PATRIMONIALIDAD Y REGALISMO. |
|
Luis Fernando Hernández |
LA IDENTIDAD
HISTÓRICO-JURÍDICA DEL |
Betancur* |
DERECHO MINERO Y
PETROLERO COLOMBIANO |
Resumen
El Derecho minero y petrolero
colombiano es un ordenamiento especial, formado a lo largo de centurias a
partir de la confluencia de dos grandes categorías implanta-das por España
durante el período colonial: la patrimonialidad, esto es, la existencia de una
suerte de derecho de propiedad del Estado en relación con el subsuelo y los
recursos naturales no renovables, y el regalismo, entendido como la
participación de la organización política en los beneficios económicos
derivados de la explotación de dichos bienes. Este régimen, objeto de
importantes pendencias en los últimos años, a raíz de los reclamos sociales en
torno a la participación comunitaria en los beneficios de la explotación de la
riqueza de la tierra, sus impactos ambientales y las facultades de las
municipalidades en su regulación, entre otros tópicos, amerita, además de los
estudios dogmáticos ordenados a escudriñar el sentido de sus disposiciones y
las aproxi-maciones socio-económicas que indagan por los efectos de dicha
estructura formal, una revisión histórico-jurídica que ayude a entender el
punto de partida que ha marcado en cierta medida el sendero institucional
seguido en esta materia. El presente escrito, entonces, pretende brindar
algunas herramientas que ayuden a entender los orígenes y consiguiente
evolución de muchas de las figuras características del Derecho minero y
petrolero colombiano, en el entendido de que tal perspectiva puede ayudar a
entender las causas de parte de la arquitectura conferida a tal ordenamiento,
en los años sucesi-vos a la expedición de la Constitución Política de 1991; y a
vislumbrar, por tanto, las fuentes más remotas de algunas de las controversias
que hoy ocupan la atención política nacional. En este orden de ideas, la
premisa fundamental del presente escrito es que el actual Derecho minero y
petrolero colombiano resulta ser la síntesis de gran cantidad de elementos
políticos, normativos y económicos tan antiguos como complejos, cuya gé-nesis
se encuentra en la España bajomedieval y que han sido moldeados por la historia
institucional colombiana hasta adquirir identidad propia.
Palabras clave: Patrimonialidad,
regalismo, subsuelo, minas, recursos naturales no re-novables, propiedad
pública.
Sumario
Introducción.
Patrimonialidad. Regalismo. Justificación y Plan de la exposición. I.
Patri-monialidad y regalismo en la España bajomedieval. 1. Las Siete Partidas.
2. El Ordena-miento de Alcalá. 3. El Ordenamiento de Briviesca. II.
Participación de la Corona en la explotación minera en Indias. 1. La propiedad
de las minas en las Indias Occidentales. 2. Un modelo regalista especial para
el Nuevo Mundo. La dualidad fiscal. III. Irrupción
*
Docente adscrito al Departamento de Derecho económico de la
Universidad Externado de Colombia. Correo electrónico:
luis.hernandez@uexternado.edu.co
Recibido: 25
febrero 2018 Aceptado: 11 diciembre 2018
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La identidad histórico-jurídica del Derecho Minero y
petrolero colombiano
del
ordenamiento minero vernáculo. 1. Conservación de la herencia hispana. 2. Un régimen
volátil: entre la conservación y la ruptura de la herencia hispana. A. Reglas
de aprovechamiento de las regalías. B. Las cambiantes reglas de propiedad sobre
el subsue-lo y los recursos minerales. IV. Aparición formal de un régimen
minero propio en el contexto de la Regeneración. 1. El principio patrimonial en
el marco de la Regenera-ción. 2. El principio regalista en el marco de la
Regeneración. V. El largo camino hacía el régimen contemporáneo. Entre lo
privado y lo público. 1. La patrimonialidad hasta el ocaso de la Constitución
Política de 1886. 2. El regalismo a partir de 1887. Prefigura-ción de la
fisionomía del regalismo vigente. Conclusión. Bibliografía.
Introducción
En el ordenamiento jurídico colombiano, tanto el subsuelo
como los minerales, es decir, los recursos naturales no renovables que yacen,
sea en el suelo, sea en el subsuelo, constituyen, por regla general, una
manifestación del patrimonio público. En principio, tal proximidad conceptual
sugiere que el régimen aplicable a estas categorías jurídicas es el mismo, vale
decir, en tanto bienes públicos en sentido jurídico (Pimiento, 2015), parecería
plausible colegir que la gestión, custodia y aprovechamiento del subsuelo y de
los minerales son atribuciones predominantemente estatales y que, por tanto,
tales bienes están regidos por las mismas reglas de juego (Hernández, 2001). No
obstante, las conno-taciones económicas singulares del subsuelo, por un lado, y
de los minerales, por el otro, han conducido a la construcción de regímenes especiales
para cada uno de ellos (Sarria, 1960).
En verdad, aun cuando en Colombia tanto el subsuelo como los
minerales ya-centes pertenecen al Estado, el aprovechamiento del primero a
efecto de extraer y comer-ciar con estos últimos es una industria permitida,
siempre, claro está, que dicha actividad respete –o reconozca– la propiedad
pública primigenia sobre la riqueza mineral y preserve el derecho del Estado a
participar de sus beneficios. Dicho con otras palabras, la compren-sión de la
naturaleza jurídica del subsuelo y de los minerales, así como la dilucidación
de las distintas reglas que se aplican en relación a la gestión y
aprovechamiento de cada uno de estos bienes, dependen de la aproximación a esta
materia desde dos enfoques comple-mentarios: la patrimonialidad y el regalismo
(Molina, 1952).
Patrimonialidad. La
Constitución Política de 1991, fiel a una larga tradición, establece que tanto el “subsuelo” como los “recursos
naturales no renovables” son bienes integran-tes del “patrimonio público”
(Pimiento, 2016). Desde el capítulo 4 del Título III superior se deja en claro
que el subsuelo es parte esencial del territorio y que, por tanto, pertenece a
la Nación. A reglón seguido, para que no se alberguen dudas, el Título XII
constitucional, relativo al régimen económico y de la hacienda pública,
principia señalando que, salvo excepcionalísimos derechos adquiridos
perfeccionados con arreglo a leyes preexistentes, “el Estado es propietario”
tanto del subsuelo como de los recursos naturales no renovables (Const., 1991).
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De lo dicho se colige que, en general, tanto el subsuelo
como los minerales pertenecen al Estado; vale decir, la Nación, como persona
jurídica de Derecho público (Pimiento, 2016), por mandato constitucional, se
reserva la propiedad de dichos bienes1. Tal
conclusión, sin embargo, no cierra la discusión en torno al alcance del derecho
de propiedad que el Estado ejerce sobre el subsuelo y sus riquezas minerales.
De hecho, a partir de las disposiciones aludidas, la jurisprudencia y la
doctrina atribuyen naturalezas disímiles a dichos bienes, lo que dificulta la
adecuada comprensión de su régimen.
Así, por ejemplo, el Consejo de Estado (1999) y, de paso,
algún sector de la doc-trina (Peña Quiñones & Peña Rodríguez, 2006)
entienden que el subsuelo se incorpora por principio al patrimonio nacional; de
hecho, la Constitución Política, en su Artículo 101, lo consagra como un elemento
esencial del territorio, aserto del cual el máximo tri-bunal de lo contencioso
administrativo deduce que el subsuelo tiene la connotación de bien de uso
público y, por tanto, debe ser preservado con las salvaguardas propias de estos
bienes, vale decir, la inalienabilidad, la imprescriptibilidad y la
inembargabilidad. Por su parte, las minas y, en cierto sentido, los minerales
antes de su extracción (Cañón, 1985), si bien pertenecen al Estado, tienen,
según el Consejo de Estado (1999), una naturaleza jurí-dica diferente, pues, al
contrario del subsuelo, ostentan la condición de “bienes fiscales”.
Tal forma de ver las cosas, aunque
legitimada por la autoridad del Consejo de Estado y de algunos reconocidos
tratadistas, representa sin embargo serios problemas dogmáticos que aconsejan
su revisión y, a ser posible, la postulación de una perspecti-va diferente. En
efecto, ¿cómo puede concebirse el subsuelo como bien de uso público cuando, en
general, ningún asociado puede aprovecharlo en forma directa por el simple
ministerio de la ley2?, ¿cómo puede decirse que las minas
son, simplemente, bienes fiscales cuando la Administración no puede comportarse
frente a tal propiedad como lo haría un particular?; en fin, ¿la summa divisio
de los bienes públicos establecida en el Código Civil –bien de uso público-bien
fiscal– es suficiente para aprehender la naturaleza de bienes con connotaciones
jurídico-económicas tan singulares e históricamente fluctuantes como el
subsuelo y los minerales yacentes?
Para responder a estas preguntas,
PIMIENTO ECHEVERRI propone una inte-resante alternativa conceptual. Según este
tratadista, en virtud de lo dispuesto en el inciso 4º del Artículo 101
constitucional, el subsuelo no puede ser entendido, a secas, como un bien de
uso público, por cuanto reviste la condición de…
(…)
recurso natural cuyo uso se limita a su explotación por
parte del Estado o por los particulares que sean titulares de un permiso previo
y expreso, en el marco de los límites impuestos por la pro-tección ambiental y
por los derechos de comunidades indígenas que se encuentren en el territorio de
influencia del proyecto de explotación. (Pimiento, 2016, p. 39).
1
“El régimen jurídico de las minas ha sido paralelo a las diferentes
concepciones políticas y al propio desa-rrollo económico y social. Sin embargo,
la importancia de la riqueza del subsuelo ha resistido revoluciones y cambios
de sistemas. Probablemente, estemos en presencia de una de las pocas parcelas
donde el Poder –más aún que la forma legitimada de este: el Estado– no ha
sucumbido a tener constantemente su propia interven-ción frente a los teóricos
derechos de los particulares y el más enfatizado y discutido de ellos: el
derecho de propiedad” (Sánchez, 1997).
2
“El uso del subsuelo para propósitos distintos a la minería y a la extracción
de aguas subterráneas es libre” (Medina, 2016).
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colombiano
De tal planteamiento, a su vez,
puede colegirse otra conclusión. No solo el sub-suelo no es bien de uso
público, sino que las minas y los minerales yacentes difícilmente pueden ser
tratados como bien fiscal. Dado el plexo jurídico vigente, y aun cuando
tratán-dose de patrimonio público todo aquello que no pueda ser catalogado como
bien de uso público ha de reconducirse a la categoría de bien fiscal, por así
disponerlo el Artículo 674 del Código Civil, lo cierto es que no solo la organización
pública no puede, simplemente, disponer de las minas y los minerales yacentes
como si de propiedad privada se tratase3,
sino que tales bienes están revestidos de un conjunto de salvaguardas
especiales que enrare-cen su categorización.
En efecto, según el Artículo 63 constitucional, además de
los bienes de uso pú-blico y otras tantas manifestaciones patrimoniales –tales
como “los parques naturales, las tierras comunales de grupos étnicos, las
tierras de resguardo [y] el patrimonio arqueológico de la Nación”–, la
salvaguarda de inalienabilidad –junto con las de imprescriptibilidad e
inembargabilidad– puede ser extendida a cualesquiera otros bienes, más allá de
pertenecer o no al Estado, siempre que el Legislador considere que esta es una
medida idónea y nece-saria para preservar el interés público que estos
representen en cada momento de la historia (Pimiento, 2015). En desarrollo de
tal habilitación, la Ley 685 (2001) dispuso que “los minerales de cualquier
clase y ubicación, yacentes en el suelo o el subsuelo, en cualquier estado
físico natural, son de la exclusiva propiedad del Estado” (se enfatiza), al
tiempo que estableció que esta propiedad es “inalienable e imprescriptible”
(cursiva no original) y, por ende, también inembargable.
Así pues, aun cuando, por criterio
residual, el subsuelo, las minas y los minerales yacentes, en tanto no caben en
la categoría de bienes de uso público, han de encuadrarse en la de bienes
fiscales, lo cierto es que, según lo señala PIMIENTO (2016), ese especial
carácter…
(…)
en nada incide en el tratamiento que el ordenamiento
jurídico le da a esa particular propiedad pública, cuyo particular interés para
el desarrollo de la economía nacional implica la calificación de la actividad
minera como de utilidad pública, así como la creación e implementación de un
conjun-to de mecanismos de gestión, explotación y valorización, que hace, de
cierta manera, innecesaria o inútil cualquier categorización normativa
genérica, puesto que son tan importantes la identificación de la propiedad como
derecho que une a la Nación (persona jurídica) con el subsuelo, como los
mecanismos administrativos establecidos para desarrollarla como instrumento
económico.
Por supuesto, lo anterior no significa que la exploración y
explotación de las minas a efecto de extraer los minerales sea una potestad
exclusiva del Estado; al contrario, Ley 685 (2001), en desarrollo del Artículo
360 constitucional, admite que los particulares acometan esta industria en
forma lícita. Lo que sucede es que tal actividad no deviene de la traslación de
la propiedad minera del Estado al particular que la aprovecha, sino de la
celebración de un contrato estatal de concesión minera que configura en favor
del concesionario “el derecho a explorar y explotar minas de propiedad estatal”,
pero reservando la titularidad en manos de la administración concedente a
quien, tarde o temprano, revertirán.
