METAMORPHOSES OF THE CITY

Manent, Pierre.

Cambridge: Harvard University, 2013

 

 

 

 

 

 

 

Hemos caído en una mala costumbre. Cuando pensamos de la política, no consideramos la organización política. Las circunstancias que definen el esfuerzo conjuntivo, creemos, no tienen ningún efecto en la acción política.

 

En el Metamorphoses of the City, Pierre Manent, el eminente científico político francés, procura corregir esta suposición falsa. Contemplando el pensamiento político occidental de los griegos antiguos hasta la unión europea, Manent demuestra cómo la forma política –aunque ignorada con demasiada frecuencia por los científicos políticos modernos– le presta combustible al motor de la historia humana.

 

Atenas contra Roma

 

La ciudad es la unidad política más pequeña; el Imperio la unidad más grande. Según Manent, estas formas políticas rivales, que dominaron el mundo antiguo, com-partieron una característica importante. Ambas formas fueron naturales. Se originaron espontáneamente, no por maniobra de un filósofo político.

 

Para los griegos, la ciencia política fue simplemente el estudio de la vida en la ciudad. Dentro de la familia o el pueblo, existieron relaciones humanas auténticas. Ninguno, sin embargo, podría remotamente ser caracterizada como política. La vida política requirió otra organización humana: la ciudad.

 

Este precepto fue basado en la observación y la experiencia. La Ilíada ilustró que la política no podía funcionar en organizaciones más pequeñas que la ciudad. El secuestro de Helena de Troya es claramente criminal. El rey Príamo y sus hijos, sin embargo, no pueden hacerse la idea de forzar a París, quien es también miembro de la familia real, a renunciar a Helena por el bien de la comunidad. Muchos troyanos tuvieron la virtud —Héctor y el rey Príamo, por ejemplo—, pero les faltó el don para la política. La proximidad de la vida familiar subyugó a la élite troyana a la persona menos interesada en el bien del todo.

 

Entre el gobernador y el gobernado en la sociedad griega, por contraste, hubo suficiente distancia para permitir la acción política. Pero los griegos de la Ilíada tam-poco fueron completamente políticos. Fueron un campamento militar. Sin la ciudad, los griegos no pudieron ocuparse con las cosas comunes afuera de la guerra.

 

La historia particular de Roma también contribuyó a su forma de gobierno imperialista. Roma empezó como una ciudad de desterrados. Desde el principio, no fue

 

REVISTA DE DERECHO

 

Volumen 15


 

2014


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un lugar sino un “proceso de asociación humana”, explica Manent. Cicerón después identificaría “la comunión de toda la raza humana” como el primer principio de la comunidad humana. Esta noción fue desconocida a los griegos, quienes asociaron la lógica política con la ciudad, no con la humanidad amplia.

 

La historia romana hizo su forma de gobierno menos ambiciosa que la ciudad griega. Medida por el territorio que dominó, el Imperio fue ciertamente un proyecto más grande. Al mismo tiempo, el Imperio demandó menos de sus súbditos. Aristóteles definió la ciudad como “la asociación de familias y pueblos en una vida completa y autosuficien-te”, que, “mantenemos, es vivir felizmente y noblemente”. El Imperio no esperó que sus súbditos compartieran una vida completa, o se esforzaran juntos para alcanzar la felicidad y la grandeza. Aunque Cicerón reconoció una humanidad común, creyó también que lo que unió a los seres humanos fue las diferencias, o, según sus propias palabras, el hecho que cada persona posee su propia naturaleza (propia natura). La mejor forma de gobierno, por eso, fue la que protegió lo propio a cada persona; la propiedad privada, primero que nada. El magistrado griego fue la parte de la ciudad que gobernó. Un buen régimen, ya sea aristocrático o democrático, gobernó virtuosamente, no viciosamente. El magistrado romano, por contraste, fue una persona privada, encargada del deber más particular de ejecutar la ley y mantener la paz, sin meterse en los asuntos privados de la gente.

 

 

Cicerón y la Iglesia

 

Según Manent, el mundo antiguo presenta la opinión entre la libertad in-quieta de Atenas y el orden tranquilo de Roma. Notablemente, su perspectivo acerca de la relación entre la ciudad y el Imperio se desvía de lo que tenía Leo Strauss, el influente filósofo político de siglo XX. “En ningún lugar,” escribe Manent, “Strauss trata de la cuestión de ‘Roma’ en general, o según el alcance de la fenómeno política que la palabra cubre”. Strauss entendió el Imperio romano enteramente en términos griegos. Aristóteles clasificó los regímenes en tres: la Monarquía, la Aristocracia, y la Democracia. Aplicando esta formulación, Strauss caracterizó el Imperio romano como una “subdivisión” de la monarquía absoluta.

 

Contra Strauss, Manent arguye que el Imperio es propiamente visto como una nueva forma de gobierno. Manent utiliza a Cicerón para demostrar su punto. Educado en la filosofía griega, Cicerón conoció la política clásica. Pero también fue consciente de que Roma realizó algo sin precedentes: extender su dominio más allá de los confines de la ciudad. Las obras de Cicerón exhiben las diferencias entre el orden político griego y romano. Entre las diferencias, el Imperio percibió cada persona primeramente en su capacidad privada, e hizo la protección de propiedad privada la obligación principal del gobierno.

