José Luis Meilán Gil* y
Marta García Pérez La justicia
administrativa en España
Resumen
El presente trabajo contiene un análisis de la Jurisdicción
contencioso-administrativa en España, tomando como punto de partida la revisión
profunda que produjo en el sistema judicial la aprobación de la Constitución
Española de 1978. Se abordan algunos de los aspectos más significativos de la
regulación vigente, contenida en la Ley 29/1998, de 13 de julio.
Palabras clave: Justicia.
Administración Pública. Derecho Administrativo.
Abstract
The present work contains an
analysis of the contentious-administrative Jurisdic-tion
in Spain, taking as starting point the profound revision produced in the
judicial system by the approval of the 1978 Spanish Constitution. Some of the
most signifi-cant aspects of
the current regulation, contained in Law 29/1998, dated July 13th are taken
into account.
Key words: Justice.
Public Administration. Administrative Law.
Sumario
I. Perspectiva constitucional de la
Justicia Administrativa. II. Replanteamiento del proceso contencioso-administrativo.
1. Concepción y amplitud de la Justicia administrativa. 2. La inadmisión del
recurso. 3. El silencio administrativo y el acceso a la Jurisdicción. 4. La
adecuación del sistema de pretensiones procesales. 5. Las medidas cautelares.
6. La sentencia. A. La motivación de las senten-cias. B. Alcance de la potestad
de ejecución. C. La inejecución de Sentencias. III. Conclusiones.
*
Catedrático de Derecho Administrativo en la Universidad de A
Coruña; ex Consejero de Estado; ex Rector de la Universidad de A Coruña.
E-mail: meilan@udc.es.
**
Profesora Titular de Derecho Administrativo en la
Universidad de A Coruña. E-mail: martagp@ udc.es.
REVISTA DE DERECHO
Volumen 12
2011
La justicia administrativa en España
I.
Perspectiva
constitucional de la justicia administrativa
Es una afirmación ampliamente consolidada la raíz
constitucional del or-denamiento jurídico-administrativo1. Desde esa
perspectiva ha de ser analizada la justicia administrativa2. El
resultado es singularmente expresivo por lo que se refiere a España. En un
régimen político predemocrático, la ley reguladora de la jurisdicción
contencioso-administrativa de 1956 supuso un avance sorprendente para las
exigencias de un Estado de Derecho. Ilustres Catedráticos de Derecho
administrativo -profesores Ballbé, González Pérez, López Rodó- dejaron en ella su saber y su impronta. De su validez es
testimonio su vigencia durante dos décadas de régimen democrático bajo la
Constitución de 1978 y el reconocimiento explícito y elogioso que figura en la
Expo-sición de Motivos de la ley hoy vigente, 29/1998, de 13 de julio3. En aquella
se dice que generalizó el control judicial de la actividad administrativa,
abarcando a los actos administrativos discrecionales y a las disposiciones
administrativas de carácter general, ratificó el carácter judicial del
contencioso-administrativo propiciando la especialización de los magistrados y
se hizo eco de una concepción espiritualista del proceso.
La Ley de 1956 prestó, sin duda, positivos servicios no
obstante encontrarse limitada por la organización del Poder en el momento en
que se promulgó. Introdujo como vicio del acto administrativo y, por tanto,
como causa de su anulación la des-viación de poder, aunque tuvo que admitir
reductos inmunes al control judicial, como los actos políticos del Gobierno, o
un número amplio de supuestos de inadmisibilidad del recurso
contencioso-administrativo y, por tanto, negación de acceso a la justicia.
De los principios inspiradores de la ley del 56 son
expresión afirmaciones que rebasan con amplitud el ámbito de lo puramente
técnico y son perfectamente asumibles en un Estado democrático de Derecho.
“En verdad, únicamente a través de la Justicia, a través de
la observancia de las normas y principios del derecho es posible organizar la
Sociedad y llevar a cabo la empresa de la administración del Estado moderno…
…
Las formalidades procesales han de entenderse siempre para
servir a la Justicia, garantizando el acierto de la decisión jurisdiccional;
jamás como obstáculos encami-nados a dificultar el pronunciamiento de la
sentencia acerca de la cuestión de fondo, y así obstruir la actuación de lo que
constituye la razón misma de ser de la Jurisdicción”.
1
Cfr. Meilán Gil, José Luis. “El marco constitucional del Derecho
administrativo en España”, V Foro Iberoamericano de Derecho administrativo,
Quito, 2006, pp. 159-168.
2
Cfr. Meilán Gil, José Luis. “La aplicación de la ley de la jurisdicción
contencioso-administrativa en el marco del derecho a la tutela judicial
efectiva”, El procedimiento
administrativo y el control judicial de
la Administración Pública, INAP, Madrid, 2001, pp. 19 y ss.
3
“Dicha Ley, en efecto, universalmente apreciada por los
principios en los que se inspira y por la excelencia de su técnica, que combina
a la perfección rigor y sencillez, acertó a generalizar el control judicial de
la actuación administrativa, aunque con algunas excepciones notorias que
imponía el régimen político bajo el que fue aprobada...”.
124
José Luis Meilán Gil y Martha García Pérez
Otras servidumbres tenía la Ley de
1956 que no provenían directamente del sistema político –aunque le
beneficiaban-, sino de una tradición doctrinal y legislativa de inspiración
fundamentalmente francesa, de la que se apartó al no recibir los clásicos
recursos de anulación y plena jurisdicción, y que situaban al acto
administrativo en el centro de lo contencioso-administrativo -necesidad de un
acto previo, carácter revisor de la jurisdicción- que se consideraba, por ello,
como un proceso al acto.
Bien es verdad que la propia ley
contenía expresiones susceptibles de ser interpretadas, como así hizo una
jurisprudencia con fino sentido de la justicia, más allá de los postulados
previamente aceptados. Es lo que sucedió con una frase lapidaria de la
exposición de motivos: la conformidad o no conformidad del acto administrativo
se refiere “genéricamente al Derecho, al ordenamiento jurídico, por entender
que reconducirla simplemente a las leyes equivale a incurrir en un positivismo
superado y olvidar que lo jurídico no se encierra y circunscribe a las
disposiciones escritas, sino que se extiende a los principios y a la
normatividad inmanente de las instituciones”.