3
Es de la esencia de los bienes fiscales la posibilidad que tiene la
administración, según las normas del derecho público, de transferir su dominio
a otros sujetos, sean estos públicos o privados (Velásquez, 2000).
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En resumen, tanto el subsuelo como los minerales yacentes,
incluso en el sue-lo, son recursos naturales que pertenecen al Estado y que,
por su importancia, están sometidos al régimen de salvaguardas previsto en el
Artículo 63 de la Constitución Política, vale decir, tanto el subsuelo como los
minerales yacentes son inalienables, im-prescriptibles e inembargables. No
obstante, mientras el subsuelo es un recurso natural cuya gestión y custodia
está siempre en cabeza del Estado, los minerales yacentes, sea en el suelo o en
el subsuelo, pueden ser explotados y aprovechados por cualquier sujeto
de-bidamente habilitado y, una vez extraídos de su asiento original, pueden ser
lícitamente apropiados por cualquiera sin más restricciones que las definidas
por el legislador.
Regalismo. Según se
dijo, tanto el subsuelo como los minerales son bienes constitutivos del patrimonio del Estado, pero su
naturaleza no encaja estrictamente en la summa divisio de la propiedad pública,
por lo que su comprensión exige el empleo de otros cri-terios de análisis. Así
pues, lo más acertado, según parece, es entender que el subsuelo y los
minerales son recursos naturales pertenecientes al Estado, el cual, atendiendo
a sus distintas condiciones materiales, emplea formas diferenciadas de gestión
para cada uno, pero que, al final, se orientan al mismo propósito: su
maximización económica.
La mejor manera de aprovechar la riqueza estatal
representada en el subsuelo y los minerales, por tanto, es explorar y explotar
el primero a efecto de extraer y comer-cializar los segundos. Cualquier sujeto,
entonces, tiene el derecho a desarrollar activi-dades extractivas; pero, dada
la predominante patrimonialidad pública del subsuelo y los recursos minerales
yacentes, antes de acometer tal industria debe obtener de las au-toridades las
habilitaciones particulares que correspondan (Constitución, 1991 & Ley 685,
2001) y, tras el éxito de su iniciativa, ha de retribuir al Estado parte de los
ingresos derivados de su actividad como contraprestación por la explotación
estos bienes (A.L. 05, 2011 & Ley 685, 2011). Así lo puntualiza MEDINA
(2016) cuando señala que…
(…)
el Estado, además de ejercer soberanía sobre los bienes
comunes y ser titular jurídico de los bie-nes de uso público, se ha reservado
el derecho exclusivo de explotación del subsuelo y de apropiarse de sus
productos (volviéndose bienes fiscales) o concederlos a los terceros. Sobre el
tema del contrato de concesión minera, en la práctica, lo que hace el Estado es
permitir que el particular obtenga para sí esos productos, generalmente a
cambio de un precio que toma por lo regular la denominación de regalía.
En tal estrategia normativa, con todo y las observaciones o
críticas que algunos sectores políticos y sociales puedan formularle4, es posible
entrever un cierto sentido práctico, en la medida en que, sin contravenir la
patrimonialidad del subsuelo y los mi-nerales, se reconoce que el Estado, en
sí, no tiene ni la vocación operativa ni la solvencia técnico-económica
indispensables para el aprovechamiento directo de sus riquezas5. De tal
suerte, en lugar de reservar la explotación minera al Estado y, de este modo,
diferir – cuando no frustrar– la oportunidad de obtener recursos financieros
útiles para soportar distintos gastos e inversiones públicas, el ordenamiento
jurídico colombiano opta por
4
Declaración sobre la gran minería
trasnacional en la V Cumbre de los Pueblos: la Verdadera Voz de América.
Disponible en:
http://reclamecolombia.org/declaracion-sobre-la-gran-mineria-trasnacional-en-la-v-cumbre-de-los-pueblos-la-ver-dadera-voz-de-america/.
Recuperado el 23 de agosto de 2015.
5
PONCE, Álvaro (4 de junio de 2015). Instituciones, competencias y capacidades
del sector minero. Plan Nacional de Ordenamiento Minero. UPME, CIDER &
Universidad de los Andes. Recuperado de: http://www1.upme.gov. co/sites/default/files/forum_topic/3655/files/instituciones_capacidades_competencias_sectoriales.pdf.
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petrolero colombiano
permitir que terceros especialmente habilitados puedan
acometer dicha tarea, siempre que reconozcan que lo hacen en virtud de un
título precario (Ley 685, 2001, art. 14, 17 y 45) y que, como consecuencia de
ello, paguen “una contraprestación económica a título de regalía, sin perjuicio
de cualquier otro derecho o compensación que se pacte” (A.L. 05, 2011, art. 1).
En última instancia, según puede
verse, el Estado, como regla general, no extrae directamente las riquezas del
subsuelo, pues no está en la capacidad de asumir las inversiones, retos y
riesgos que tal actividad precisa. En su lugar, simplemente, la organización
política concesiona y controla su extracción por terceros, al tiempo que
recauda una retribución proporcional al beneficio obtenido por quien desarrolla
esta industria.
A fin de cuentas, lo importante es procurar la extracción
del recurso, pues ello, según las reglas vigentes, asegura un beneficio a las
arcas públicas; y es que, aun cuando los recursos naturales no renovables
pertenecen al Estado, parece más benéfico –al menos en el corto y, quizá, en el
mediano plazo– permitir que un tercero, debidamente habilitado y supervisado,
los extraiga a cambio de una ganancia neta para el Estado que pretender que este,
en un alarde de soberanía que se opone a sus posibilidades materiales, los
extraiga directamente para que así pueda apropiarse de toda la utilidad. De
hecho, cuando se trata del subsuelo y los minerales, lo realmente importante no
es tanto su titularidad, “sino la explotación, o dicho de otra manera, quién
obtiene los beneficios de la extracción, cuándo y cómo” (Sánchez, Barranco,
Castillo & Delgado, 1997); y el Estado, sin duda, se asegura una parte
representativa de tales rendimientos por medio del cobro de las regalías, sea
que se asuma que estas lo compensan por el hecho de la explotación por un
tercero de sus riquezas, sea que se entienda que estas son apenas una renta que
deviene del hecho mismo de la explotación, indistintamente de si el recurso pertenece
al Estado o, por excepción, a los particulares.
Justificación y plan de la
exposición. La patrimonialidad estatal del subsuelo y los mine-rales,
así como la posibilidad de que terceros los exploten a cambio de una
contrapresta-ción a favor del Estado no son, en estricto sentido, innovaciones
de la Constitución de 1991, ni mucho menos notas autóctonas –aunque sí
definitorias– del Derecho minero y petrolero colombiano. Al contrario, la
patrimonialidad y el regalismo no son sino el reflejo del legado institucional
ibérico en la conformación de nuestro ordenamiento jurídico. Sin duda, las
reglas analizadas en el acápite precedente son apenas la síntesis formal de una
larga tradición de economía extractiva y del inveterado celo mostrado por la
organización política en orden a participar de los beneficios de dicha
actividad (Colmeiro, 1850). El estudio del régimen del subsuelo y sus recursos,
sin duda, ha de soportarse en el rastreo de sus raíces históricas. De esta
suerte, en adelante se revisarán los distintos períodos de la regulación de la
actividad extractiva y de las disposiciones hacendísticas que le fueron
aplicables desde la España bajomedieval hasta finales del siglo XX, momento en
el cual habría de transitarse del análisis histórico a la revisión y crítica
del Derecho vigente.
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En este orden de ideas, en las líneas subsiguientes (I) se
estudiarán los orígenes de las categorías patrimonialidad y regalismo en las
normativas reales españolas de los siglos XIII y siguientes. A renglón seguido,
(II) se revisará cómo el descubrimiento del Nuevo Mundo y la ambición por
explotar sus riquezas determinaron la irrupción de reglas especiales,
particularmente en lo relativo a la perspectiva fiscal de la materia mine-ra.
Este par de acápites, por supuesto, revisten singular importancia en el
desarrollo de este escrito, en la medida en que las bases sentadas en el
régimen minero y hacendístico medieval y colonial dejaron huellas indelebles en
la sustancia de nuestro ordenamiento jurídico, tal cual puede corroborarse al
revisar (III) no solo la pervivencia directa de la normativa minera hispana en
el Derecho nacional durante casi todo el siglo XIX, (IV) sino también su
inmanencia en la construcción de un sistema propio tras la abolición formal de
las leyes españolas en 1887. De hecho, (V) los principios patrimonial y
regalis-ta que inspiraron la materia en estudio desde la Edad Media fueron los
que infundieron un carácter especial al Derecho aplicable a la explotación de
los recursos naturales no renovables a partir de las concesiones petroleras de
principios del siglo XX.
I. PATRIMONIALIDAD Y REGALISMO EN LA
ESPAÑA BAJOMEDIEVAL
Cuando menos desde el siglo XIII, el ordenamiento jurídico
hispano comenzó a incorporar reglas especiales relativas a la titularidad de
las riquezas minerales o patri-monialidad y a la participación de la
organización política en los dividendos provenien-tes de su extracción o
regalismo. Sin duda, la patrimonialidad y el regalismo constituye-ron la base
conceptual del Derecho minero español desde sus más remotos orígenes y
determinaron el carácter especial de los ordenamientos que, como el Derecho
minero y petrolero colombiano, se construyeron a partir de esta herencia (De
Gamboa, 1761). Tales previsiones, particularmente las relativas a la
patrimonialidad6, constituyeron una interesante toma de distancia frente a
la tradición romana 7 que, en términos genera-les, inspiraba la institucionalidad
ibérica (Escudero, 2003). Como se sabe, el Derecho romano, más allá del
reconocimiento de algunas servidumbres legales (Petit, 2011) –o, más
exactamente, delimitaciones por razones de vecindad–, profesaba el más profundo
respeto por la propiedad y formulaba amplísimos poderes en favor de los
propietarios inmobiliarios sobre sus fundos, lo que les permitía aprovecharlos
ilimitadamente, esto es, desde el cielo hasta el infierno (Pimiento, 2016); el
Derecho hispano bajomedieval, entre tanto, comenzó a incorporar cotas en los
contenidos del dominio inmobiliario por medio de delimitaciones vecinales,
primero, y procomunales, después (Hernández, 2014), hasta llegar a
restricciones fuertes que se manifestaban, por ejemplo, bajo la forma de
gravámenes profundos a su alcance e, incluso, de traslación de ciertos bienes
tradicionalmente privados al dominio público (Santaella Quintero, 2010). Tal
fue el caso del subsuelo y de las riquezas que de allí se extraían, según puede
concluirse de la revisión de antiguas normativas como (1) Las Siete Partidas, (2) el
Ordenamiento de Alcalá
6
En el Derecho romano el dominio real sobre las minas era
cosa impensable; sin embargo, de antiguo se aceptaba un cierto margen de
participación de la organización política en los beneficios obtenidos por la
extracción de rique-zas. Así las cosas, el reconocimiento de la titularidad del
dueño de un fundo sobre el subsuelo y sus riquezas, “no impidió que los
Emperadores romanos se atribuyesen un décimo del producto de las minas
cualquiera que fuese el lugar donde se encontraran” (Vélez, Uribe, 1905).
7
A pesar de la marcada influencia romana, señala JUAN MOLINA
(1952), “en España entraron a regir normas especiales del Derecho Minero: había
diferencia entre lo que era la propiedad territorial y la propiedad minera”.
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petrolero colombiano
y (3) el Ordenamiento de Briviesca8.
1. LAS SIETE PARTIDAS
Ya en Las Siete Partidas es posible
identificar los primeros esbozos de la pa-trimonialidad y el regalismo como
notas esenciales en la configuración del régimen minero español. Estas primeras
formulaciones, sin embargo, no fueron del todo con-tundentes. De hecho, la
sistematización de tales categorías dependió, en un primer momento, de su
inferencia a partir de disposiciones relativas a temáticas distintas a la
minería propiamente dicha.
La patrimonialidad fue, quizá, el supuesto jurídico más
oscuro en sus orígenes. Su presencia en la formación del Derecho minero español
apenas si podía deducirse de la atenta revisión de algunas de las disposiciones
relativas a la guarda del monarca y su descendencia –qual debe seer el pueblo
en guardar al rey et sus fijos–. En efecto, en la Ley V del Título XV de la
Segunda Partida se señalaban las reglas aplicables para asegurar que “el
señorío sea siempre uno, et no lo enagenen nin lo departan”. Entre tales reglas
se destacaba que, a fin de conservar la indivisibilidad del reino, “quando el
rey fuere finado et el otro nuevo entrare en su logar […] nunca en toda su vida
[este podrá departir] el señorio nin [enagenarlo]”. De hecho, para reforzar
esta restricción al poder real, la mencionada disposición establecía que “quando
el rey quisiere dar hereda-mientos á algunos” no podría hacerlo “sobre aquellas
cosas que pertenescen al señorio” entre los cuales, por cierto, se enunciaban
las “mineras”. Así pues, a pesar de que no se señalaba expresamente que las
minas pertenecían al patrimonio real, era cuando menos posible deducir que
tales bienes eran, ya un derecho de la Corona, ya una manifesta-ción
patrimonial inescindible del reino mismo, razón por la cual ni siquiera el monarca
podía transferir en forma plena e irrevocable a ninguno de sus súbditos9.