 

El “momento ciceroniano”, como lo llama Manent, duró hasta la formación de estado-nación moderno. El periodo fue caracterizado por la falta de orden político por


 

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consecuencia de la indeterminación del pensamiento de Cicerón. Cicerón entendió Roma como un proceso en curso, guiado por la sabiduría colectiva de los romanos de los siglos pasados. La grandeza de Roma lo empujó más allá de la frontera de la ciudad. La forma de la ciudad, sin embargo, tuvo una ventaja. Dentro de los límites de una ciudad, fue más fácil a discernir el bien común. Cuando las fronteras de la comunidad fueron extendidas sin ningún fin, se puso difícil para los herederos intelectuales de Cicerón identificar el bien común.

 

El “momento ciceroniano fue testigo del surgimiento de una forma nueva de asociación humana: la Iglesia. La proximidad de la comunión cristiana hizo a la Iglesia una ciudad; la universalidad de la llamada a conversión la transformó un Imperio. Pero si la Iglesia fue algo nuevo —una ciudad-Imperio— no fue una forma política. Según San Cipriano, la comunión entre los miembros de la Iglesia fue una imagen de la comunión entre las personas divinas de la Trinidad. La inmensidad de la afiliación de la Iglesia, por su parte, fue una función de la instrucción de Cristo para bautizar a todas las naciones. La Iglesia procuró difundir la fe cristiana últimamente no para mejorar el mundo, sino para salvar a las almas al presentarles la ciudad celestial.

 

La Iglesia, además, aceptó que el orden temporal llegó para quedarse. Según San Agustín, la ciudad de Dios tanto como la ciudad de hombre fueron partes de designio providencial. Las dos ciudades fueron entretejidas y entremezcladas, y fueron preordinadas a coexistir hasta el juicio final.

 

Según Manent, Agustín es una figura crucial en “momento ciceroniano”. Procuró a explicar la relación entre el orden temporal y espiritual. Su entendimiento de la vida humana fue profundamente perspicaz. La complejidad de su visión, sin embargo, lo previno a servir como la función de una forma política nueva. No fue hasta Hobbes que se simplificó a Agustín, al decir que una asociación nueva humana llegaba a ser el estado soberano.

 

Agustín tenía un respeto considerable para Roma. Entendió que una versión noble de paganismo fue responsable para la grandeza de Roma. El paganismo noble fue caracterizado no por superstición o prácticas politeístas, sino por la fe del hombre en sí mismo. Un esfuerzo pagano es más bien un esfuerzo enteramente humano. Depen-de solamente de las facultades humanas de la voluntad y el intelecto, y es motivado por el deseo a alcanzar la gloria humana. La búsqueda de la gloria, razonó Agustín, animó los paganos a considerar grandes actividades. Al mismo tiempo, Agustín pru-dentemente observó que la historia de Roma demostró que la búsqueda pagana para la gloria conduce con frecuencia a las guerras de conquista.

 

Acerca del mundo pagano, la crítica de Agustín fue últimamente cristiana, no política. El corazón humano es hecho para amar a Dios y encontrar la paz en la ciudad de Dios. Agustín vio la naturaleza humana como algo creado por Dios y, por eso, bueno, pero herido por el primer pecado de la primera ciudad (Edén). La gracia


 

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divina fue necesaria para rectificar nuestras voluntades dadas después de la Caída a la enemistad, no al amor.

 

 

El soberano simple

 

La forma moderna de gobierno, concluye Manent, es una respuesta a Agus-tín. Hobbes redujo el entendimiento de la humanidad que tenía Agustín haciendo la distinción entre la naturaleza y la voluntad. Según Hobbes, la humanidad fue antisocial por naturaleza. Además, Hobbes se propuso a unir los poderes temporales y espirituales —entretejidos por Agustín— en un soberano simple.

 

El estado hobbesiano existe para proteger a los individuos esencialmente antisociales de cada uno. ¿Es un buen régimen? Manent critica la forma moderna de gobierno por reprimir dos de los movimientos más poderosos del alma humana. Pero insiste en un gobierno constituido por representantes de la gente, en lugar de la acción política directa, donde el estado moderno embota el interés apasionado en el mundo. Por hacer la religión y la expresión religiosa meramente un asunto privado, reprime el deseo apasionado por lo eterno.

 

El estado moderno es construido en una promesa. Si los poderes temporales y espirituales son unificados, las divisiones sociales disminuirán. El problema con esta promesa, explica Manent, es que reduce a una cuestión del poder el interés que la humanidad posee simultáneamente en el mundo temporal y el mundo espiritual. El estado moderno trae una pax externa pero le deja el hombre alienado de los deseos más fundamentales de su alma. En las palabras de Manent, somos “acechados por la forma tanto como por el claustro, incapaces de hacer compromisos cívicos tanto como religiosos”. De repente, una nueva forma de gobierno esté en orden.

 

 

Michael Christopher Toth

Becario de investigación, Stanford Constitutional Law Center

Stanford Law School


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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