Una lectura atenta y sin prejuicios
de la citada exposición de motivos, una de las más lúcidas explicaciones sobre
el contencioso-administrativo, permitía rebajar la importancia de la función
central del acto administrativo. Ante la jurisdicción
contencioso-administrativa decía “se sigue un auténtico juicio o proceso entre
par-tes”. No tenía ya, por tanto, razón de ser la máxima de “proceso al acto”
admitida acríticamente por inercia. El pronunciamiento de la ley se ratificaba
al declarar que la jurisdicción contencioso-administrativo “tiene por objeto específico
el conocimiento de las pretensiones que se deduzcan en relación con los actos
de la Administración sujetos al Derecho administrativo como presupuesto de la
admisibilidad de la acción contencioso-administrativa”, que, sin embargo, en
expresión de la ley “no debe eri-girse en obstáculo que impida a las partes
someter sus pretensiones a la jurisdicción contencioso-administrativa”4.
Existían elementos con los que
construir una justicia administrativa que res-pondiese a los requerimientos de
un Estado social y democrático de Derecho como lo define la Constitución de
1978. Lo que desde la Ley de 1956 podía entenderse como un meritorio punto de
llegada, desde la Constitución era un elemental punto de partida con
posibilidades solo hasta entonces intuidas.
La justicia es un valor superior del ordenamiento jurídico
del Estado (artículo 1 CE). Los derechos fundamentales ocupan un lugar central
en la Constitución, “vinculan a todos los poderes públicos”, incluido al
legislador “que en todo caso ha de respetar su contenido esencial (artículo
53,1)”. Derechos que en su faceta objetiva forman parte
4
Cfr. Meilán Gil, José Luis. “El objeto del contencioso-administrativo”, en:
El proceso contencioso-administrativo,
EGAP, Santiago de Compostela, 1994, pp. 19-38.
125
La justicia administrativa en España
del
ordenamiento jurídico (artículo 9,1) y en su faceta subjetiva tienen un
titular, cuya dignidad se reconoce constitucionalmente (artículo 10)5.
Fue una importación deliberada de la ley fundamental de Bonn6,
que dejó constancia de la supremacía del poder constituyente sobre cualquier
otro constituido. Se expresa en el artículo 9.1 CE: “Los ciudadanos y los
poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento
jurídico”. Uno de estos poderes es la Administración Pública, que “sirve con
objetividad los intereses generales” y “actúa con sometimiento pleno a la Ley y
al Derecho” (artículo 103 CE).
Las palabras fueron elegidas con conciencia de su alcance.
Además de la influen-cia alemana, constaba también el precedente antes
transcrito de la Ley de 1956 en su referencia al Derecho. La plenitud del
sometimiento deroga, sin necesidad de desarrollo legislativo, los ámbitos de
poder inmunes al control judicial. El carácter servicial que se atribuye a la
Administración Pública -“sirve con objetividad los intereses generales”- se
contrapone a lo que decía la Ley orgánica del Estado del régimen
predemocrático, según la cual “la Administración asume el cumplimiento de los
fines del Estado”.
El paradigma constitucional permite situar adecuadamente el
papel de la Administración Pública, rechazar la admisión de privilegios y hacer
innecesario, por inadecuado, el privilegio de autotutela7. La
Administración pública tiene -y ejerce-potestades en función de los fines que
las justifiquen, por los cuales son controlables judicialmente. Así consta en
el artículo 106 CE: “Los Tribunales controlan la potestad reglamentaria y la
legalidad de la actuación administrativa,
así como el sometimiento de ésta a los fines que la justifican”. El acto
administrativo no ocupa el lugar central que tenía anteriormente y cede
protagonismo a favor de la “actuación administrativa”, que cubre un campo más
amplio y abarca tanto la actividad material ejecutada sin fundamento jurídico -vía
de hecho- como, aunque resulte paradójico y lingüísticamente incorrecto, la
falta de actuación debida, la inactividad. En último término, cualquier
comportamiento de la Administración puede ser controlado por la magistratura.
La primacía de los derechos fundamentales, en relación con
la justicia admi-nistrativa, se pone de manifiesto en el artículo 24, que es
como su clave de bóveda, según el cual “todas las personas tienen derecho a
obtener tutela efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus
derechos e intereses legítimos, sin que, en ningún caso, pueda producirse
indefensión”. Es el principio de tutela judicial efectiva, erigida como un
derecho fundamental, que ha obligado a operar un vuelco espectacular en el
5
Cfr. Meilán Gil, José Luis. “La jurisdicción contencioso-administrativa y
la Constitución española 1978”, en: Jornadas
de estudio sobre la jurisdicción contencioso-administrativa, Universidad de
A Coruña, 1998, en donde los derechos fundamentales se califican como “elementos
fundantes de la jurisdicción contencioso-administrativa”, p. 14.
6
El anticipo fue una enmienda de autoría de Meilán Gil a la “ley
para la reforma política” previa a la Constitución. Cfr. Fernández Miranda, Pilar y
Alonso. Lo que el Rey me ha pedido,
Barcelona, 1995, p. 261. González Pérez, Jesús. La dignidad
de la persona, RAJ y L, 1986, pp. 64-65. Anexo al núm. 158 del Boletín
Oficial de las Cortes, p. 145.
7
Cfr. Meilán Gil, José Luis. “Sobre el acto administrativo y los privilegios
de la Administración”, en: Administración
Pública en perspectiva, Universidade da Coruña, A Coruña, 1996, pp. 391 y
ss.
126
José Luis Meilán Gil y Martha García Pérez
contencioso-administrativo,
tanto en su legislación reguladora como en la jurispruden-cia, desplazando de
su puesto central al acto administrativo.
Lo
prioritario no es la declaración de nulidad o la anulación del acto sino el
reconocimiento de un derecho o de un interés legítimo. No se tratará ya, como
decía la Ley de 1956 (arts. 41 y 42) de pretender la declaración de no ser
conforme a Derecho un acto de la Administración y además el reconocimiento de
una situación jurídica individualizada. Es esto último lo que ha de
pretenderse, aunque ese reconocimiento del derecho subjetivo no puede
realizarse sin la anulación del acto correspondiente.
De otra parte, el interés legítimo, colocado como una
alternativa al derecho subjetivo, deja de ser considerado como un mero
requisito procesal justificador de la legitimación. Adquiere sustantividad,
lejos también de ser considerado como un “dere-cho debilitado” según doctrina
italiana importada. La diferente naturaleza de derecho e interés se manifestará
en la diferencia de la pretensión. El interés legítimo tiene un titular que
puede invocarlo ante el Tribunal. Sucede que no puede fundar más que la
anulación del acto o la superación de la situación de inactividad de la
Administración o la cesación de una actuación material8,
lo que facilita la impugnación por entidades titulares de intereses colectivos.