El regalismo, por su parte, era bastante más claro en el
texto de Las Siete Par-tidas. Dicha codificación, en efecto, definió medidas
especiales para procurar la partici-pación de la Corona en las rentas que de
allí pudieran obtenerse (Colmeiro, 1850). Fue así como en la Ley XI del Título
XXVIII de la Tercera Partida se dispuso que “las rendas de las salinas […], et
de las ferrerías et de los otros metales, […] son de los emperadores et de los
reyes”. Tales rentas, según se desprende del texto legal, debían pasar a manos
de los monarcas, casi por disposición de Derecho natural, en la medida en que
eran el modo más propicio para que pudieran “mantenerse
honradamente […] sus despensas, et […] amparar
sus tierras et sus regnos et guerrear contra los enemigos de la fe”, pues
de otro modo habría sido
imprescindible obtener estos mismos recursos a partir de la imposición de
gravámenes a la población o, como lo señalaba la propia ley, “echarles muchos pechos [a sus
8
Se emplea el término “Ordenamiento de Briviesca” de la misma forma en que se lo
consagra en la Novísima Recopilación. En otras compilaciones normativas suele
usarse el término “Ordenamiento de Bribiesca”.
9 La Ley V del Título XV de la
Segunda Partida permitía a los monarcas la concesión de bienes de la Corona,
pero dicho donadio no era ni irrevocable ni a perpetuidad. Al respecto, la
mencionada ley disponía que si el rey otorgaba bienes de la Corona en
privilegio de donadio, el
beneficiario “non las puede haber nin
debe usar dellas sinon solamente en la
vida de aquel rey que gelas otorgó et confirmó”.
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pueblos] et facerles otros
agravamientos”. Ahora bien, desde un punto de vista cuantitativo, según enseñaban los glosadores de la
época, las rentas reales por la explotación minera ascendían a un décimo cuando
la mina era ajena y a dos décimos cuando pertenecían al patrimonio real, pero
se entregaban a terceros para su explotación (Molina, 1952).
2. EL ORDENAMIENTO DE ALCALÁ
Estos primeros pasos del Derecho minero español, en los
cuales la patrimo-nialidad no era del todo clara y el regalismo, por tanto,
carecía de un soporte jurídico inequívoco, comenzaron un lento pero decidido
proceso de esclarecimiento. Un primer paso fue dado a mediados del siglo XIV;
en efecto, el Rey ALFONSO XI, en el célebre Ordenamiento de Alcalá (1348),
decretó que, además de las rentas previstas en Las Siete Partidas por la
explotación de minerales, “todas las
mineras de plata, i oro, i plomo, i de otro qualquier metal, de qualquier cosa
que sea, en nuestro Señorio Real […], i asimesmo las fuentes, i pilas, i pozos
salados, que son para facer sal” pertenecerían en adelante a la Corona.
Esta normativa, por lo tanto, estableció una relación
inescindible entre la pro-piedad de las minas y la exigencia de rentas por su
explotación. Dicho con algo más de detalle, las riquezas minerales –cuando
menos algunas de ellas– fueron declaradas como patrimonio de la Corona; tal
declaración, sin embargo, no implicó la dedicación de la organización política
a la actividad extractiva, ni menos la exclusión de los particulares de dicha
industria. La minería desarrollada por los súbditos siguió siendo un quehacer
lícito; no obstante, su ejecución no era libre, en tanto precisaba, bien de la
expresa ha-bilitación real, bien de la existencia de un derecho adquirido a la
explotación derivado del aprovechamiento de la riqueza de la tierra por tiempo
inmemorial. De lo dicho se colige que lo que el monarca pretendía con la
aludida disposición era legitimar las ren-tas obtenidas de la minería, en tanto
el privilegio concedido o reconocido para extraer los minerales pertenecientes
a la Corona conllevaba siempre el deber a cargo del minero de retribuir al Rey “las rentas dello” (Ordenamiento de
Alcalá de Henares).
3. EL ORDENAMIENTO DE BRIVIESCA
Años más tarde, el Rey JUAN I, consciente de la importancia
que las rentas mineras revestían para las finanzas de la Corona, adoptó medidas
especiales para fo-mentar la búsqueda de estos materiales y, por consiguiente,
incrementar el recaudo de la participación que por este concepto correspondía a
la organización política (Ortíz, 1992). Al efecto, en el Ordenamiento de
Briviesca de 1387, según se preceptuó en la petición 5210, el
monarca, persuadido de que “estos
nuestros Reinos son abastados, i ricos de
mineros”, determinó que toda persona, previa obtención de la merced real
pertinente, podía “buscar, i catar, i cavar” bien en su
predio, bien en la heredad de un tercero “las
dichas mineras de oro, i plata, i de
azogue, i de estaño, i de piedras, i de otros metales”, siempre que con su intervención no causasen
perjuicio a terceros y, en caso de “buscar,
i catar, y cavar” en predio
ajeno, lo hiciesen “con licencia de su dueño” (Molina, 1952).
10
El texto de la petición 52 del Ordenamiento de Briviesca fue incluido en la
Nueva Recopilación en la Ley III del Título XIII de su Libro VI.
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La identidad histórico-jurídica del Derecho Minero y
petrolero colombiano
Asimismo, a efecto de esclarecer el alcance de los derechos
de la Corona, esta normativa determinó el monto preciso de su participación en “lo que se hallare de los dichos mineros, i se sacare”. Así pues, el
mencionado ordenamiento señaló que con los recursos extraídos se pagarían, en primer lugar, las costas de la
explotación; el remante, por su parte, se dividiría, dejando “la tercia parte […] para el que lo sacare,
i las otras dos partes para [la
Corona]”11. Vale la pena
resaltar, en fin, que el monto de este gravamen, si bien ofre-ció certeza en
cuanto a los derechos de la Corona en la actividad minera, redundó en la
inoperancia –al menos parcial– de este ordenamiento, pues, ante la exorbitancia
de la participación real en los beneficios de la explotación de los minerales,
los descubridores de minas preferían explotarlas de manera clandestina o,
simplemente, no explotarlas; esta circunstancia, como se verá, propició la
modificación de estas reglas durante el siglo XVI, pues, de otro modo, no
habría sido posible fomentar la minería en España y en sus dominios
(Rivadeneira, 1977).
II.
PARTICIPACIÓN DE LA CORONA EN LA EXPLOTACIÓN MINERA EN INDIAS
A partir del siglo XVI, la opción
institucional adoptada por la monarquía es-pañola en torno a la declaración
normativa de pertenencia a la Corona de las riquezas minerales y la
participación –de índole fiscal– en su aprovechamiento cobraron un matiz
especial (Sarria, 1960). Sin duda, el descubrimiento del Nuevo Mundo y la
apropiación de sus inconmensurables riquezas minerales representaron para la monarquía
ibérica una oportunidad histórica para el incremento de sus arcas y, por ende,
de su poder e influen-cia en Europa, razón por la cual tanto los Reyes
Católicos como sus sucesores echaron mano de todas las argucias políticas y
jurídicas necesarias para asegurarse semejante botín. Fue justamente en este
contexto (1) que los monarcas españoles reforzaron los instrumen-tos formales
que les procurasen la propiedad de las minas de ultramar, al tiempo que (2)
establecieron reglas especiales para incentivar su explotación conservando la
participación en los rendimientos de tal industria.
1. LA PROPIEDAD DE LAS MINAS EN LAS
INDIAS OCCIDENTALES
En virtud de la influencia ejercida sobre la Sede
Apostólica, los Reyes Católicos lograron que el Papa ALEJANDRO VI, por medio,
entre otras disposiciones pontificias, de la célebre Bula inter caetera de
1493, les donase (Sánchez - Arcilla, 2000) “todas las yslas e tierras firmes
[descubiertas i por descubrir] hacia el occidente i mediodía […] con todos los
señoríos de las dichas tierras, civdades, fuertes, lugares, villas, derechos,
jurisdicciones, i todas sus pertenencias” y les confiriese, como verdaderos
señores de dichas islas y tierra firme, “pleno, libre, lleno i absoluto poder i
jurisdiccion” sobre los bienes y las gentes de tales dominios. La mencionada
donación papal, más allá de las discusiones teológicas y jurídicas que se
suscitaron en torno a su legitimidad (De Solorzano, 1703), “fue tenida como el
título jurídico suficiente para sustentar el derecho de dominio de los reyes de
España sobre las Indias, sus habitantes y sus recursos naturales” (Suescún,
2008).
11 Ordenamiento de Briviesca.
Petición 52.
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Como resultado de lo anterior, en
adelante, tanto el territorio indiano como los bienes en él existentes se
consideraron propiedad de los
monarcas ibéricos, esto es, cualquier bien pasible de apropiación y del que
pudiese derivarse algún beneficio eco-nómico pasó a ser bien realengo (De
Solorzano, 1703). Tal título jurídico, por tanto, permitió a la Corona el
aprovechamiento de las riquezas indianas, ya por la gestión di-recta de la
burocracia a su servicio, ya por la acción de terceros que, por virtud de merced (Ots, 1959) o capitulación real (Ots, 1940), podían
emprender expediciones a los nuevos territorios para extraer recursos
naturales, desarrollar actividades comerciales o ejercer monopolios mercantiles
a cambio del pago de determinados derechos fiscales (Friede, 1989).
Las minas, por supuesto,
constituyeron un buen ejemplo de este régimen jurí-dico (De Solorzano, 1703).
En efecto, casi desde el Descubrimiento comenzó a circular el relato de que, en
los nuevos dominios, el oro y la plata
estaban al alcance de la mano. Tal abundancia de metales preciosos y de
otras tantas riquezas minerales condujo a los Reyes Católicos a reservarse, en
un primer momento, “el aprovechamiento de todas las minas que se descubrieran
en las Indias, salvo aquellas de las cuales se hiciera concesión especial”
(Ots, 1982).
No obstante, las dimensiones de los yacimientos eran tan
significativas y el territorio tan vasto y prometedor que muy pronto los nuevos
dominios reales se llenaron de adelantados que extraían los metales y riquezas
sin la previa obtención de una merced o capitulación, por lo que los monarcas
se vieron forzados, tras el infructuoso expediente de la proscripción y el
castigo (Cédula Real, 1501), a adoptar a partir de 1504 una política minera especial para las Indias Occidentales que permitiese, no
solo el descubrimiento y laboreo de
minas por parte de los funcionarios reales y de los sujetos agraciados con merced o capitulación real (Ots, 1940), sino
también, en virtud de una habilitación general, la actividad de cualquier súbdito a cambio del pago de un tributo
(Sánchez -Arcilla, 2000), en lo que DE SOLORZANO (1703) denominara el régimen
de minas comunes.
Como
puede verse, en términos generales, el modelo institucional de la minería dispues-to
por los Reyes Católicos en los dominios indianos y conservado en lo fundamental
en la fase de Conquista y, más tarde, durante el período colonial, no distaba
mucho del ordenamiento minero vigente en la Metrópoli. En verdad, la
patrimonialidad y el rega-lismo, categorías inspiradoras de este régimen, se
conservaron incólumes durante siglos (Vergara, 1989); prueba de tal afirmación
reside en el hecho de que los primeros mo-narcas Habsburgo expidieron algunas
normativas que daban cuenta de la habilitación general para la explotación por
cualquier sujeto de las riquezas mineras pertenecientes a la Corona12, por un
lado; y, por el otro, el pago de un derecho fiscal como retribución
12 CARLOS I, en la Ley del 9 de
diciembre 1526, retomada a su vez en la Ley expedida por FELIPE II el 19 de
junio de 1568, estableció que “todas las
personas de cualquier estado, condicion, preeminencia ó dignidad, españoles é
indios [podrían] sacar oro, plata,
azogue y otros metales […] en todas las minas que hallaren, ó donde quisieren o
por bien tuvieren, y los coger y labrar libremente y sin ningun género de
impedimento”. Tan amplia merced, por tanto, significaba que “las minas de oro, plata, y los demas
metales [eran] comunes á todos, y en todas partes y términos, con que no
resulte perjuicio á los indios, ni á otro tercero”.
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a
los monarcas por tal actividad13 al estilo
de las normativas medievales. Así pues, aun cuando por medio del régimen de
capitulaciones los monarcas concedieron la propie-dad de sus bienes en el Nuevo
Mundo a este o aquel súbdito (Ots, 1940), lo cierto es que “las leyes
coloniales no parecen haber otorgado la propiedad del subsuelo” (Pimiento
Echeverri, 2016), esto es, el otorgamiento de un bien raíz; por ejemplo, no
conllevaba la apropiación del subsuelo, sino, únicamente, de la superficie14.
