Terrorismo, tortura y Derecho penal:

Respuestas en situaciones de emergencia

 

Kai Ambos

Atelier, Barcelona, 2009

 

 

 

 

El libro, que forma parte de la colección Justicia Penal que dirige Ricardo Ro-bles Planas, recoge dos textos, uno del primer simposio conjunto sobre la Dignidad Humana de las Facultades de Derecho de la Hebrew University y de la Georg August Universität Göttingen en Jerusalén, y el otro sobre la utilización de la prueba publicado en Israel Law Review.

 

El enfoque que da el autor a su trabajo (si bien no es exhaustivo, dada la finalidad de la obra en conjunto, en cuanto a los temas de Derecho penal sustantivo, como por ejemplo el bien jurídico protegido, la imputación objetiva y subjetiva, etc., encontramos en las notas bibliográficas variada jurisprudencia y doctrina de Derecho comparado que sirven para revisar algunos aspectos relacionados con el tema) es ciertamente interesante por mostrar los caminos y soluciones que han propuesto los distintos or-denamientos jurídicos (en concreto el inglés, el alemán y el israelí) al enfrentarse a los casos de terrorismo y tortura; que sirven luego como punto de referencia para analizar la prohibición absoluta de la tortura y la posibilidad de exonerar de responsabilidad al investigador que lleva a cabo los actos de tortura (debido al conflicto de deberes que éste tiene que afrontar) (p. 20).

 

Por eso el catedrático emprende la revisión de tres puntos fundamentales: a) el estatus y racionalidad de la prohibición internacional contra la tortura [Parte II]; b) Si la tortura preventiva (aquella que es ejecutada con miras a obtener información para prevenir la comisión de otros delitos) podría ser necesaria [Parte III]; y c) de ser así, qué responsabilidad generaría en el ejecutor de la tortura [Parte IV].

 

Todas esas cuestiones desarrolladas enlazan con la segunda parte del libro, en donde ahora al autor le interesa averiguar si esas pruebas obtenidas a través de la tortura pueden tener o no valor dentro de un proceso penal. Finalmente examina la carga de la prueba que recae sobre el Estado (en el sentido de demostrar que el material probatorio no fue obtenido mediante tortura).

 

Respecto a la primera cuestión que hemos señalado en los párrafos precedentes, el catedrático de Göttingen analiza algunos aspectos relevantes sobre la tortura en el Derecho internacional (pp. 28-34) y afirma, aunque en pocas líneas, que se prohíbe cate-góricamente debido a la existencia de la dignidad humana de la víctima. Sin embargo, no desconoce que la tortura (preventiva) puede traer “algunos beneficios”, y por esta razón se pregunta si un Estado puede torturar sospechosos para salvar la vida de los inocentes. En su búsqueda de respuesta propone como modelo dos interesantes casos: a) el caso


 

 

REVISTA DE DERECHO

 

Volumen 13

 

2012


Terrorismo, tortura y Derecho penal: Respuestas en situaciones de emergencia

 

 

Daschner (un estudiante de derecho secuestra a un pequeño de once años de edad y exige una millón de euros por el rescate. El estudiante es arrestado mientras recogía el dinero. Tras un infructuoso día de interrogatorio en la policía, el oficial responsable de la investigación ordena a un subordinado infligirle coacción para obtener información sobre el paradero de la víctima. Aplicada la coacción, el secuestrador confiesa que ya había matado a la víctima y da información sobre la ubicación del cuerpo) y b) Los casos israelíes de la bomba de tiempo (un miembro de un grupo terrorista ha llevado a cabo un atentado utilizando explosivos. Es detenido por la policía y torturado para averiguar dónde se ubica la bomba y evitar su detonación).

 

Dentro de este contexto, Ambos centra su atención en el delito (en concreto, en la categoría del injusto) y se pregunta si es que puede o no ser antijurídica la conducta del investigador público o agente de policía que aplica la tortura (preventiva). Revisa la legítima defensa (pp. 39-51) y el estado de necesidad (pp. 51-62). Sin embargo, el autor afirma que a estos oficiales bien podría otorgárseles una excusa en vez de una justificación.