En la interpretación del derecho a la tutela judicial
efectiva el Tribunal Consti-tucional ha ampliado el alcance del principio “pro actione” que la jurisprudencia
había ido perfilando en la aplicación de la ley de 1956. En ese sentido ha
declarado que “… los órganos judiciales quedan compelidos a interpretar las
normas procesales no sólo de manera razonable y razonada, sin sombra de
arbitrariedad ni error notorio, sino en sentido amplio y no restrictivo, esto
es, conforme al principio pro actione,
con interdicción de aquellas decisiones de inadmisión que, por su rigorismo,
por su formalismo excesivo o por cualquier otra razón, se revelen desfavorables
para la efectividad del derecho a la tutela judicial efectiva o resulten
desproporcionadas en la apreciación del equilibrio entre los fines que se
pretenden preservar y la consecuencia de cierre del proceso…” (STC 112/2004, de
12 de julio).
El Tribunal Constitucional ha reiterado que, si bien las
formas y requisitos procesales cumplen un papel de capital importancia para la
ordenación del proceso, “no toda irregularidad formal puede convertirse en un
obstáculo insalvable para su prosecución” (STC 19/1983), pues los requisitos de
forma no son valores autónomos que tengan sustantividad propia “sino que sólo
sirven en la medida que son instrumen-tos para conseguir una finalidad legítima”
(STC 41/1986). Esta doctrina ha servido a la jurisprudencia
contencioso-administrativa para relanzar el principio pro actione y atemperar el rigor de las causas de inadmisibilidad
del contencioso9.
8
9
Cfr. Meilán Gil, José Luis. “Prólogo” a García Pérez, Marta. El objeto del contencioso-administrativo,
Aranzadi, Pamplona, 1999, pp. 21-22.
Un análisis de esta doctrina constitucional en Alonso Ibañez, María Rosario. “Artículo 51”, en:
Comentarios
a la LJCA de 1998, Civitas, Madrid, 1999, pp. 441 y ss.
127
La
justicia administrativa en España
De
la doctrina del Tribunal Constitucional se desprende con claridad que el
derecho fundamental a la tutela judicial efectiva queda plenamente satisfecho
con una resolución judicial motivada de inadmisión “siempre que se dicte en
aplicación razonada de una causa legal, debiendo el razonamiento responder a
una interpretación de las normas legales de conformidad con la Constitución y
en el sentido más favorable para la efectividad del derecho fundamental”, pues “en
los supuestos en los que está en juego el derecho a la tutela judicial efectiva
en su vertiente de acceso a la jurisdicción, el canon de enjuiciamiento
constitucional de las decisiones de inadmisión es más severo o estricto que el
que rige el derecho de acceso a los recursos” (STC 112/2004, de 12 de julio).
Pero al propio tiempo recuerda que “los presupuestos legales de acceso al
pro-ceso deben interpretarse de forma que resulten favorables a la efectividad
del derecho fundamental a la tutela judicial” (STC 23/1992).
El artículo 24 CE en su apartado 2 reconoce el derecho a un
proceso -también el contencioso-administrativo- sin dilaciones. Este y el
anterior apartado sobre la tutela judicial efectiva, aunque autónomos, están
intrínsecamente relacionados. El propio Tribunal Constitucional ha reconocido
la íntima conexión y, sobre todo, la posibilidad de lesión simultánea de ambos
derechos. En la STC 324/1994, de 1 de diciembre, se dice, en ese sentido, que
el artículo 24.2 también asegura la tutela judicial efectiva, pero lo hace a
través del correcto juego de los instrumentos procesales, mientras que el
artículo 24.1 asegura la tutela efectiva mediante el acceso mismo al proceso. “Desde
el punto de vista sociológico y práctico -dice el TC- puede seguramente
afirmarse que una justicia tardíamente concedida equivale a una falta de tutela
judicial efectiva” (STC 26/1983, de 13 de abril)10 y, a la
inversa, una denegación de tutela no es sino un presupuesto extremo de
dilación.
El
Tribunal Constitucional asumió muy tempranamente la doctrina jurispruden-cial
del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que interpreta la expresión “derecho a
un proceso sin dilaciones indebidas” como el derecho de toda persona a que su
causa se resuelva dentro de un plazo razonable”. La expresión “plazo razonable”
referida a la duración del proceso se erige en un concepto jurídico
indeterminado11 sobre el que se ha polemizado frecuentemente. ¿Qué dilación
es razonable o debida, cual irrazonable o indebida? El propio Tribunal
Constitucional advierte que “la problemática derivada de una dilación indebida
plantea la necesaria concreción de lo que ha de ser un plazo
10
11
¿Qué otra
cosa se puede decir de la situación del ciudadano que tarda diez años en
obtener una sentencia que decida su pretensión para empezar el calvario de
intentar que se lleven a efecto sus mandatos si tiene la suerte de que la
resolución le sea favorable? El dato de los diez años es sugerido junto con
otras interesantes reflexiones por González Pérez, Jesús en
sus clásicos Comentarios a la LJCA, Civitas, 3era edición, Madrid,
1999, p. 45. “La cifra no es exagerada ni excepcional”, aclara el autor, para quien “si la lentitud ha
sido uno de los males endémicos del proceso, de todo proceso, hoy ha adquirido
niveles inadmisibles en el ámbito de la Justicia administrativa”. Javier Delgado Barrio, Magistrado
del Tribunal Supremo y después su presidente, escribía en el año 1988 un
artículo en Actualidad administrativa
con un título muy expresivo: “En torno al recurso contencioso-administrativo:
una regulación excelente y un resultado decepcionante”.
STC 36/1984,
de 14 de marzo: “Este concepto (el de proceso sin dilaciones indebidas) es
mani-fiestamente un concepto jurídico indeterminado o abierto que ha de ser
dotado de un contenido concreto en cada caso atendiendo a criterios objetivos
congruentes con su enunciado genérico…”.
128
José Luis Meilán Gil y Martha García Pérez
razonable para dictar una resolución judicial” (ATC
159/1984, de 14 de marzo), apli-cando criterios como la materia litigiosa, la
complejidad del litigio, la conducta de los litigantes y de las autoridades y
las consecuencias que del litigio presuntamente demorado se siguen para las partes
(STC 5/1985, de 23 de enero).