2. UN MODELO REGALISTA ESPECIAL PARA EL
NUEVO MUNDO. LA DUA-LIDAD FISCAL
A pesar de las proximidades resaltadas en el acápite
anterior, el régimen jurí-dico de las minas en América se separó del
ordenamiento vigente en la Metrópoli en su componente hacendístico. A diferencia
de las normativas medievales antes resaltadas e, incluso, de las reformas al
ordenamiento minero para España introducidas por FELIPE
II en
la Real Ordenanza de 10 de enero de 1559, en cuya virtud se exigían dos
terceras partes del provecho obtenido por la actividad extractiva, las leyes de
Indias destinaban para la Real Hacienda, como regla general, una participación
apenas de la quinta parte de los beneficios (Vélez & Uribe, 1905) o, como
se la llamaba entonces, el quinto real15.
Tal diferencia, probablemente, obedeció al hecho de que, a diferencia de lo que
ocurría en España, en donde el escaso laboreo de las minas derivaba del
ocultamiento de los ya-cimientos por parte de los terratenientes a efecto de
impedir que terceros aprovechasen los recursos de sus fundos, el descubrimiento
y explotación de las minas en América debía vencer problemas mucho más graves,
tales como la distancia con la Península, las dificultades que el entorno
tropical representaba para los adelantados y, más tarde, para los colonizadores;
y, en fin, el grave peligro en que se incurría al transportar a Europa las
riquezas obtenidas, razón por la cual los monarcas, a efecto de concitar el
interés de los mineros y así acrecentar sus propias arcas, debían ofrecer
incentivos mucho más atractivos que los vigentes en España.
13
En Carta del 5 de febrero de 1504, FERNANDO DE ARAGÓN e ISABEL DE CASTILLA
ordenaron que el ejercicio de la habilitación general para la explotación
minera en las Indias dependía del pago de un tributo a la Real Hacienda que
equivaldría a una cierta proporción de los beneficios extraídos (De Solorzano,
1703 & Ots, 1959).
14
En sentido contrario puede consultarse a DE AVILA MARTEL (2018), para quien el
Derecho indiano permitía la apropiación privada de las minas. En sus palabras, “la
propiedad minera, diversa de la superficial, era accesible a todos los
habitantes, tanto españoles como indígenas y aun a los extranjeros domiciliados
legalmente en América; salvo las altas autoridades territoriales, aquellas que
tuvieran que ver con las minas y los eclesiásticos, todos los que tienen la
prohibición de ser propietarios de minas […]. La propiedad minera de los
particulares, [sic] es de amplísi-mo contenido, como cualquier otro bien de su
dominio. Del rey pasa a los particulares […] por virtud de la merced y
concesión del soberano, la que no dudamos en llamar una modal donación. Esta
última frase es feliz y contiene la posibilidad de que caduque si no se cumplen
los requisitos establecidos para su permanencia”.
No
se comparte la lectura expuesta en razón de que, como se ha insinuado, las
normativas propias del Derecho indiano, si bien concebían ciertos derechos
subjetivos en relación con la actividad minera, lo hacían en el sentido de
salvaguardar la explotación de los minerales en cuanto tal, y no en lo tocante
al dominio de la mina, el cual, como lo destaca el propio DE AVILA MARTEL al
citar las Ordenanzas de Nueva España, jamás se desprende del patrimonio real.
15
En la Ordenanza de 1572, FELIPE II mandó que “todos los vecinos y moradores de nuestras Indias que cogieren ó saca-ren
en cualquier provincia ó parte de ellas oro, plata, plomo, estaño, azogue,
hierro ú otro cualquier metal, nos hayan de pagar y paguen la quinta parte de
lo que cogieren ó sacaren neto, sin otro ningun descuento”.
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En resumen, dadas las características expuestas, es posible
aseverar que, con ocasión del descubrimiento y consiguiente conquista y
colonización de América, el De-recho minero español se dividió en dos ramales:
un Derecho minero español propia-mente dicho, contenido, en términos generales,
en las ordenanzas mineras de 1559 (Colmeiro, 1850) y 1585 (Ortiz, 1992), y un
Derecho minero indiano que, además de aplicar las reglas generales del primer
ramal en forma supletiva (Ortiz, 1992), se rigió por disposiciones especiales
contenidas en cédulas y cartas reales expedidas a lo largo de los siglos XVI a
XVIII, compiladas algunas de ellas en el gran cuerpo normativo de CARLOS II en
1680, así como por otras tantas normativas posteriores (Aguilera, 1965) entre
las que destacaron algunas codificaciones singulares como la Ordenanza de 1783
conocida como Real Ordenanza para la
direccion, rejimen y gobierno del importante cuerpo de la Minería de Nueva España y de su Real Tribunal Jeneral. Fue esta
última vertiente del De-recho minero la que inspiró la construcción de las
normativas mineras que se abrieron paso en las nacientes repúblicas americanas
durante el siglo XIX (Vélez & Uribe, 1905), en la medida en que ella
perfiló los elementos definitorios de esta materia en los años venideros:
propiedad pública del subsuelo, explotación de la riqueza mineral por parte de
terceros quienes a cambio se obligaban al pago de un derecho fiscal en favor de
la organización política y, en fin, la obligación de labrar las minas como
condición para continuar su explotación (Rivadeneira, 1977).
III. IRRUPCIÓN DEL ORDENAMIENTO
MINERO VERNÁCULO
Los albores del siglo XIX representaron para las antiguas
colonias españolas en América el comienzo de la vida republicana como síntesis
de largos y dolorosos procesos políticos, sociales y económicos que fluctuaron
de los levantamientos y rebe-liones populares de los siglos XVII y XVIII hacia
la emancipación (Liévano Aguirre, 1973). Consolidada la Independencia, uno de
los primeros retos en la formación del Estado consistió en la estructuración de
un ordenamiento jurídico propio, para lo cual los líderes republicanos, por
simple sensatez política, no cabe duda, echaron mano del edificio jurídico
legado por España. Tal opción institucional, por supuesto, (1) permitió la
pervivencia de las disposiciones y normas mineras vigentes en la época de la
Colonia,
(2) aun
cuando pronto comenzaron a notarse algunas reglas especiales que alteraban la
forma de los principios del Derecho minero tradicional o que, incluso, rompían
de plano con sus elementos esenciales.
1. CONSERVACIÓN DE LA HERENCIA
HISPANA
A pesar de que en apariencia el Derecho minero vernáculo, en
virtud de la expedición de un buen número de disposiciones especiales, comenzó
a tomar notas pro-pias desde los albores de la Gran Colombia, lo cierto es que
tanto las reglas relativas a la titularidad de la organización política sobre
el subsuelo y sus riquezas, como aquellas que permitían la explotación de las
minas a cualquier súbdito a cambio del pago de un derecho fiscal instauradas
por el gobierno español continuaron vigentes, ya por remi-sión directa o aplicación
supletiva, ya porque inspiraron las ulteriores codificaciones nacionales
(Aguilera, 1965).
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Prueba de lo anterior puede ser
hallada en el Decreto del 4 de agosto de 1823, el cual, si bien se decantaba
por la reserva de las minas de platino para el Estado, lo que constituía, sin
duda, un verdadero distanciamiento en relación con el antiguo régimen,
concentraba la generalidad de sus disposiciones en facultar al gobierno para el
otorga-miento de las minas a los particulares para su explotación a la usanza
de la Colonia y remitía expresamente a la Real
Ordenanza para la dirección, réjimen y gobierno del importante cuerpo de la minería de Nueva España (1783)
en lo relativo a la labranza, fortificación y amparo de las minas.
Otro tanto puede decirse del Decreto
del 24 de octubre de 1829 dictado por SIMÓN BOLÍVAR y que, si bien puede
tenerse como el primer ordenamiento nacional del sector de minas, es de
reconocer que, en general, esta normativa no fue sino un intento por procurar
la eficacia de la legislación española aplicable en el ramo, de suerte que “el
régimen legal de la [minería], vigente durante la Colonia, se prolongó hasta
los primeros tiempos de la República, en que el espíritu de aquella legislación
se amplió más aún, nacionalizándose integralmente el subsuelo” (Sarria, 1960).
Así pues, según se desprende de los considerandos del llamado Decreto minero del Libertador, la
minería, a pesar de ser una de las “principales fuentes de riqueza pública”,
estaba completamente “abandonada en Colombia”, de suerte que se precisaba,
entre otras medidas, del asegu-ramiento de la propiedad de las minas “contra
cualquier ataque” como prenda de “la prosperidad del Estado”.
Como ya puede intuirse, tal
apropiación estatal de las minas fue completa-mente inspirada por los
principios patrimonial y regalista, definitorios ambos del De-recho minero
español y, por supuesto, pretendió generar los mismos efectos que tales
postulados propiciaban en el régimen depuesto. En verdad, al igual que en el
antiguo régimen, el hecho de que la organización política se reservase la
propiedad sobre el sub-suelo y sus recursos no implicaba ni la dedicación del
Estado a la explotación directa de la riqueza minera, ni la proscripción de la
actividad privada en este ramo. De hecho, el interés del Estado era,
precisamente, la extracción de los minerales, pero por cuenta y riesgo de
sujetos especializados, debidamente habilitados y obligados a retribuirle por
el derecho a ejercer la minería con parte de los beneficios extraídos.
En este orden de ideas, el Decreto (1829, art. 1) declaraba
que “las minas de cualquier clase corresponden a la República, cuyo gobierno
las concede en propiedad y posesión a los ciudadanos que las pidan, bajo las
condiciones expresas en las leyes y ordenanzas de minas”, en especial, aquellas
contenidas en la Ordenanza Minera de Nueva España (1783) (Decreto, 1829, art.
38). De hecho, tal remisión es la clave de la pervivencia de los principios
patrimonial y regalista (Aguilera, 1965); en realidad, la mencionada Ordenanza,
en su Título V, que trataba “del dominio
radical de las minas: de su concesion
á los particulares; y del derecho que por esto deben pagar” establecía que
las minas pertenecían al Estado y que
este, sin separarlas de su patrimonio, podía concederlas a los súbditos bajo
dos condiciones: la primera, que el concesionario contribuyese a la Hacienda
Pública con “la parte de metales señalada”; y, la segunda, que la mina fuese
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efectivamente
labrada en conformidad con las obligaciones definidas en la ley y en la
particular concesión (Rivadeneira, 1977), “de
tal suerte que se entiendan perdidas siempre que se falte al cumplimiento de aquellas en que así se previniere, y
puedan concedérsele á otro cualquiera que por este título las denunciare”16.
Es de destacar que, en términos generales, el Decreto Minero
de 1829 per-maneció vigente durante buena parte del siglo XIX (Aguilera, 1965),
de lo que resulta que los principios patrimonial y regalista, propios del
Derecho minero de Indias, salvo situaciones especiales que se analizarán más
tarde, conservaron su fuerza y vigor durante este periodo. Incluso las reformas
puntales al ordenamiento minero, excepción hecha de algunas disposiciones que
reservaron a la Nación la explotación de determinados minerales17
y de lo acontecido durante el interregno federalista, apelaban a la propie-dad
pública minera y a la habilitación para que terceros pudiesen explotar las
minas a cambio del pago de un derecho fiscal como su base principal18.
2. UN RÉGIMEN VOLÁTIL: ENTRE LA
CONSERVACIÓN Y LA RUPTURA DE LA HERENCIA HISPANA
Pese a lo dicho, es de resaltar que los principios
inspiradores del régimen vi-gente durante los inicios de la vida republicana
sufrieron algunas transformaciones du-rante el periodo de la República de la
Nueva Granada, principiado con la Constitución de 1832; las cuales, como se
verá, se profundizaron significativamente durante la vigen-cia de las
constituciones de signo federal expedidas en 1858 y 1863, antes de recobrar su
fuerza y vigor a instancias de la Constitución de 1886. Así las cosas, el
creciente ánimo político en torno al fortalecimiento jurídico y económico de
las provincias en demérito de los poderes del gobierno central, que tuvo lugar
durante buena parte del siglo XIX, se tradujo en la incorporación de sendas
reformas a los principios patrimonial y rega-lista. Lo anterior puede ser
constatado al verificar que en el periodo en cuestión (A) el principio
regalista perdió su inveterada identidad con el gobierno central, (B) en tanto
que el principio patrimonial fue desfigurándose al punto de que, si así lo
decidían las distintas secciones territoriales, era admisible la apropiación
privada sobre el subsuelo y algunos recursos minerales.
16 Real
Ordenanza para la dirección, réjimen y gobierno del importante cuerpo de la
minería de Nueva España de 1783., Título V. Art. 3º.
17 La Ley de
9 de junio de 1847 “sobre arrendamiento i
elaboración de las minas de esmeraldas” señalaba en su Artículo 1º que “las minas de esmeraldas descubiertas
en el territorio de la República, solo pueden esplotarse por cuenta de la
nacion”.