 

En el segundo trabajo, el catedrático aborda el tema del uso “transnacional” de la prueba obtenida por medio de tortura por parte de Estados o Partes en juicios criminales nacionales (p. 67). Así, se pregunta si “tales prohibiciones [a nivel de procedimientos o procesos nacionales] también son aplicadas al uso transnacional de prueba obtenida por tortura, esto es, situaciones en que la tortura es aplicada en un país y la prueba obtenida es utilizada en otro” (p. 70).

 

El autor nos expone un breve enfoque histórico de la cuestión (p. 71), y nos recuerda luego, en palabras del Tribunal Supremo de Justicia Alemán, que “[s]i bien el fin del tribunal penal es descubrir la verdad, en un Estado constitucional la verdad no puede ser perseguida a cualquier precio”. Esta afirmación es puesta en tela de juicio al analizar los procesos iniciados en los Tribunales ad hoc de la ONU (Tribunal Penal Internacional para la Antigua Yugoslavia y Tribunal Penal Internacional para Ruanda) (pp. 76-88) y en la Corte Penal Internacional (pp. 88-90), concluyendo que la prueba obtenida por medio de tortura (aunque pueda ponerse en duda, en principio, la veracidad de la información), para estos tribunales, es admitida o no dependiendo de las circuns-tancias del caso, no obstante ser “antitética y dañina para la integridad del proceso”.

 

No hay que olvidar, concluye el Prof. Ambos, que “[t]al evidencia no es fiable y más importante, su uso es antitético y perjudicial para la integridad del proceso” y no tiene importancia si la prueba fue obtenida por los investigadores del tribunal o por terceros.

 

Sobre el uso transnacional de la prueba obtenida mediante tortura, el autor revisa el Derecho internacional aplicable (pp. 95-107) y también analiza dos decisiones de las cortes superiores de Gran Bretaña y Alemania (pp. 92-94 y 107-116), que sirven para exponer su posición. En el primer caso, la Cámara de los lores tenía que decidir si los tribunales británicos debían admitir como prueba unas declaraciones obtenidas por


 

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medio de tortura por oficiales de un Estado extranjero sin intervención de autoridades británicas. En el segundo, el Tribunal Superior de Hamburgo debía sentenciar a un sujeto del que se tenía información, obtenida por Estados Unidos de unos miembros de Al Qaida. En el primer juicio, el tribunal sostuvo que “el common law prohíbe la admisión de prueba obtenida por medio de tortura independientemente de dónde, o quién o con base en qué autoridad fue impuesta la tortura”; sin embargo, en el segundo, la suerte fue distinta pues, a pesar de que también se encuentra prohibida la prueba obtenida por medio de tortura, no había certeza de los actos de tortura practicados por Estados Unidos.

 

Finalmente, señala que si bien se da por sentado que la tortura ha sido efectiva-mente aplicada por un agente o un Estado, “en la práctica a menudo esto es desconocido y en consecuencia se plantea la cuestión de a quién corresponde la carga de la prueba y qué estándar de prueba ha de ser aplicado” (pp. 117-122).

 

De la exposición cabe señalar que el esquema propuesto por el autor nos per-mite recordar que Derecho penal y procesal penal no pueden ser tratados por caminos separados, sino que deben considerarse como un “sistema integral”.