Frente a intentos de defender el
retraso en función de la “normalidad” del mismo (es un retraso normal, y por
tanto legítimo o debido) se ha sostenido clarividentemen-te que “lo normal es
lo ajustado a la norma y no lo contrario a ella aunque sea más frecuente”12.
La excesiva duración de los procesos contencioso-administrativos debe ser
rechazada como normal. Es habitual o frecuente, pero no ajustada a la norma.
Los estándares de actuación en el servicio de la justicia no deben constituir
la justificación de las dilaciones a que a día de hoy se ve avocado el
justiciable, ni mucho menos excluir la responsabilidad de la Justicia invocando
un inexistente funcionamiento “normal” (aunque sí habitual o frecuente) de la
misma.
No ha sido ésta, sin embargo, la
posición unánime del Tribunal Constitucional13, que no
sólo atiende a los estándares de actuación de los tribunales para justificar
retra-sos injustificables sino que, además, exige una determinada “conducta
procesal” de la parte afectada por la dilación (“denunciar previamente el
retraso o dilación, con cita expresa del precepto constitucional, con el fin de
que el juez o Tribunal pueda reparar -evitar- la vulneración que se denuncia”14).
La tutela judicial efectiva exige investir al juez de plenas
potestades para la total y completa satisfacción de las pretensiones que ante
él se formulen. La expresión “juzgar y ejecutar lo juzgado” con la que el
artículo 117 de la Constitución de 1978 define la función jurisdiccional significa
realizar el ordenamiento jurídico, poner fin a la situación ilegítima que dio
lugar a la intervención judicial y reestablecer el orden jurídico perturbado.
El derecho a la tutela judicial efectiva no se agota en
obtener una resolución dictada por un órgano jurisdiccional que dé respuesta a
la pretensión planteada desde el estricto punto de vista de la legalidad, sino
que exige la plena eficacia de lo sentenciado. En otras palabras, que el
contenido del fallo sea ejecutado. Así lo ha expresado el TC:
“el cumplimiento de lo acordado por
Jueces y Tribunales en el ejercicio de su función jurisdiccional constituye una
exigencia objetiva del sistema jurídico y una de las más importantes garantías
para el funcionamiento y desarrollo del Estado de Derecho, pues implica, entre
otras manifestaciones, la vinculación de todos los sujetos al ordenamiento
jurídico y a las decisiones que adoptan los órganos judiciales, no sólo
juzgando sino haciendo ejecutar lo juzgado” (STC 73/2000, de 14 de marzo).
12
Véase.
el voto particular del magistrado Tomás y
Valiente en la STC 5/1985, de 23 de enero.
13
Existen sentencias alentadoras: “Excluir, por lo tanto, del
derecho al proceso sin dilaciones inde-bidas las que vengan ocasionadas en
defectos de estructura de la organización judicial sería tanto como dejar sin
contenido dicho derecho frente a esa clase de dilaciones” (STC 223/1988, de 24
de noviembre).
14
STC 73/1992, de 13 de mayo. Véase extensamente López Muñoz, Riansares.
Dilaciones indebidas y responsabilidad patrimonial de la
Administración de Justicia, 2da edición., Ed. Comares, Granada, 2000.
129
La justicia administrativa en España
La ejecución de las sentencias es una función
jurisdiccional, que corresponde a los jueces y tribunales. Por muy obvia que
pueda resultar la afirmación, el contencioso tradicional gravitaba en torno a
la idea contraria: la ejecución de sentencias se concebía como una típica
función ejecutiva que quedaba vedada al poder judicial, en una mal entendida
teoría de la división de poderes. Por otra parte, el dogma de la
inembargabi-lidad de los bienes de la Administración impedía cualquier
mandamiento de embargo contra aquellos bienes, con la consiguiente
insatisfacción del vencedor del pleito.
Los artículos 24, 106, 117 y 118 de la Constitución han
consagrado definitiva-mente la plena judicialización del proceso
contencioso-administrativo. La Administra-ción y los ciudadanos están obligados
a cumplir las resoluciones judiciales en sus justos términos y a colaborar en
la ejecución de lo resuelto (art. 103 LJCA), siendo potestad de los órganos
judiciales “hacer ejecutar” lo juzgado. En palabras del Tribunal Supremo:
“La ejecución de las sentencias forma parte del derecho a la
tutela efectiva de los Jueces y Tribunales, ya que en caso contrario las decisiones
judiciales y los derechos que en las mismas se reconocen o declaran no serían
otra cosa que meras declaraciones de intenciones sin alcance práctico ni
efectividad alguna (SSTC 167/1987, 92/1988 y 107/1992). La ejecución de
sentencias es, por tanto, parte esencial del derecho a la tutela judicial
efectiva y es, además, cuestión de esencial importancia para dar efec-tividad a
la cláusula de Estado social y democrático de Derecho, que implica, entre otras
manifestaciones, la vinculación de todos los sujetos al ordenamiento jurídico y
a las decisiones que adoptan los órganos jurisdiccionales, no sólo juzgando,
sino también haciendo ejecutar lo juzgado, según se desprende del art. 117.3 CE
(SSTC 67/1984, 92/1988 y 107/1992)” (STS de 3 de mayo de 2005).
Además, el Tribunal Constitucional ha puesto fin al
principio de inembargabilidad de los bienes de la Administración, limitado,
como es natural, respecto a los bienes de dominio público o afectos a un
servicio público:
“El privilegio de inembargabilidad de los “bienes en general”
de las Entidades Locales que consagra el art. 154.2 Ley de Haciendas Locales,
en la medida en que com-prende no sólo los bienes demaniales y comunales sino
también los bienes patrimoniales pertenecientes a las Entidades Locales que no
se hallan materialmente afectados a un uso o servicio público no resulta
conforme con el derecho a la tutela judicial efectiva que el art. 24.1 CE
garantiza a todos, en su vertiente de derecho subjetivo a la ejecución de las
resoluciones judiciales firmes” (STC 166/1998, de 15 de julio)15.
II.
Replanteamiento
del proceso contencioso-administrativo
La
necesidad de revisar la ley de 1956 no procedía sólo de la inexcusable
obli-gación de adecuarla al nuevo orden constitucional, sino también de la
situación crítica
15
Véase extensamente sobre la inembargabilidad de bienes
públicos Cholbi Cachá, Francisco y Merino Molins, Vicente. Ejecución de sentencias en el proceso contencioso-administrativo e
inembargabilidad de bienes públicos,
Lex Nova, Valladolid, 2007.