18 Prueba de tal afirmación puede
ser hallada, por ejemplo, en la Ley de 10 de junio de 1844, la cual, en su
Artí-culo 1º, preceptuaba que “el derecho
de quinto será á razon del tres por ciento en el oro i en la plata, pagadero en
moneda de plata”. A su turno, la
Ley de 23 de mayo de 1846 que, en su artículo 1º, establecía una habilitación
genérica para la explotación y
exportación del oro a condición de que se hubiese “pagado préviamente en la respectiva oficina de recaudacion que designe el Poder Ejecutivo
el derecho único de seis por ciento en especie por razón de quintos, fundicion
i porte de correos”. Finalmente, la Ley de 26 de mayo de 1847, orgánica de
la renta de salinas, declaraba en su Artículo 1º que las salinas que no estuviesen enajenadas eran “propiedad de la República” y que, para efectos de su
administración, podían ser arrendadas o cedidas temporalmente a los particulares,
quienes, en los términos de los artículos 22 y 23 de dicha ley, además del pago
del arriendo o derechos de concesión, debían pagar “ocho reales por cada quintal que produzcan las salinas”.
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A. Reglas de aprovechamiento de las
regalías
A partir de la década de los 30 del
siglo XIX, las notas definitorias del princi-pio regalista comenzaron a
fluctuar, si bien no en su sustancia, al menos sí en su forma. En efecto, la
explotación de la riqueza del subsuelo, como era tradicional, generaba algunas
rentas a favor del Estado, las cuales eran recaudadas y empleadas directamente
por el gobierno central para el financiamiento de su gasto. Por esta época, sin
embargo, las reglas atinentes a la recaudación y aprovechamiento de las
regalías fueron modificán-dose, lo que permitió que muchas otras
manifestaciones de la administración pública pudiesen servirse de las mismas.
En este orden de ideas, la Ley de 16 de mayo de 1836 que
adicionó el Código de Régimen Político y Municipal de 1834, dispuso que las
rentas que pagaban quie-nes ostentaban títulos mineros, esto es, los quintos,
constituían “rentas provinciales”19. Poco
tiempo después, la Ley de 20 de abril de 1838 (art. 5), orgánica del crédito
nacio-nal, determinó que el producto del arrendamiento de minas de metales y de
piedras preciosas y de cualesquiera fincas del Estado se destinaría a
satisfacer los intereses de la deuda nacional, vale decir, estas rentas
continuaban en manos del poder central, pero su destinación era específica; de
hecho, la Ley de 20 de junio de 1853 no solo corrobo-ró, sino que complementó
esta regla en la medida en que habilitó al poder ejecutivo para destinar el
fruto del canon y la venta de minas a la amortización de la deuda ex-tranjera,
pero sin alterar las condiciones aplicables a los quintos20.
B. Las cambiantes reglas de
propiedad sobre el subsuelo y los recursos minerales
Quizá una de las principales
características de la historia constitucional colom-bina durante el siglo XIX
fuese la constante fluctuación institucional en lo que toca a la forma del
Estado. Así pues, desde los albores de la República, en el periodo que se
conoció como la Patria Boba, la pugna entre centralismo y federalismo determinó
un sinnúmero de guerras civiles que fueron el telón de fondo de la generalidad
de los cam-bios constitucionales de este período. Tal estado de cosas, como
puede intuirse, dejó su impronta en la generalidad de las ramas del Derecho,
incluido, por supuesto, el régimen jurídico minero.
A instancias de la Constitución Política para la
Confederación Granadina de 1858, por ejemplo, el principio patrimonial legado
por la Colonia fue significativamente exceptuado en aras de preservar la
autonomía provincial que hacía carrera desde la Cons-titución Política de la
Nueva Granada de 1853 (Uribe, 1996). En efecto, la Constitución
19
De conformidad con el numeral 6º del Artículo 35 de la Ley de 16 de mayo de
1836, constituían rentas pro-vinciales “lo
que en cada provincia paguen aquellos á quienes se les libre título por alguna
mina, conforme al decreto de 24 de octubre
de 1829”.
20
Según lo dispuesto en el Artículo 3º de la Ley de 20 de junio de 1853, el Poder
Ejecutivo estaba facultado para que destinase a la amortización de la deuda
extranjera las fincas raíces, minas de metales y piedras preciosas de propiedad
nacional, tierras baldías y créditos activos de la República en el exterior.
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de 1858 señaló como bienes pertenecientes a la Confederación
“las vertientes saladas que […] pertenecen a la República” y “las minas de
esmeraldas y sal gema, estén o no en tierras baldías”, lo que implicaba que el
dominio sobre las demás minas pasaba a manos de los Estados confederados
(Constitución Política para la Confederación de Granadina, 1858).
Ahora bien, la nueva regla de
propiedad sobre el subsuelo comenzó a sur-tir verdaderos efectos a partir de la
Constitución de los Estados Unidos de Colombia (1863), en cuya virtud “los
Estados Soberanos que integraban la Federación legislaron sobre las minas que
no estaban reservadas por la Unión, [y, en tal virtud], se descono-cieron los
sistemas dominial y regalista, y la mayoría de yacimientos fueron a pertenecer
al dueño del terreno” (Ortiz, 1992).
En efecto, aun cuando de antiguo se
admitía la constitución de títulos cerca-nos al dominio sobre el subsuelo y las
riquezas minerales en favor de los particulares, lo cierto es que tales
derechos eran precarios, en tanto la organización política, según disponía la
Real Ordenanza de 1783, jamás se desprendía de la propiedad sobre las mi-nas y
se reservaba la potestad de revocar los derechos conferidos si su titular
incumplía las obligaciones fiscales y de explotación o laboreo a su cargo. No
obstante, a partir de 1863, las codificaciones mineras estaduales, en general,
si bien respetaron la propiedad estatal sobre las vertientes saladas y las
minas de esmeraldas y sal y reservaron a los Esta-dos las minas de oro y plata
solo para efectos de obtención de derechos fiscales, entrega-ron el resto del subsuelo
con los consiguientes yacimientos a los particulares (Liévano, 1968)
consagrando así “el principio de accesión en el cual se confundió el dominio
del suelo al subsuelo para definir la propiedad del subsuelo en lo que se ha
llamado minas por accesión” (Rivadeneira, 1977).
Tal toma de partido, aunque efímera,
dejó secuelas indelebles en el ordena-miento jurídico minero colombiano. Así
pues, a pesar de provenir de los ordenamien-tos estaduales, el reconocimiento
legislativo de dominio particular sobre el subsuelo y los recursos mineros fue
suficiente para generar derechos adquiridos sobre tal riqueza.
En este orden de ideas, aunque pocos
años después la Unión comenzó a des-andar la senda del dominio privado del
subsuelo por medio de disposiciones como las leyes 13 de 1868 y 29 de 1873 que
reservaron a la Nación las minas de carbón, o la Ley 106 (1873), contentiva del
Código Fiscal, que reservó la propiedad de las minas de metales preciosos en
tierras baldías, fiscales o de uso público, así como los yacimientos y
depósitos de carbón, guano, cobre, hierro y azufre; lo cierto es que, durante
bastantes años, la atribución de un pacífico carácter público a las minas fue
algo excepcional. En verdad, tal condición se predicó en lo sucesivo únicamente
de las minas de esmeraldas y sal gema en los términos de las constituciones de
1858 y 1863, las minas declaradas como propiedad de los Estados en las
legislaciones seccionales expedidas a partir de 1863 y las minas de los
materiales enunciados en el Código Fiscal descubiertas a partir de su
expedición (Ortiz, 1992).
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Interminables fueron las discusiones
en torno a la titularidad sobre las demás minas; casi como si el discurso
jurídico circulante por entonces se decantase por la pu-blificación residual.
Esta discusión resulta, de hecho, singularmente importante por los efectos
jurídico-económicos que representó para el Estado durante los años venideros;
no obstante, lo más interesante de este discurso es el protagonismo que logra
en la práctica jurídica del país a pesar de carecer de un soporte normativo
sólido.
En verdad, en la esfera estrictamente normativa, el Código
Fiscal de 1873 había señalado que “las minas de cobre, de hierro y otros
metales no preciosos, las de azufre y demás no expresadas en este Título, que
se descubran en terrenos baldíos de propiedad nacional, son también de la Unión”
(Ley 106, 1873, art. 1126) (itálica no original); de lo que resulta que, en
términos legales, la publificación minera era la regla. A pesar de tal
dis-posición, lo cierto es que muchos sectores de marcada tendencia
individualista, así como grandes emporios mineros extranjeros, promovieron la
tesis del derecho estricto (Liévano, 1968), en cuya virtud la falta de reserva
patrimonial expresa por parte del Estado en rela-ción con las minas conllevaba
la tácita permisión de su apropiación privada (Constitución de los Estados
Unidos de Colombia, 1863, art. 15).
De hecho, fue apenas en virtud de la Constitución (1886) que
la Nación, además de la pertenencia sobre las minas de la Unión reconocidas en
las constituciones federales, esto es, las de esmeraldas y sal gema, declaró la
patrimonialidad pública (Samper, 1951) sobre los yacimientos que pertenecían a
los Estados y las demás “minas de oro, de plata, de platino y de piedras
preciosas que existan en el territorio nacional”, todo ello sin perjuicio de
los derechos adquiridos, bien que hubiesen sido constituidos por los Estados
Federa-les, bien que tuviesen su fuente en leyes anteriores (Vélez & Uribe,
1905), establecidas en beneficio de los descubridores y explotadores de las
minas.
Como en su momento lo destacó JOSÉ MARÍA SAMPER (1951), el
Legislador Constituyente quiso que, con respeto de los derechos adquiridos en
beneficio de terceras personas, las minas y salinas que pertenecieron a los
Estados pasaran a manos de la Ha-cienda nacional. De esta suerte, “si bien
quedaban respetados los hechos que se hubieran consumado y los derechos que se
hubiesen establecido, con ocasión de las […] minas y sa-linas antes donadas a
los Estados, todos estos bienes, como que afectan a grandes intereses sociales,
volvían a ser propiedad exclusiva de la Nación”. La mencionada reivindicación,
entonces, se explicaba en el hecho de que “las minas han de ser el fundamento
de la mayor prosperidad económica de Colombia, y mal podría funcionar una
legislación uniforme sobre este ramo industrial, si el propietario de ciertas
minas existentes y por denunciar no fuese la república entera”.
Como puede verse, entonces, el nuevo ordenamiento minero
instaurado por la Constitución de 1886, a pesar de reconocer y proteger los
derechos adquiridos bajo el imperio de las constituciones federalistas, no fue
sino el retorno a la aplicación del prin-cipio patrimonial en los términos del
Decreto minero de 1829 y, por tanto, una apuesta por la pervivencia del legado
colonial. Casi podría decirse que la enunciada reivindicación
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nacional del subsuelo y las riquezas minerales, además de
constituir la reconfiguración de un “atributo de la soberanía” (Caro, 1951), no
fue sino el retorno “a las antiguas tradiciones fiscales” (Samper, 1951).
IV. APARICIÓN FORMAL DE UN RÉGIMEN
MINERO PROPIO EN EL CON-TEXTO DE LA REGENERACIÓN
El proceso político que culminó con
la expedición de la Constitución de 1886, conocido como Regeneración, a efecto
de reconfigurar el marco institucional del Es-tado en su plenitud, optó por
derogar no solo el orden constitucional de base federal instaurado en la
Constitución de 1863, sino todo otro resquicio de la juridicidad prece-dente.
Pues bien, con miras al logro de tan relevante pilar político, las autoridades
na-cionales, comenzando por el propio Consejo de Delegatarios, adoptaron tres
estrategias normativas principales.
En primer lugar, el Constituyente de
1886 optó por reconstituir la Nación co-lombiana en forma de “república
unitaria” (Constitución, 1886, art. 1), aspecto este que fungía como la piedra
fundamental en la que reposaba todo el edificio constitucional (Samper, 1951) y
en cuya virtud se hacía necesario adoptar todas las medidas tendien-tes a
fortalecer el poder central en quebranto de los pretéritos privilegios
estaduales (Melo, 1989). En segundo lugar, el Constituyente declaró la vigencia
provisional del ordenamiento anterior a 1886 bajo el entendido de que mientras
no se dispusiese otra cosa, la legislación estadual continuaría rigiendo en
cada Departamento; no obstante, según señalaba la Constitución (1886, art. H) “el
Consejo Nacional Constituyente, una vez que [asumiese] el carácter de Cuerpo
Legislativo, se [ocuparía] preferentemente en expedir una ley sobre adopción de
Códigos y unificación de la legislación nacional”. En tercer lugar, como
condición para la consolidación de un ordenamiento jurídico nacional plenamente
consistente con el espíritu que animaba a la Regeneración, la Ley 153 (1887,
art. 15) estableció que “todas las leyes españolas están abolidas”, de lo que
resultaba que únicamente podían tenerse como leyes vigentes aquellas que
hubiesen sido dictadas por los organismos públicos nacionales a lo largo del
siglo XIX y que, en cierta medida, fuesen adoptadas o ratificadas por las
nuevas instituciones creadoras de Derecho.
