadas a otras situaciones como las sociedades irregulares, las sociedades de hecho, las sociedades en proceso de fundación, etc. Así, según Santos Morón (1996, p. 330) la omisión de la forma prescrita para tales contratos (los de sociedad) no determina su nulidad, pero, en la medida que impide la inscripción registral y el cumplimiento de los requisitos de publicidad, ocasiona, directamente, la irregularidad de la sociedad. En el mismo sentido se pronuncia Espina (2003, p. 523) cuando señala que la “irregularidad constitutiva no se refiere tampoco a la validez del negocio, sino a la oponibilidad de una forma social cuya concreta aplicación no hayan fijado las partes registralmente”.
Clara es también la postura de García–Pita y Lastres (2003, p. 490) cuando afirma que “en las sociedades anónimas y de responsabilidad limitada, la ausencia de otorgamiento de escritura pública, determina la inexistencia de la Sociedad, como persona jurídica, y la inexistencia del “tipo” societario capitalista elegido”.
11 La respuesta de la doctrina y, sobre todo, de la jurisprudencia a frente a esta siempre difícil situación fue la elaboración de la teoría de las sociedades de hecho (sociétés de fait), nacidas en el ámbito del derecho francés. La sociedad de hecho es una técnica que permite la liquidación de la sociedad de derecho cuya nulidad ha sido declarada por un tribunal. Su finalidad es evitar las consecuencias de la retroactividad de la nulidad de las sociedades. Por ejemplo, el CC francés en el artículo 1844–15 dispone que la nulidad de las sociedades no tiene efecto retroactivo (Jeantin, 1992, p. 97; Merle, 1996, p. 629).
12 En ese sentido, Hansmann y Kraakman (2004, p. 9), para el caso peruano, habría que considerar también a las sociedades personalistas comparten esta “partición afirmativa de activos”, producto de la clara intención de la LGS y del CCom de considerar como comerciantes a las sociedades y, por tanto, con un patrimonio separado del de los socios. Es un atributo parecido al que los autores antes citados atribuyen a la Partnership estadounidense (2000, p. 394); en el mismo sentido Ribstein (2004, p. 186).
13 Quien también comentaba la actitud del legislador del siglo XIX, quien, amoldándose a las exigencias del capitalismo, utilizó una institución nacida como instrumento de la Monarquía absoluta (la S. A.) y la liberó del Estado en su constitución y funcionamiento con la intención de convertirla en una máquina de acumulación de capitales. En suma, aunque el capitalismo no ha creado las instituciones del Derecho mercantil, si las ha deformado y en casos concretos como el de la sociedad cambiando su sentido para llevarlas al límite de sus posibilidades al servicio de una nueva mística: la concepción fáustica del dinero como instrumento de señorío, de poder y de riqueza. De hecho, podría decirse que el capitalismo ha evolucionado y tenido gran desarrollo gracias a que ha existido un Derecho de sociedades, distinto según la época y el lugar, que proporcionó una “estructura legal formal” necesaria para el funcionamiento del sistema capitalista, tal como lo resume la frase de Hadden (1977, p. 3) cuando, tratando sobre el desarrollo del capitalismo, sostenía: “Company Law is about capitalism”.
14 No es mi intención detenerme y desarrollar las distintas teorías sobre el origen de la S. A. Por ello, me adhiero a la postura que goza aceptación entre la doctrina más autorizada. Puede hallar abundantes datos sobre este asunto en Garrigues (1971, p. 121 y ss.) y Girón (1976, p. 154). El lector interesado puede encontrar un documentado resumen de las posturas que sobre este tema se han elaborado en Hierro (1998, p. 31 y ss., en especial p. 46 y ss.). Sin embargo, es necesario mencionar que el “joint stock system” existía ya en Inglaterra en el siglo XVI, en el ámbito de las empresas dedicadas a la explotación minera, en donde por exigencias propias del negocio, era necesario una gran cantidad de capital inicial así, por ejemplo, The Company of the Mines Royal fundada en 1564 fue diseñada para empezar su funcionamiento con una base de “joint stock”, se vendieron para este propósito 24 participaciones a un precio promedio de 1 200 libras de la época (Hadden, 1977, p. 10).
15 Desaparecida la monarquía absoluta, tras la Revolución francesa, el anterior sistema de concesión real se sustituyó por el de autorización gubernativa revocable. El nuevo sistema se instauró con el CCom francés de 1807 y se limitada a remover un obstáculo legal que se consideraba requisito para el libre ejercicio de un derecho preexistente, pero es recién en la segunda mitad del siglo XIX cuando las legislaciones europeas, influenciadas por la inglesa, suprimen la autorización gubernativa y decretan la libertad para constituir toda clase de compañías (véase Fernández, 1998, p. 43 y ss.). Incluso como relata Garrigues (1971, p. 125) la emisión acciones por parte de las sociedades cambió radicalmente el concepto tradicional de propiedad sobre las cosas que pasó de centrarse en bienes como las joyas o las tierras a “una propiedad que se va a referir a unos papeles”; así, la idea de propiedad se deshumaniza a través del concepto agudamente racional de título valor (véase Garrigues, 1971, p. 125).
16 Sobre este tema pueden encontrarse interesantes referencias en Sáez (2001, p 456 y ss.). Aunque es preciso señalar, sin ánimo de dilatar más este asunto, que la rigidez de las sociedades de capital (sobre todo las cotizadas) es una característica bastante extendida. En el ámbito anglosajón (específicamente el norteamericano) no son pocas las críticas que se han hecho a la poca flexibilidad que tiene el estatuto de las public companies, producidas evidentemente por la “carga” que tradicionalmente les ha impuesto la “teoría de la concesión” (Ribstein, 2004, pp. 186 y 201).
17 El éxito de las instituciones jurídicas no siempre resulta tan beneficioso como se piensa, algo de esto relata Teubner (1993, p. 130) respecto al “éxito” de la persona jurídica durante el siglo XIX. Hoy en día, dice Teubner, la persona jurídica tiene que pagar el precio de su éxito: nadie está interesado en su esencia y , a pesar de las advertencias, por el contrario, ya no se le toma en serio, incluso cuando el tema está relacionado con el famoso “levantamiento del velo corporativo” que inflama tanto la imaginación legal.