130
José Luis Meilán Gil y Martha García Pérez
en que se encontraba la jurisdicción por la acumulación
extraordinaria de asuntos sin resolver, en claro incumplimiento del artículo 24
de la Constitución. No sin idas y venidas y tras un intenso debate público la
revisión culminó con la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la
jurisdicción contencioso-administrativa, que introduce significativas
novedades, principalmente en dos direcciones. Una, de carácter orgánico, se
plasma en una profunda revisión de la planta judicial, en la que destaca la
creación de los juzgados unipersonales de lo contencioso-administrativo. Otra,
de carácter sustantivo, persigue corregir las deficiencias detectadas en el
planteamiento del proceso contencioso y adaptarlo a las exigencias
constitucionales antes indicadas.
Sin ánimo de profundizar en las causas del notable atasco de
asuntos en todos los órdenes jurisdiccionales y, en particular y
significativamente, en el contencioso-administrativo, parece ineludible afirmar
que la planta judicial se mostró durante décadas poco operativa e insuficiente
ante el crecimiento exponencial del número de conten-ciosos presentados cada
año. El legislador de 1998 intentó hacer frente a la situación con la creación
de los juzgados unipersonales, en medio de una fuerte polémica y con el rechazo
de un amplio sector doctrinal. Los números son reveladores de una evidencia: el
retraso global no ha mejorado. Se han conseguido importantes objetivos en la
rapidez con que los asuntos están siendo resueltos en la primera instancia
cuando se produce ante los juzgados, pero la rapidez en resolver se convierte
en nueva paralización en la apelación. La reforma tampoco ha aliviado
sustancialmente el funcionamiento de los demás órganos colegiados ni del Tribunal
Supremo cuando actúa en casación16.
Centrándonos en la reforma
sustantiva operada por la Ley 29/1998 y sin ánimo de realizar un examen
exhaustivo del replanteamiento que realiza la ley de 1998 del proceso
contencioso-administrativo, bastará señalar sus líneas fundamentales y
reflexio-nar sobre algunas de las cuestiones que su aplicación plantea.
1.
Concepción
y amplitud de la justicia administrativa
Sobre la concepción de la jurisdicción
contencioso-administrativa la ley se pronuncia con claridad. Se trata de “superar
la tradicional y restringida concepción del recurso contencioso-administrativo
como una revisión judicial de actos administrativos previos, es decir, como un
recurso al acto, y de abrir definitivamente las puertas para obtener justicia
frente a cualquier comportamiento ilícito de la Administración”.
16
Son reveladores los datos que arroja el Estudio del Servicio
de Inspección del Consejo General del Poder Judicial referido al año 2007
(www.poderjudicial.es). Si atendemos, por ejemplo, a la actividad del Tribunal
Superior de Justicia de Galicia, que resuelve en única instancia un volumen
importante de asuntos pero recibe, además, los recursos de apelación contra
sentencias o autos dictados por los juzgados de lo contencioso-administrativo,
observamos que en el año 2007 entraron 8.002 nuevos asuntos (5.381 en 2006 y
4.769 en 2005); se resolvieron 5.413 (5.560 en 2006 y 5.538 en 2005); con un
volumen acumulado de asuntos pendientes de 11.473 (8.834 en 2006 y 9.146 en
2005). En el mismo Estudio figura el tiempo medio de respuesta por parte del
órgano judicial: 23,31 meses en 2007 (17,58 en 2006 y 18,17 en 2005).
131
La justicia administrativa en España
Pese a todo, no es procedente el examen de actos
administrativos diferentes de los impugnados e identificados en el escrito de
interposición del recurso17 ni el planteamiento de pretensiones
para prevenir agravios potenciales o de futuro. El peso del carácter revisor
del contencioso-administrativo se manifiesta en el instituto de la desviación
procesal (mutatio libelli), que
admite la modificación de los fundamentos de la pretensión pero no el cambio de
esta última18 ni, mucho menos, la alteración del
acto administrativo impugnado.
Por lo demás, la Ley de la Jurisdicción contencioso-administrativa
se mantiene fiel a las exigencias constitucionales de someter toda la actuación
administrativa al control jurisdiccional, vetando ámbitos inmunes al control.
En este sentido, el artículo 2, a) de la LJCA, siguiendo una
avanzada juris-prudencia del Tribunal Supremo, hace desaparecer del texto legal
la expresión “acto político”, que había permitido bajo la vigencia de la ley de
1956 preservar un reducto de actuación inmune al control de los tribunales.
Cualquiera que fuere su naturaleza, está sometido al control por parte de los
tribunales de justicia respecto a la protección de los derechos fundamentales,
la determinación de las indemnizaciones que resultaren procedentes y sus
elementos reglados19.
Por otra parte, la ley extiende a órganos que no son
Administración pública, en sentido jurídico-formal, el conocimiento por la
jurisdicción contencioso-administrativa. El art.1.3 atribuye a esta
Jurisdicción el conocimiento de las pretensiones procesales que se deduzcan en
relación con “los actos y disposiciones en materia de personal, administración
y gestión patrimonial sujetos a Derecho público” adoptados por los órganos
constitucionales o de las Comunidades Autónomas que no formen parte de la
Administración Pública (Cámaras Parlamentarias, Tribunal Constitucional,
Tribunal de Cuentas y Defensor del Pueblo e instituciones análogas de las
Comunidades Autónomas).
Igualmente, le corresponde el conocimiento de las
pretensiones que se deduzcan en relación con los actos y disposiciones del
Consejo General del Poder Judicial y la actividad administrativa de los actos
de gobierno de los Jueces y Tribunales y también de aquellas pretensiones que
se deduzcan en relación con la actuación de la Administración Electoral, en los
términos previstos en la Ley Orgánica de Régimen Electoral General.
17
Véase por todas la STS de 13 de marzo de 2000: “…El escrito
de interposición del recurso, al con-cretar los actos administrativos referidos
a la materia litigiosa, expresa el objeto preciso sobre el que ha de
proyectarse la función revisora de este orden de jurisdicción
contencioso-administrativa, ya que marca los límites del contenido sustancial
del proceso (sentencias de 13 de marzo de 1999, 22 de enero de 1994 o 2 de
marzo de 1993)”. Véase una posición crítica en García Pérez, Marta. El objeto del proceso
contencioso-administrativo, Aranzadi, Pamplona, 1999, pp. 146 y ss.