El desarrollo del mencionado marco
jurídico, por supuesto, surtió efectos en todos los ramos del Derecho, no sin
generar algunas inquietudes en cuanto a su alcance en determinadas materias
que, como la minera, fueron particularmente impactadas por esta transformación.
En realidad, la aplicación simultánea de tales estrategias en el De-recho minero
generó perplejidades e importantes contradicciones en la configuración del
régimen jurídico del subsuelo y las riquezas mineras, en la medida en que
dichos derroteros poco consideraron sus efectos en relación con la plenitud
sustancial de los principios (1) patrimonial y (2) regalista.
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1. EL PRINCIPIO PATRIMONIAL EN EL
MARCO DE LA REGENERACIÓN
En lo que se relaciona con la
reimplantación y pervivencia del principio patri-monial, la aplicación de las
estrategias de centralización, unificación de códigos y aboli-ción de la
normativa colonial generó importantes consecuencias en la configuración del
régimen minero de la Regeneración. Los efectos agregados de tales estrategias
no solo afectaban las competencias normativas sobre el subsuelo y los recursos
mineros, sino que implicaban serias dificultades en lo relativo a la garantía
de consistencia y plenitud del ordenamiento jurídico en esta materia.
Sea lo primero reiterar que la Constitución de 1886 implicó
una transforma-ción radical de las competencias de la organización política en
relación con la regulación del subsuelo y los recursos mineros. Ciertamente,
tanto la Constitución para la Confe-deración Granadina (1858) como la
Constitución de los Estados Unidos de Colombia (1863) dispusieron que todos los
objetos que no fuesen expresamente atribuidos, bien a los poderes de la
Confederación, bien al Gobierno General de la Nación, eran de competencia de
los Estados, por lo que, ante la falta de previsión expresa en favor de la
organización central, los Estados, salvo en lo tocante a la sal gema y las
esmeraldas, asu-mieron la competencia de legislar sobre las minas y su régimen
dominical (Ortiz, 1992). La Constitución (1886, art. 202), por su parte,
centralizó no solo el poder de decidir en torno a la administración y
aprovechamiento de los bienes en estudio, sino que confirió su dominio, salvo
derechos adquiridos, a la Nación.
Como resultado de este nuevo marco jurídico, se hacía
imperativo unificar las reglas en materia minera a fin de evitar la
coexistencia de regímenes propiciada por las constituciones de signo federal
(Samper, 1951). A pesar de lo dicho, a diferencia de lo que acontecía en ramos
como el civil, comercial, judicial o criminal, en donde las codificaciones
seccionales variaban entre sí en aspectos adjetivos y puntuales por lo que
unificarlas no representaba mayores inconvenientes (Ley 57, 1887, art. 1), las
norma-tivas estaduales en materia minera tomaban caminos muy diversos en
relación con el principio patrimonial, esencia jurídica de esta rama del
Derecho. De tal suerte, adoptar esta o aquella codificación estadual como
legislación minera nacional implicaría, por supuesto, un giro copernicano en
muchos Departamentos –antiguos Estados–. La pru-dencia, entonces, aconsejaba la
adopción de un código estadual suficientemente cerca-no a la nueva realidad
constitucional, esto es, tan garante de la propiedad pública del subsuelo como
fuese posible (Constitución, 1886, art. 202). En este contexto, en fin, los
Departamentos en los cuales se había optado por la propiedad privada del
subsuelo no tendrían más remedio que adaptarse al cambio, aunque respetando los
derechos que hubiesen constituido en favor de terceros (Ley 64, 1886, art. 1).
Finalmente, es de tener presente que
el régimen minero, salvo las normas especiales contenidas en el Decreto de 1829
y otras cuantas leyes nacionales, se había soportado muy cómodamente en las
disposiciones contenidas en ordenanzas colonia-les, en particular la de Nueva
España de 1783. En pocas palabras, el Derecho colonial
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colonial seguía obrando como parte esencial del ordenamiento
minero nacional. De esta suerte, abolir las leyes españolas generaba un alto
riesgo de anomia, en tanto buena cantidad de supuestos jurídicos en materia
minera encontraban en tal normativa su estatuto concreto. Se requería, por
tanto, de la escogencia de un código estadual tan completo como fuese posible
para mitigar los inconvenientes propios de las lagunas normativas y ello, aun
cuando no fue reconocido expresamente, implicaba la toma de partido por aquella
legislación más cercana a las disposiciones indianas, pues eran ellas las que
mejor recogían los elementos del principio patrimonial que la Constitución
(1886, art. 202) reivindicaba como base sustancial de la materia minera.
Como respuesta a tales
predicamentos, el poder legislativo adoptó por medio de la Ley 38 de 1887 el
Código de Minas del antiguo Estado Soberano de Antioquia, contenido a su vez en
la Ley del 4 de diciembre de 1877 de la Asamblea Legislativa de dicho Estado,
como Legislación Nacional. En realidad, dada su expedición bajo el im-perio del
Código Fiscal de 1873, el Código de Minas del antiguo Estado Soberano de
Antioquia, a diferencia de la legislación de los otros Estados, no confirió la
propiedad de las minas a los titulares del suelo, sino que dejó las cosas “como
antes estaban” (Vélez & Uribe, 1905).
La referida normativa declaró que pertenecían al Estado,
entre otras, las minas de esmeraldas, sal gema, oro, plata, platino y cobre21. Dicho con
otras palabras, el Códi-go de Minas adoptado en la Ley 38 de 1887 retomaba la
tradición minera de la Nueva Granada vertida en una codificación bastante
completa que se había construido a partir del legado institucional ibérico, por
lo que la derogatoria de las leyes españolas resultaba siendo un asunto casi
formal (Hernández, 2012) y ello, por supuesto, reducía al mínimo los
traumatismos potenciales de tal imperativo legal (Ley 153, 1887, art. 15).
Quedaba latente, sin embargo, la disputa jurídico-económica
en relación con la propiedad del subsuelo en predios privados, dada la
pervivencia del sistema de minas por accesión y de los yacimientos de minerales
no enunciados expresamente en la Cons-titución Política, el Código Fiscal o el
Código de Minas como reserva patrimonial del Estado. Tal controversia, a pesar
de la aparente claridad del Artículo 202 de la Consti-tución Política de 1886 y
del Artículo 1126 del Código Fiscal de 1873, continuó vigente casi hasta el
final del siglo XX y fue atizada por un interminable rosario de disposiciones
que, auspiciadas por los intereses de las grandes compañías petrolíferas
extranjeras22, pretendieron el reconocimiento y salvaguarda de propiedad
privada sobre algunos re-cursos mineros o sobre determinadas porciones del
subsuelo (Liévano, 1968).
2. EL PRINCIPIO REGALISTA EN EL MARCO DE LA REGENERACIÓN
En
lo que dice relación con el regalismo, la confluencia de las tres estrategias
21
Ley del 4 de diciembre de 1877 de la Asamblea Legislativa del Estado Soberano
de Antioquia acogida como legislación nacional en la Ley 38 de 1887, Art. 1º
núms. 1º y 2º.
22 Al respecto se recomienda consultar: (Carreño, 1938).
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normativas
de la Regeneración no parece salir tan bien librada como en el caso de la
patrimonialidad. A decir verdad, el marco jurídico de las rentas derivadas de
la explota-ción minera se vio alterado no solo por el afán de centralización
fiscal sino, principal-mente, por el decaimiento de algunos de sus títulos
jurídicos, lo que, al menos por un tiempo, comprometió el recaudo de estas
participaciones por parte del Estado.
Lo primero a considerar es que, como
parte sustancial de la estrategia de cen-tralización política de la
Regeneración, en 1887 se procedió a la centralización fiscal con el propósito
de fortalecer al Estado. En virtud de estas reformas, comenta TOVAR ZAMBRANO
(1989), algunas rentas, otrora provinciales o estaduales (Ley 16 de mayo,
1836), como las de salinas y de minas, “se trasladaron […] al Estado central”.
Si bien es cierto, la centralización
fiscal no parecería representar mayores con-tratiempos jurídicos o económicos,
lo cierto es que tal medida –así como otras tantas reformas–, amén de atraer el
rechazo de las élites regionales y, más tarde, su enérgica respuesta política y
militar, no fue debidamente articulada con las demás reformas que sobrevinieron
como consecuencia de las estrategias normativas de la Regeneración. En efecto,
la fiscalidad minera que pretendió trasladarse al gobierno central no se
asentaba en la normativa minera propiamente dicha, sino en disposiciones de
rentas que no fueron consideradas al momento de la unificación de códigos.
Súmese a lo anterior el hecho de que hasta la expedición de la Ley 153 (1887,
art. 15), el Estado fundaba su participación alícuota en la explotación de los
recursos naturales no renovables en algunas disposiciones coloniales, entre las
que destacaba la Real Ordenanza Minera de 1783. Así pues, en virtud de la
abolición de todas las leyes españolas, la figura del quinto perdió su soporte
normativo expreso y general.
Al momento de adoptar el Código
Minero del antiguo Estado Soberano de Antioquía como legislación nacional no se
tuvo en cuenta que este no consagraba dis-posiciones generales que aludiesen a
la participación alícuota de la organización política en el producto de la
explotación minera. De hecho, parte importante del componente fiscal del
ordenamiento minero de Antioquia no se contenía en el Código de Minas estadual,
sino que se consagraba en la Ley 110 de 21 de enero de 1881, contentiva del
Código de Rentas, el cual, por su especialidad, no hizo parte de la legislación
adoptada por la Ley 38 de 1887, por lo que algunos tributos mineros quedaron
sin sustento legal por algún tiempo (Vélez & Uribe, 1905).
Lo anterior, por supuesto, no
significaba que el Estado renunciase a la reivin-dicación de derechos fiscales
derivados de la actividad minera. Así las cosas, aun cuando la organización
política dejó de percibir tanto los quintos por algunas explotaciones, como
ciertos impuestos asentados en el Código de Rentas, continuó recibiendo los
ingresos derivados del recaudo de algunos tributos asociados al aprovechamiento
de los recursos mineros (Vélez & Uribe, 1905)..
Al
efecto, la Ley 38 (1887, art. 12) consagró un impuesto especial ordenado a
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reconocer el
derecho a la titulación de las minas. A su turno, el Título XI del Código de
Minas (1887, art. 143) establecía que la titularidad del derecho a explotar una
veta, más allá del hecho mismo de su laboreo, generaba “un impuesto anual,
proporcionado
á su
extensión”. En fin, tanto el Código Fiscal de 1873 como la Ley 64 (1886, art.
4) señalaban que el denuncio y la adjudicación de minas generaban un derecho
fiscal per-teneciente al Tesoro Nacional (Ley 106, 1873).
Ahora bien, a pesar de la pérdida de su soporte tradicional,
el quinto continuó haciendo parte de la fiscalidad minera colombiana, no ya por
la vía de la definición de una cláusula legal general que exigiese la
participación alícuota en el fruto de la explota-ción de cualquier mineral,
sino en virtud de la exigencia de participaciones particulares en algunos
aprovechamientos o en convenciones puntuales. En el primer caso, como antes se
había mencionado, desde mediados del siglo XIX el Legislador nacional había
expedido una serie de disposiciones que daban asiento explícito al quinto en
relación con la explotación de algunos minerales en concreto, entre los que se
contaban el oro, la plata y la sal23. En el
segundo evento, por su parte, el Código Fiscal de 1873 señalaba que la
adjudicación de minas y yacimientos podía ser sometida a determinadas
condi-ciones (Ley 106, 1873, art. 1105), motivo por el cual el Gobierno
Nacional comenzó a incluir en las concesiones determinadas cláusulas por medio
de las cuales exigía la participación alícuota del Estado en la explotación de
sus recursos.
V. EL LARGO CAMINO HACIA EL RÉGIMEN
CONTEMPORÁNEO. ENTRE LO PRIVADO Y LO PÚBLICO
A pesar de que para 1887 parecía claro que tanto el subsuelo
como los recursos mineros pertenecían al Estado y que este, bien por
disposiciones especiales, bien por convenios puntuales anexos a cada
adjudicación minera, tenía el derecho a recaudar una parte alícuota de los
beneficios de la actividad extractiva, lo cierto es que, apenas expedida la
Constitución de 1886, el ordenamiento jurídico minero, por las prácticas y
discursos circulantes, se alejó bruscamente del tenor constitucional. Hicieron
falta muchas décadas para retomar la senda patrimonial y regalista señalada en
1886.
En verdad, a partir de 1887, las leyes mineras, a las que
pronto se sumaron las petroleras, dieron tumbos entre la privatización y la
publificación del subsuelo y las riquezas minerales, manteniendo este sino
hasta la expedición de la Ley 20 de 1969, referente formal a partir del cual la
legislación se decantó definitivamente en favor de lo dispuesto en la
Constitución de 1886 (Pimiento, 2015) y que se conservó sin mayores variaciones
en la Constitución Política de 1991. Como se verá, entonces, la revisión
detallada de los desarrollos legales y reglamentarios (1) de la patrimonialidad
y (2) el regalismo a partir de 1887 y durante todo el siglo XX da cuenta fiel
de la hipótesis pro-puesta.