 

En cuanto a las ideas recogidas en el libro, resaltamos el cuestionamiento que presenta: ¿cabe algún tipo de justificación si hay de por medio vidas que salvar? Y la respuesta pasa desde considerar la dignidad de la víctima torturada hasta la inseguridad de la prueba y el daño que significa para el eventual proceso penal. Y es que no hay que olvidar que, como menciona el autor, “debe enfatizarse que la racionalidad de la prohibición absoluta de la tortura reside [...] en que la aplicación de tortura implica un ataque frontal a la dignidad humana de la víctima”, y no hay forma de ir en contra de eso: no puede instrumentalizarse a la persona para poder conseguir información (no obstante, hay ejemplos en la realidad que contradice esto y cada vez es más frecuente que la sociedad se pregunte “¿Por qué el ordenamiento legal debe dar más valor a la dignidad del delincuente culpable que a la de la víctima inocente? ¿No es el secuestra-dor –de acuerdo con la estructura de la legítima defensa– responsable del ataque y por tanto de sus consecuencias, incluso hasta el extremo de poder ser sometido a tortura?”). Ésta puede ser una de las razones, en nuestra opinión, por la que el autor del libro no ha hecho más que esbozar algún intento de justificación o –como menciona Ambos– excusa de la conducta del agente de policía que pone en práctica la tortura para obtener información del paradero de la víctima, saber donde están las bombas, etc.

 

Parece que aquellos cuestionamientos a la “no instrumentalización del tortu-rador” o, dicho de otra manera, el por qué debemos respetar al que sufre la tortura, si éste en primer lugar secuestró, mató, violó, etc., son fruto, en mi opinión, de dos con-sideraciones: a) La necesidad que tiene la sociedad actual (“de riesgo”) por controlar y asegurar su integridad y funcionamiento (como, por ejemplo, cuando el legislador tipifica conductas como delitos de peligro abstracto y aumenta la severidad de las penas a imponer) y b) la percepción de que la integridad de la víctima del secuestro, como en


 

 

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el mencionado caso Daschner, “vale mucho más que la del secuestrador”. Esto último podría tener su origen, en parte, en el papel creciente de la victimología.

 

Por los argumentos expuestos hasta ahora no puede sorprendernos que Kai Ambos haga referencia al Derecho penal del enemigo. Así, afirma que una vez que los detenidos han sido “etiquetados” como terroristas, “ya no se les trata más como ciuda-danos comunes portadores de derechos, sino como enemigos que deben ser combatidos por todos los medios”. Si bien es cierto que el autor sólo está introduciendo el tema, se echa en falta una clara posición al respecto: No podemos dejar de señalar que el llamado Derecho penal del enemigo ha dado origen a vivas controversias (tanto en su contenido como hasta en el nomen utilizado) puesto que supone desconocer al infractor penal como ciudadano y su dignidad, y precisamente porque no se trata de una reacción frente a ciudadanos este Derecho penal no estaría obligado a respetar plenamente las condiciones de legitimidad que se exigen para imponer una sanción penal a los ciuda-danos (llamados ahora “enemigos”). Debemos insistir, por eso, que la dignidad humana constituye fundamentalmente un límite a la intervención penal, de tal manera que la dogmática penal no puede ignorarla y negarle a la persona el aspecto irrenunciable de su dignidad. Si bien puede estarse de acuerdo o no con endurecer las penas o restringir garantías penales, no podemos aceptar que el llamado “Derecho penal del enemigo” sustente la negación del estatus de persona (dignidad) a ciertos individuos.

 

En síntesis podemos señalar que este libro puede verse con una interesante divi-sión, pues el primer trabajo aborda temas de dogmática penal (lo que podría entenderse, en un manual, como la parte general); y en el segundo, un aspecto procesal: la prueba obtenida a través de la tortura. Pero también debemos advertir que por ser fruto de conferencias, no aborda los temas con la exhaustividad que hubiéramos esperado (no obstante, cuenta con mucha bibliografía y jurisprudencia de Derecho comparado que puede ser muy útil para aquellos que busquen información al respecto) por ser la tortura una práctica que ha tomado mucha notoriedad, nuevamente, en estos últimos tiempos. Aun así, encontramos interesante la postura expuesta ya que los puntos que ha tratado sirven para cuestionar, revistar y replantear algún cambio dentro de los ordenamientos jurídicos respecto a la tortura y su tratamiento.

 

 

Ronald Henry Vílchez Chinchayán Máster en Derecho por la Universidad de Navarra Becario del Programa Futuro Docente de la Universidad de Piura


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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