18
Véase García Pérez, Marta. “La regla de la inalterabilidad de la pretensión en
el proceso contencioso-administrativo”, Anuario
da Facultade de Dereito da Universidade da Coruña, nº 2, 1998, pp. 299 y
ss.
19
Véase por todas la STS de 24 de julio de 2000 (RJ 1001/289):
“… el artículo 2,a) de la Ley de la Jurisdicción, ha hecho desaparecer
legalmente la noción del acto político como causa de exclusión del control
judicial de los actos del Gobierno, en cuanto que ya toda la actividad de éste,
cualquiera que sea su naturaleza, se somete al control del orden jurisdiccional
contencioso-administrativo, en lo que se refiere a la protección de los
derechos fundamentales y al cumplimiento de los elementos reglados a que deba
sujetarse aquella actividad”.
132
José Luis Meilán Gil y Martha García Pérez
Finalmente, queda sujeta a la ley
jurisdiccional la actuación de personas ajenas a la Administración que
desarrollen potestades o funciones públicas, como es el caso de las
corporaciones de derecho público (por ejemplo, colegios profesionales,
comunidades de regantes, cámaras de comercio, etc.) y de los concesionarios de
servicios públicos cuando ejerciten potestades públicas.
2.
La
inadmisión del recurso
La marea incontenible de recursos
sin resolver ha generado un caldo de cultivo propicio para la utilización
espuria de la inadmisibilidad, con los efectos perniciosos que puede tener
sobre el derecho a la tutela judicial efectiva20.
La ley ha reducido los supuestos de
inadmisibilidad de carácter obligatorio (la falta de jurisdicción o
incompetencia del juzgado o tribunal, la falta de legitimación del recurrente,
haberse interpuesto el recurso contra actividad no susceptible de impug-nación
o haber caducado el plazo de interposición del recurso)21,
aunque admite como potestativos los siguientes: cuando se hubieran desestimado
en el fondo otros recursos sustancialmente iguales por sentencia firme; cuando,
en caso de que se impugne una actuación material constitutiva de vía de hecho,
fuera evidente que la actuación ad-ministrativa se ha producido dentro de la
competencia y en conformidad con las reglas de procedimiento legalmente
establecido; cuando se impugne la inactividad de la Ad-ministración y fuera
evidente la ausencia de obligación concreta de la Administración respecto de
los recurrentes22.
De todos los supuestos enunciados,
plantea graves dudas la posibilidad de inad-mitir el recurso por el hecho de
que se hayan desestimado en el fondo otros recursos sustancialmente iguales por
sentencia firme. Sin duda, se está primando la eficacia de los órganos
judiciales sobre la efectividad de la tutela judicial, mediante la técnica de
eliminar desde un inicio los procesos que presentan una “apariencia de mal
derecho”. Por otra parte, la propia literalidad del precepto ofrece dudas:
¿basta una única sentencia para declarar la inadmisibilidad? ¿deben invocarse
sentencias que provengan del propio órgano jurisdiccional que resuelve la
inadmisión o de cualquier otro?; ¿por qué ha de presuponerse que la demanda se
va a fundamentar en los mismos argumentos tenidos en cuenta en el/los
proceso(s) anterior(es)?; ¿y si a la vista de los nuevos argumentos de las
partes la sentencia tuviera otro alcance distinto a la que ha ganado firmeza?;
en definitiva, ¿cómo garantizar la igualdad sustancial entre recursos en un
trámite que tiene lugar antes de presentarse la demanda?
En realidad, y a pesar de que el precepto se incluye entre
la regulación del trámite de admisión del recurso, estamos en presencia de una “desestimación
anticipada” del
20
Véase una reflexión sobre esta cuestión en Meilán Gil, José Luis.
“La aplicación de la LJCA en el marco del derecho a la tutela judicial efectiva”,
en El procedimiento administrativo y el
control judicial de la Administración
Pública, MAP, Madrid, 2001, pp. 28 y ss.
21
Artículo
51 LJCA.
22
Apartados
2, 3 y 4 del artículo 51 LJCA.
133
La justicia administrativa en España
mismo
por cuestiones de fondo, que no se reproducen porque ya se ha hecho en otra(s)
ocasión(es) con firmeza. Ahora bien, el momento en que se produce este
acontecimiento ni siquiera propicia que el órgano judicial pueda realizar una
actuación comparativa adecuada, teniendo en cuenta las limitaciones del escrito
de interposición del recurso -salvo en los casos en que se inicie el proceso
mediante demanda- donde no tienen por qué constar las pretensiones de la parte
demandante y cuando el juez no dispone, siquiera, del expediente administrativo.
En fin, las dudas planteadas deben servir para valorar la
idea inicial: el loable afán de reducir el número de asuntos pendientes y
colaborar en la eliminación de demoras indebidas no deben favorecer la búsqueda
de atajos injustificados23 en detrimento de la efectividad de la tutela judicial
proclamada en el artículo 24.1 de la Constitución.
3.
El
silencio administrativo y el acceso a la jurisdicción
La Ley de la Jurisdicción Contencioso-administrativa
establece un plazo de dos meses para la interposición del recurso contra actos
expresos y de seis meses cuando se trata de actos presuntos (artículo 46.1). La
referencia al carácter “presunto” de los actos trae causa de una inestable y
confusa regulación del silencio administrativo aus-piciada por la derogación de
la vieja Ley de Procedimiento Administrativo (LPA) y la entrada en vigor de la
Ley 30/1992, de 26 de noviembre, del Régimen Jurídico de Las Administraciones
Públicas y del Procedimiento Administrativo Común (LPAC). En la actualidad, el
ordenamiento jurídico español diferencia el silencio administrativo positivo
del negativo24, concediendo a aquel el carácter de un “acto presunto”25 y a éste la
natu-raleza de técnica estrictamente procesal que permite a los interesados la
interposición del recurso administrativo o contencioso-administrativo que
resulte procedente26. Esta diferente concepción de ambas manifestaciones del
silencio tiene una consecuencia muy interesante en lo que al proceso
contencioso se refiere: la impugnación de los actos
23
Una muestra de esta interpretación espuria de la
inadmisibilidad se encuentra también en relación con el escrito de preparación
del recurso de casación, tanto por el Tribunal Supremo como por el Tribunal
Constitucional. Véase una reflexión más extensa en Meilán Gil, José Luis.