23 Cfr. Ley de 10 de junio de 1844, Ley de 23 de mayo de 1846 y Ley de
26 de mayo de 1847.
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1. LA PATRIMONIALIDAD HASTA EL OCASO DE
LA CONSTITUCIÓN PO-LÍTICA DE 1886
Aun cuando la Ley 38 (1887) aclaraba que, tras la vigencia
de la Constitución de 1886 e incluso antes en virtud del Código Fiscal de 1873,
la propiedad privada del subsuelo y de los recursos mineros era un supuesto
jurídico superado, la verdad es que bien pronto los esfuerzos de las élites
regionales por conservar los privilegios obtenidos durante el régimen federal
(Rivadeneira, 1977), las contingencias devenidas de la convulsa política
nacional en las postrimerías del siglo XIX y los albores del siglo
XX y
los cambios tecnológicos en materia energética (Durán, 2011), aunado todo esto
a una débil –casi ausente– concepción del valor de la Constitución como norma
(Con-cha, 1936), propiciaron un prematuro vuelco institucional en esta materia.
En efecto, pasados apenas unos meses tras la expedición de la Constitución de
1886, las leyes y reglamentos de minas establecieron títulos jurídicos que, más
allá de preservar los dere-chos adquiridos antes de 1873, legitimaron, ya en
forma velada, ya de manera explícita, la constitución de nuevos derechos de
propiedad privada sobre el subsuelo y la riqueza minera.
La propia Ley 38 (1887, art. 5), entre líneas, admitió una
suerte de dominio privado sobre el subsuelo y los recursos minerales derivados,
bien de la propiedad del suelo, bien de las adjudicaciones mineras propiamente
dichas. Así pues, según la citada normativa, “dondequiera que la propiedad de
las minas hubiere sido del propietario del suelo, hasta el día siete de
septiembre de mil ochocientos ochenta y seis, en que empezó
á regir
la Constitución, cada uno de esos
propietarios tendrá por un año, que se contará desde la fecha de esta ley, un derecho preferente al
de cualquier otro individuo para buscar, catar y denun-ciar las minas que
hubiese dentro de esas heredades” (cursiva no original). Dado este supues-to,
el titular del predio en el que se hallaban los recursos minerales era el
beneficiario preferente de su adjudicación y, a partir de este instante,
contaba con cinco años para iniciar su laboreo, so pena de perder los derechos
que le correspondían, penalidad a la que también se hacía acreedor en caso de
que, tras el inicio de labores, las suspendiese sin razón por más de un año.
De hecho, como estrategia para reforzar las facultades que
la Ley 38 de 1887 confería a los titulares mineros sobre el subsuelo y sus
recursos, apenas unas semanas después la Ley 153 (1887) dispuso no solo que la
pérdida de derechos por falta de la-boreo de las minas tras su adjudicación
pasaba de cinco a ocho años, sino que solo se penaría al titular del derecho
minero por suspensión de trabajos superior a ocho años, lo que constituía un
cambio exponencial en relación con el término definido en la recién expedida
Ley 38 de 1887. Más aún, estos términos, ya dilatados a tenor de la Ley 153 de
1887, fueron suspendidos primero por el Decreto 278 de 1895 y, más tarde, por
el Decreto 600 de 1899 que se expidió como medida excepcional en el contexto de
la Guerra de los Mil Días, por lo que los derechos a explotar las minas y, por
tanto, la posi-bilidad de ceder tal privilegio a un tercero, se hicieron
virtualmente imprescriptibles24, siempre,
claro está, que su titular pagase los impuestos correspondientes, pero sin que
fuese imprescindible el laboreo de las minas (Agudelo, 1945).
24
Tras la Guerra de los Mil Días “nadie volvió a hablar del plazo de los ochos
años [para el decaimiento del derecho a explotar minas por ausencia de
laboreo]. Así, habilidosamente, se hicieron nugatorios en la práctica los
buenos propósitos que animaron a los reformadores de 1886-1887”. (RIVADENEIRA,
1977, p. 31).
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En justicia, las reglas expuestas
hasta este punto no implicaban, per se,
una con-traposición a los elementos característicos del principio patrimonial,
reimplantado por el Código Fiscal de 1873 y la Constitución de 1886. No obstante,
las dilaciones a los tér-minos de laboreo minero sumadas a su ulterior
suspensión representaban, en términos prácticos, no solo una estrecha e
inquietante conexión entre los derechos sobre el suelo y los derechos sobre el
subsuelo sino, además, la pervivencia velada de ciertos privilegios propios del
régimen depuesto que entremezclaban los derechos a explotar y ceder las minas
con su propiedad. De algún modo, las disposiciones citadas pretendían reforzar
temporalmente los derechos de los titulares mineros a fin de restringir la
intervención del Estado en su actividad y, en cierta medida, impedir la mengua
de prerrogativas de-venida de su inactividad.
La cuestión de la propiedad privada
de las minas, sin embargo, no se circuns-cribió únicamente al refuerzo temporal
de los derechos de los titulares mineros. Algu-nas disposiciones legales se
atrevieron a reconocer la titulación perpetua de las minas en favor de los
particulares con lo que las dudas sobre la posibilidad de constituir derechos
de propiedad sobre estos bienes quedaban zanjadas. Según lo establecido en la
Ley 292 (1875, art. 45), por ejemplo, los adjudicatarios de minas podían
asegurar permanen-temente su propiedad y quedar libres del impuesto en lo
sucesivo si pagaban “de una vez lo que debieran pagar [por concepto de
impuestos] en veinte años”. Si bien esta disposición antecedió a la
Constitución de 1886, lo cierto es que la misma, a pesar de contravenirla, no
fue tenida por inexequible, sino que conservó su vigencia, al punto de que sus
contenidos fueron reproducidos en la Ley 59 de 1909 en cuya virtud el pago del
impuesto doblado por el lapso de 20 años liberaba la mina “a perpetuidad”
(Rivadenei-ra, 1977).
En cierta medida, las mencionadas reformas legales, con todo
y contravenir lo dispuesto en la Constitución de 1886 (Ley 153, 1887, art. 6),
redundaron en el estable-cimiento de un discurso jurídico-económico por el cual
no solo se reputaba lícita la pro-piedad privada del subsuelo y los recursos
minerales derivada bien de la preservación de derechos adquiridos (Liévano,
1968), bien de la constitución de nuevos derechos (Pimiento, 2015), sino que no
se exigía el laboreo, vale decir, el aprovechamiento de tales bienes, como
condición para su conservación (Agudelo, 1945).
Este estado de cosas, antes que incentivar a los titulares
mineros a iniciar acti-vidades extractivas por su cuenta o en asocio con
terceros, redundó en una progresiva parálisis sectorial –al menos en lo tocante
a la inversión nacional (Melo, 2007)–, en la medida en que los titulares
mineros prefirieron mantener sus minas “en reserva” para negociarlas con
inversionistas (Liévano, 1968) casi siempre extranjeros (Rivadeneira, 1977).
Sin duda, esta modalidad de negocio resultaba mucho más racional tanto para los
titulares de derechos mineros, quienes preferían especular con ellos que
incurrir en los riesgos e inversiones propios de dicha actividad, como para las
compañías extran-jeras que adquirían tales derechos, en tanto veían con más
agrado las negociaciones directas con particulares que la obtención de
concesiones del Estado, en la medida en que los arreglos con aquellos, aunque
representativos, eran siempre más rentables que los que podían obtenerse en la
interacción formal con la organización política. Tal mo-dalidad de negocio fue
particularmente aplicada en materia petrolera (Durán, 2011).
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La identidad histórico-jurídica del Derecho Minero y
petrolero colombiano
De hecho, fue la entrada en escena
de inversionistas extranjeros (Durán, 2011) y su innegable influencia política
y económica (Liévano, 1968) en las primeras décadas del siglo XX el hecho
determinante para que el Legislador colombiano se decantara abiertamente en
favor no solo del reconocimiento de la propiedad privada sobre el sub-suelo y
los recursos mineros, sino, principalmente, del establecimiento de salvaguardas
especiales para su protección frente a la acción del Estado mismo. Ciertamente,
lo que hasta este momento eran apenas reconocimientos subrepticios con efectos
materiales de propiedad se convirtieron en pocos años en declaraciones legales
expresas que, paradó-jicamente, pretendían preservar la propiedad privada sobre
los bienes en estudio en los términos de la Constitución.
Esta senda comenzó a ser trazada por la Ley 120 (1919),
según la cual solo pertenecían al Estado “los yacimientos o depósitos de
hidrocarburos situados en los terrenos baldíos, en los recuperados o que
recupere la Nación, por nulidad, caducidad o resolución de las adjudicaciones
que de ellos se hubieren hecho, en los que la Nación
haya adquirido o adquiera a cualquier título y en los que le
pertenezcan como bienes fiscales”, caso en el cual el adjudicatario debería
pagar, además de la regalía, un canon
por
la superficie de la concesión. En los demás eventos, se asumía la existencia de
una relación inescindible entre la propiedad del suelo y la del subsuelo y sus
riquezas, razón por la cual lo único que el Estado podía hacer era conminar a
su titular a aprovechar la riqueza por medio del cobro de un impuesto, el cual
se haría efectivo “a menos que el propietario del suelo convenga en efectuar la
explotación y la lleve a cabo; caso en el cual quedará solo sujeto al pago de
los impuestos de explotación correspondientes”.
En la misma vía, la Ley 37 (1931, art. 4), contentiva de una
de las primeras normativas petroleras del país, estableció que “los derechos de
los particulares sobre el petróleo de propiedad privada serán reconocidos y
respetados como lo establece la Constitución, y el Estado no intervendrá con
respecto a ellos en forma que menoscabe tales derechos”. A su turno, la Ley 160
de 1936 (Ley 136, 1938) reiteró tales postulados y el Decreto-Ley 1056 (1953),
contentivo del Código de Petróleos vigente, aclaró que “es de propiedad
particular el petróleo que se encuentre en terrenos que salieron legalmente del
patrimonio nacional con anterioridad al 28 de octubre de 1873 y que no hayan
sido recuperados por la Nación por nulidad, caducidad, resolución o por
cualquier otra causa legal. Son también de propiedad particular los petróleos
adjudicados legalmente como minas durante la vigencia del Artículo 112 de la
Ley 110 de 1912”.
De hecho, como mecanismos para la protección de los derechos
de los parti-culares en materia petrolera, el ordenamiento jurídico contempló
dos salvaguardas espe-ciales; la primera, encaminada a proteger los derechos
petroleros legalmente adquiridos frente a la potencial intervención del Estado;
y la segunda, encaminada a ofrecer publici-dad a tales derechos a fin de
hacerlos oponibles incluso frente al Estado.
Por un lado, el Decreto 3050 (1956), en aras de precaver la
afectación de dere-chos adquiridos en el contexto de la contratación petrolera,
señaló algunos instrumentos
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administrativos y judiciales para que los particulares que
creyesen ostentar propiedad en esta materia pudieran oponerse a la actuación
del Estado. Así las cosas, dentro del procedimiento para contratar la
exploración y explotación de petróleos, el ministerio del ramo estaba obligado
a publicar en el Diario Oficial un extracto de la resolución de presentación o
escogencia de la propuesta contractual con indicación de los datos geográficos
necesarios para que los posibles interesados pudiesen “identificar el terreno
materia de la propuesta” y, de esta forma, permitirles dentro del mes siguiente
“opo-nerse a la celebración del contrato”, entre otras razones, por
considerarse propietario reconocido del petróleo objeto de la adjudicación
sobreviniente. De hecho, tanto era el compromiso gubernamental con la defensa
de la propiedad privada en materia petrole-ra que, aun en el caso en que el
particular no ejercitase oportunamente la mencionada oposición, sus derechos no
se verían desguarnecidos, pues el ministerio, sin necesidad de solicitud de
parte, tenía el deber de ordenar de oficio y en cualquier tiempo “la.
eliminación de las superposiciones o el archivo de la nueva propuesta […] si
tiene en sus archivos elementos de juicio para ello”. A su turno, y como
refuerzo de los derechos del particular, esta disposición confería a quien se
considerase propietario del petróleo que pudiese existir dentro de los linderos
del terreno objeto de la propuesta el derecho a demandar a la Nación en juicio
ordinario ante la Sala de Negocios Generales de la Corte Suprema de Justicia
para que esta entidad resolviese definitivamente “si es del Estado o de
propiedad privada el petróleo que se encuentre en los terrenos materia de la
propuesta”.
Por otro lado, la Ley 10 (1961, art.
1) estableció un registro especial, a cargo del ministerio del ramo25,
en el que debían asentarse “todas las providencias adminis-trativas y […]
sentencias judiciales que reconozcan y declaren definitivamente la pro-piedad
privada del petróleo y también […] los actos y contratos que con posterioridad
a dicho reconocimiento trasladen o muden el dominio de los subsuelos
respectivos, o les impongan gravámenes o limitaciones de cualquier naturaleza”.
Ahora bien, según lo establecido en esta misma normativa, el registro en
comento tenía por finalidad no solo “llevar la estadística de los petróleos de
propiedad particular existentes en el país”, sino, principalmente, “dar mayores
garantías de autenticidad y seguridad a los recono-cimientos sujetos al
registro haciendo intervenir en su guarda y conservación un alto organismo del
Estado”.
Tras estos hitos normativos, en cuya
virtud la privatización del subsuelo y los recursos mineros campeó a sus anchas
(Rivadeneira, 1977), el Legislador retomó la sen-da de publificación de dichos
bienes trazada en la Constitución de 1886 en el último tercio del siglo XX. En
efecto, la Ley 20 (1969, art. 1) indicó que todas las minas per-tenecían a la
Nación, “sin perjuicio de los derechos constituidos a favor de terceros”. Así
pues, si bien la nueva normativa consagró una disposición especial ordenada a
la preservación de los derechos adquiridos, no solo cerró toda posibilidad de
constituir nuevos derechos de propiedad privada en materia minera, sino que, en
contra de las recomendaciones de algún sector doctrinal26,
ligó definitivamente esa propiedad al la-boreo continuo de las minas.
25 D.R. 1348/1961., Art. 1º.
26
“Vale la pena […] detenernos a considerar la inconveniencia del laboreo formal
[como condición para conser-var la propiedad o los derechos mineros], ya que
legisladores y tratadistas de otros países lo han sustituido por el impuesto
anual o derechos de patente”. (AGUDELO, 1945, p. 10).
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La identidad histórico-jurídica del Derecho Minero y petrolero
colombiano
En conjunto, señala PIMIENTO ECHEVERRI (2015), las
mencionadas me-didas zanjaron cualquier discusión en torno a la condición
pública del subsuelo y sus riquezas. De algún modo, reitera este autor, con la
expedición de la Ley 20 de 1969, el Legislador logró, al fin, “reproducir el
orden superior por ese entonces vigente”, de lo que se colige que, hasta ese
momento, las leyes que reconocieron la propiedad privada del subsuelo y sus
riquezas fueron todas inconstitucionales27. Esta
renovada compren-sión de la patrimonialidad pública del subsuelo y las riquezas
minerales, en fin, marcó la pauta en las normativas mineras y
petroleras sobrevinientes (Decreto Legislativo 2655, 1988) y, sin lugar a
dudas, fue el sustrato inspirador del Constituyente de 1991 en esta materia
(Constitución, 1991) según se vio en el acápite introductorio de este texto.
2. EL REGALISMO A PARTIR DE 1887.
PREFIGURACIÓN DE LA FISIONO-MÍA DEL REGALISMO VIGENTE
Como se sabe, tras la expedición de
la Ley 153 (1887, art. 15) la regla general contenida en la Real Ordenanza de
1783 que consagraba el quinto como contrapres-tación en favor de la
organización política por la extracción de los recursos mineros desapareció. En
su lugar, el ordenamiento jurídico consagró participaciones alícuotas en
explotaciones mineras puntuales28,
al tiempo que habilitó al Gobierno para pactar determinadas participaciones en
cada adjudicación minera (Ley 106, 1873, art. 1105).
En cualquier caso, ante la poquísima
cantidad de explotaciones mineras gra-vadas con contraprestaciones específicas,
el pacto puntual se convirtió, cuando menos durante los primeros años del siglo
XX, en la principal forma de participación del Es-tado en los beneficios de la
extracción de recursos minerales. Las participaciones que se pactaron por
entonces, sin embargo, fueron minúsculas en proporción a las riquezas extraídas
(Liévano, 1968).
La delicada situación fiscal que
atravesaba el país (Továr, 1989) condujo a los gobiernos de la época, en
particular al del General RAFAEL REYES, a tomar todas las medidas conducentes a
la estabilización de la economía, no solo a partir de la de-cidida intervención
en los sectores productivos, la construcción y mejoramiento de la
infraestructura, la centralización de tributos regionales y el proteccionismo
arancelario, sino, principalmente, por medio “de la creación de las condiciones
que permitiesen [la] afluencia al país [de capital extranjero], no por
cuentagotas, sino a gran escala” (Vélez, 1989).
Como parte de esta política, REYES suscribió una buena
cantidad de concesio-nes, especialmente en materia de hidrocarburos (Mayorga,
2002) que, en su momento, coadyuvaron a la dinamización de la economía y al
recaudo de algunos tributos que, aun-que exiguos, eran requeridos con urgencia,
pero que, vistas a la distancia por la doctrina especializada, fueron sumamente
desventajosas para el país. Ciertamente, los primeros tratamientos dados al
petróleo en Colombia obedecieron a la reacción frente a coyuntu-ras económicas
desfavorables y no a un plan encaminado a maximizar la riqueza pública como
condición para la consecución y preservación del interés general
(Liévano,1968).
27 Cfr. A.L. 03/1910., Arts. 39 y 40
28 Cfr. Ley de 10 de junio de 1844, Ley de 23 de mayo de 1846 y Ley de
26 de mayo de 1847.
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En opinión de SARRIA (1960), las concesiones petroleras de
este período tuvieron en la imprevisión y la incuria sus notas características.
En esta etapa, por tanto, la partici-pación del Estado en los frutos de la
extracción petrolera no solo fue baja, sino que no obedeció a una regla general
predispuesta, ya que dependió de los pactos concretos en cada concesión y estos
fluctuaban en función del poder de cabildeo de las multinacio-nales antes de
cada negociación.
Por tales motivos, a despecho de las compañías foráneas,
algunos líderes políti-cos del país comenzaron a promover reformas normativas
encaminadas no solo a revisar lo tocante a la propiedad de las riquezas
minerales –problemática esta que, como se vio en el apartado precedente, tomó
otro medio siglo antes de ser solucionada–, sino, sobre todo, a esclarecer de
una vez por todas el alcance de los derechos del Estado en la explo-tación de
las minas y los hidrocarburos (Liévano, 1968). Al respecto, VICENTE OLAR-TE
CAMACHO (1919), a la sazón Senador de la República, presentó al Congreso de la
República un proyecto normativo que se convertiría en la Ley 120 de 1919 y que,
tras un juicioso ejercicio de derecho comparado, propuso, entre otras
innovaciones, la defini-ción de una regla que estableciera en forma definitiva “la
parte del producto petrolífero bruto que toca al Estado, así como la parte de
la ganancia neta a la cual el Estado tendrá derecho, de conformidad con la
escala proporcional establecida”.
En desarrollo de tal postulado, la
Ley 120 (1919) dispuso que, en los contra-tos de concesión de yacimientos de
hidrocarburos de propiedad de la Nación, además de la causación de un canon
superficiario por cada hectárea concedida, se pagaría un impuesto mínimo de
explotación que fluctuaría, en razón de la cercanía del yacimiento con los
puertos, entre el 10% y 6% del producto bruto extraído. Por su parte, cuando se
trataba de explotaciones realizadas en yacimientos de propiedad privada, si
bien no se causaba el canon superficiario, el Estado se reservaba el derecho a
participar en “una cuota fija del ocho por ciento, del seis por ciento y del
cuatro por ciento del producto bruto” según la cercanía con los puertos.
La Ley 37 (1931, art. 31), por su
parte, conservó los lineamientos trazados por la Ley 120 de 1919 en lo tocante
a la participación del Estado en la explotación de los recursos petrolíferos,
fuesen públicos o privados, esto es, la obligación del empresario petrolero de
pagar un porcentaje del producto bruto extraído que iba decreciendo en razón de
la distancia del yacimiento con los puertos. Ahora bien, más allá de la
con-tinuidad de estas reglas y de la introducción de algunas modificaciones
adjetivas, en cuanto al deber del productor de almacenar los combustibles de
propiedad del Estado o de la opción que cabía a este de elegir entre la
exigencia de producto bruto o dinero como contraprestación por la explotación del
petróleo, las notas más significativas de la Ley 37 (1931) en materia de
regalías fueron, sin duda, tanto la introducción –o rein-troducción– del
criterio de la participación local en las rentas petroleras, como la
defi-nición de rubros concretos de inversión para las rentas destinadas a los
departamentos y municipios.
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La identidad histórico-jurídica del Derecho Minero y
petrolero colombiano
Así pues, como antes se había
indicado, la Ley de 16 de mayo de 1836 señaló que los recursos fiscales
recaudados como resultado de la explotación minera consti-tuían “rentas
provinciales”29, pero que, como parte del proceso
de centralización fiscal emprendido por la Regeneración, tales recursos habían
pasado a manos del gobierno nacional, por lo que los entes territoriales se
habían privado de esta importante fuente de financiamiento. Casi medio siglo
después de la centralización de las rentas mineras, la Ley 37 (1931, art. 12)
reconoció de nuevo el derecho de las entidades territoriales a participar de
estas rentas, si bien no en su totalidad como lo disponía el Código de Ré-gimen
Político y Municipal modificado en 1836, al menos sí un porcentaje que, aunque
minoritario, representaba un hito importante en la configuración del régimen
regalista que dominaría el resto del siglo XX y los comienzos del XXI. Al
respecto, la referida disposición señalaba que la Nación debería ceder al
municipio en el que se hallaba la explotación una suma equivalente al 5% del
valor de las regalías recibidas anualmente y al departamento en que este se
ubicaba “otra suma igual al [30%] del valor de la misma regalía”.
Por otra parte, la Ley 37 (1931,
art. 12) definió rubros concretos de inversión para las regalías giradas por la
Nación a las entidades territoriales. En este orden de ideas, los municipios y
departamentos beneficiarios de estas rentas –a diferencia de lo que ocurría a
mediados del siglo XIX– no estaban habilitados para invertir libremente estos
dineros, sino que debían aplicarlos exclusivamente “al fomento de la
instrucción pública, de la agricultura y de las vías de comunicación”. De
hecho, la ley prohibía ex-presamente la aplicación de estos recursos a inversiones
diferentes a las citadas, al punto de que las entidades territoriales que
violasen tal restricción perderían “ipso facto el derecho a que les [fuese]
pagada [esta participación]”.
La fisionomía de las regalías
estatuida en la Ley 37 de 1931, en fin, marcó el derrotero de esta institución
durante las décadas venideras. En adelante, las reformas legales en esta
materia no hicieron cosa distinta a incluir nuevos supuestos que justi-ficasen
la participación de este o aquel departamento o municipio en estas rentas o a
modificar los porcentajes de su participación (Decreto Legislativo, 2655,
1988).
CONCLUSIÓN
La identidad del Derecho minero y
petrolero colombiano es el resultado de una larga y convulsa historia
institucional en la que se han probado múltiples regímenes
imperativo-atributivos, fórmulas de propiedad, esquemas de interacción
público-priva-da y consecuencias hacendísticas. A pesar de las constantes
fluctuaciones en esta mate-ria, la patrimonialidad y el regalismo se muestran
como constantes institucionales que, con algunas variaciones e, incluso, breves
soslayos formales, han marcado su sendero histórico-jurídico.
29 Cfr. Ley de 16 de mayo de 1836, Art. 35, núm. 6º.
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Lo dicho, sin embargo, no equivale a señalar que la
patrimonialidad y regalis-mo sean condiciones esenciales para la conformación
de un marco institucional apro-piado; vale decir, uno que dé los incentivos
adecuados para el aprovechamiento racional de la riqueza del subsuelo y para la
inversión eficiente de las rentas derivadas de dicha actividad. En este orden
de ideas, el estudio del Derecho minero y petrolero, si es que se pretende
superar la simple dogmática jurídica, no debe asumir la patrimonialidad y el
regalismo como principios inquebrantables.
De hecho, cabe la posibilidad de considerar que las
constantes fluctuaciones formales en materia minera y petrolera y los
conflictos sociales, económicos y políticos que han fungido como telón de
fondo, como causa material de dichas transformacio-nes, encuentran su
explicación, justamente, en la inveterada obstinación por conservar indemnes
tales postulados. Quizá ha llegado el momento de preguntarse si, sustancial-mente
hablando, las problemáticas relativas a la participación comunitaria en la
orde-nación territorial minera y en los beneficios de la extracción de los
recursos naturales no renovables, los crecientes debates en torno a sus
supuestos impactos ambientales, sociales y culturales; y, en fin, los alcances
de la potestad regulatoria de las municipali-dades en esta materia, por
ejemplo, ameritan un nuevo enfoque si es que se pretende la materialización de
una solución real y sostenible en el largo plazo.
Si se revisan en detalle los intereses y pendencias que han
marcado la evolu-ción del Derecho minero y petrolero colombiano, bien puede
concluirse que la patri-monialidad y el regalismo, tal vez, no son la mejor
alternativa para garantizar que las ri-quezas del subsuelo se conviertan en
bienestar y en desarrollo para el país. Es el tiempo de considerar, por poner
algún ejemplo, que la privatización del subsuelo y sus recursos o, incluso, la
abstención o ralentización en la explotación de las riquezas del subsuelo
resulten socialmente más rentables. A pesar de lo dicho, los dogmas reinantes
desde la Edad Media impiden explorar estos nuevos caminos.
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