“La aplicación de la ley de la jurisdicción contencioso-administrativa en el
marco del derecho a la tutela judicial efectiva”, El procedimiento administrativo y el control judicial de la
Administración Pública, INAP, Madrid, 2001, pp. 32 y ss. y en la
interpretación mayoritaria de lo que se entiende por normas de derecho
autonómico -no estatal o comunitario europeo- para fundar la inadmisión del
recurso de casación.
24
Véase sobre el silencio administrativo García Pérez, Marta. “La
nueva regulación del silencio administrativo tras la Ley 4/1999, de 13 de
enero, de modificación de la Ley 30/1992”, Anuario
de la Facultad de Derecho de la
Universidad de A Coruña, n° 3, 1999, pp. 221 y ss.; de la misma autora, “El silencio administrativo negativo”, Cuadernos de Derecho Público, n° 12,
2001, pp. 171 y ss.; “La inaplicación del artículo 46 de la Ley de la
Jurisdicción Contencioso-administrativa al silencio ne-gativo. ¿El fin de una
polémica?”, Anuario de la Facultad de
Derecho de la Universidad de A Coruña, n° 9, 2005, pp. 335 y ss.; y “El silencio administrativo
tras la sentencia del Tribunal Supremo de 28 de enero de 2009”, Anuario de la Facultad de Derecho de la Universidad de A
Coruña, n°. 14, 2010.
25
“La estimación por silencio administrativo tiene a todos los
efectos la consideración de acto admi-nistrativo finalizador del procedimiento”
(artículo 43 de la LPAC).
26
Véase
artículo 43 LPAC.
134
José Luis Meilán Gil y Martha García Pérez
presuntos está sometida a un plazo inexorable (seis meses);
sin embargo, para impugnar una desestimación por silencio no existe plazo
alguno.
Llegar a este punto ha exigido un
largo recorrido, en el que no han faltado refor-mas legislativas de importante
calado, sentencias del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional
determinantes y un intenso debate doctrinal.
En este trance, la Constitución española de 1978 aportó una
interesante visión de las posibilidades de la técnica del silencio
administrativo hasta entonces desconocida o ignorada: su papel clave en la consecución
del Estado de Derecho, afirmado en el artículo 1 del texto constitucional y
confirmado con la declaración del sometimiento pleno de la Administración a la
ley y al Derecho (artículo 103.1) y con la generalización del control
jurisdiccional de toda la actuación administrativa (artículo 106.1)27. Al mismo
tiempo, tras la inactividad de la Administración, en cualquiera de sus
manifestaciones, se intuye la presencia del derecho fundamental a la tutela
judicial efectiva del artículo 24.1 CE.
A lo largo de los más de diez años de vigencia
postconstitucional de la LPA y, sin solución de continuidad, una vez promulgada
la LPAC, el Tribunal Constitu-cional tuvo un intenso protagonismo en la
reformulación constitucional del silencio administrativo y su debida interpretación
a la luz de la Constitución española y lo hizo valorando la técnica bajo el
raseo de la “razonabilidad” y de la “mayor efectividad” del derecho fundamental
a la tutela judicial efectiva. Así, al pronunciarse sobre aspectos de carácter
procesal que tenían, no obstante, una incidencia real sobre aquél derecho,
reconoció sin rodeos que siendo el silencio una “ficción legal que responde a
la finalidad de que el administrado pueda, previos los recursos pertinentes,
llegar a la vía judicial superando los efectos de la inactividad de la
Administración”, no sería razonable una interpretación que primara tal
inactividad colocando a la Administración “en mejor situación que si hubiera
efectuado una notificación con todos los requisitos legales”. De ahí la
aplicación al silencio del régimen de las notificaciones defectuosas, porque en
estos casos “puede entenderse que el particular conoce el texto íntegro del
acto -la denegación presunta por razón de ficción legal- pero no los demás
extremos que deben constar en la notificación” (STC 6/1986, de 21 de enero).
La doctrina constitucional decidió el camino a recorrer en
los años venideros por la jurisprudencia. De unos iniciales tímidos avances,
que consistieron básicamente en la confirmación de la citada doctrina de las
notificaciones defectuosas aplicada al silencio desestimatorio, se pasó a negar
la extemporaneidad de la vía jurisdiccional, aplicando la doctrina de las
notificaciones inexistentes en los supuestos de inactividad formal de la
Administración. El Tribunal Supremo declara con gran persuasión y contundencia
que “no puede aceptarse como fecha la pretendida por la Administración, sino
aquella en que dicho administrado lo manifieste así, o interponga el recurso…
de lo contrario, se colocaría al administrado en inferioridad de condiciones
con respecto al supuesto de
27
Véase una interesante reflexión sobre el fundamento
constitucional de la obligación de resolver tras la CE de 1978 en: Morillo-Velarde Pérez, José
Ignacio., “Hacia una nueva configuración del silencio administrativo”, Revista Española de Derecho Administrativo,
número 49, Civitas, Madrid, 1986, pp. 65-84.
135
La justicia administrativa en España
resolución
expresa, en cuya notificación han de figurar los recursos procedentes y los datos
esenciales para su empleo”. Sin que, por lo demás, valga redargüir que tal
interpre-tación genere inseguridad jurídica ya que “la Administración siempre
tiene en su mano la posibilidad de evitarla dictando una resolución expresa,
como es su obligación”28. La idea central está clara y la había expresado el propio
Tribunal Supremo en otras ocasiones: “no puede pretender extraerse del
incumplimiento del deber de resolver por parte de la Administración
consecuencias obstativas al libre ejercicio de las acciones judiciales que
puedan emprenderse para tutelar el derecho de los particulares”29.
El 24 de enero de 2004, la Sección 2ª de la Sala de lo
Contencioso-administrativo del Tribunal Supremo dicta una sentencia
trascendental que aborda directamente la cuestión, y se pronuncia con una
fundamentación jurídica irrefutable sobre el artículo 46.1 de la LJCA:
“… la remisión que el artículo 46.1 de la Ley Jurisdiccional
hace al acto presunto, no es susceptible de ser aplicada al silencio negativo,
pues la regulación que del silencio negativo se hace en la LRJ-PAC y PC lo
configura como una ficción y no como un acto presunto…”.
“…
el artículo 46.1 LJCA se refiere sin duda al plazo para recurrir ante ese orden
jurisdiccional respecto de actos presuntos… Mas tratándose de silencio
negativo, desde la reforma de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, ya no cabe
hablar de actos presuntos desestimatorios sino sólo -nuevamente- de ficción
legal que abre la posibilidad de impugnación, en beneficio del interesado… Por
ello, el supuesto de desestimaciones por silencio negativo ya no puede
entenderse comprendido en la previsión del artículo 46.1 LJCA, promulgada en un
momento en que la Ley 30/1992 sí parecía considerar tales desestimaciones como
verdaderos actos y no simplemente como una ficción legal…”.
Concluye
la sentencia reiterando una anterior jurisprudencia:
“7. Desde tales premisas, se comprende que quepa concluir
-como hacemos-que en la ordenación legal comentada encuentra de nuevo perfecto
encaje la doctrina jurisprudencial en virtud de la cual no cabe apreciar
extemporaneidad en la vía jurisdiccional cuando la Administración incumple su
obligación de resolver”.
La tesis ha sido reforzada por una sentencia del TC, la
14/2006, de 16 de enero, en la que, tras relatar con gran detalle y pulcritud
la evolución sufrida por el silencio administrativo desde su regulación en la
LPA hasta la actualidad, sostiene la misma afirmación respecto al plazo para
recurrir contra el silencio desestimatorio (“sin con-sideración a plazo alguno”).
28
Sentencia
de 7 de noviembre de 1999, ponente Francisco González
Navarro.
29
Sentencia de 30 de junio de 1999, ponente Rodolfo Soto Vázquez.
136
José Luis Meilán Gil y Martha García Pérez
4.
La
adecuación del sistema de pretensiones procesales30
Una de las principales aportaciones de la reforma del
contencioso-administrativo operada en 1998 fue la revisión del cuadro de
pretensiones procesales ejercitables por los interesados. La doctrina, y en
pequeñas dosis la jurisprudencia, venía postulando un replanteamiento de la
funcionalidad del proceso contencioso, con el abandono de la visión puramente
objetiva o, en otras palabras, la filosofía exclusivamente reaccional, y la
generalización del proceso subjetivo, si se quiere, prestacional.
La solución pasa por concebir un
sistema plural o abierto de pretensiones proce-
sales,
que pone a disposición de los interesados distintas vías aptas para el
resarcimiento de las diferentes necesidades de protección jurídica31. De forma que, surgido el conflicto, los tribunales se limiten a determinar cuál es la concreta
nece-sidad del litigante, cuál su reclamación, cuál, en definitiva, su
pretensión.
La
Exposición de Motivos de la ley lo plantea con claridad:
“Por razón de su objeto se establecen cuatro modalidades de
recurso: el tradicio-nal dirigido contra actos administrativos, ya sean
expresos o presuntos; el que, de manera directa o indirecta, versa sobre la
legalidad de alguna disposición general, que precisa unas reglas especiales; el
recurso contra la inactividad de la Administración y el que se interpone contra
actuaciones materiales constitutivas de vía de hecho”.
Dado que “del recurso contra actos,
el mejor modelado en el período preceden-te, poco hay que renovar” la reforma
se limitó a depurar formalmente las causas de inadmisibilidad del recurso.
Por lo que se refiere a las
disposiciones generales, la falta de impugnación directa de una disposición
general o la desestimación del recurso que frente a ella se hubiera
in-terpuesto no impiden la impugnación de sus actos de aplicación32. Es decir, se establecen -no es
novedad- dos modalidades de impugnación de disposiciones de carácter general:
el recurso directo y el indirecto. Pero la Ley pretende algo más: erradicar la
confusión rei-nante en la teoría jurídica y en la práctica judicial sobre los
efectos del recurso indirecto, confusión generadora de situaciones de
inseguridad jurídica y desigualdad manifiesta, dependiendo del criterio de cada
órgano judicial y a falta de una instancia unificadora, muchas veces
inexistente.
A tal fin se articuló un sistema de
impugnación en torno a una idea clave: posibilitar al órgano jurisdiccional una
declaración sobre la disposición impugnada, a propósito de resolver sobre la
legalidad del acto aplicativo de la norma. Para ello, era
30
Véase sobre el objeto del proceso contencioso-administrativo
García Pérez, Marta. El objeto del contencioso-administrativo, Aranzadi, Pamplona, 1999.
31
Cfr. Meilán Gil, José Luis, “Prólogo” a García Pérez, Marta. 1999, pp. 20-21, y su referencia
a los remedies de la judicial review. González-Varas Ibáñez, Santiago. Comentarios a la Ley de la Jurisdicción
Contencioso-administrativa, Tecnos, Madrid, 2000.
32
Véase
artículos 26.1 y 31.
137
La justicia administrativa en España
preciso
superar la traba de la incompetencia que impedía en la práctica al tribunal
sentenciador ir más allá de la anulación del acto, si era ilegal, y la
inaplicación del reglamento. Si el juez o Tribunal es competente para conocer
el recurso directo podría declarar la nulidad de la misma cuando el recurso se
haya interpuesto contra un acto. En caso contrario ha de plantearse una
cuestión de ilegalidad33 ante el Tribunal competente para
conocer del recurso contra la disposición (artículos 27 y 123 y ss.). Recuerda
la cuestión de inconstitucionalidad, aunque esta se plantea a priori, y no deja de suscitar dudas
sobre su eficacia34.
Las pretensiones condenatorias son una novedad de la LJCA.
Son aquéllas que tratan de obtener no sólo la declaración judicial de la existencia
o inexistencia de un hecho o un derecho, sino además la ejecución posterior de
la obligación de dar, hacer o no hacer impuesta por la sentencia a la parte
demandada. En dicho concepto son reconocibles dos de las novedosas pretensiones
previstas en el texto legal, dirigidas a condenar a la Administración al
cumplimiento de sus obligaciones (generadora del llamado “recurso contra la
inactividad de la Administración”) y a cesar una vía de hecho (“recurso contra
las actuaciones materiales en vía de hecho”).
a) Con
la pretenciosa intención de cerrar “un importante agujero negro de nuestro
Estado de Derecho” y de otorgar “un arma efectiva al ciudadano para comba-tir
la pasividad y las dilaciones administrativas”35, la LJCA
creó un recurso contra la inactividad de la Administración, dirigido a obtener
una prestación material debida o la adopción de un acto expreso en
procedimientos iniciados de oficio, allí donde no juega la técnica del silencio
administrativo.
La acción se regula en el artículo 29 LJCA, que contiene a
su vez dos tipos de pretensión distintos: la acción de condena al cumplimiento
de una prestación en favor de quien tiene derecho a ella (art. 29.1); y la
acción de condena a la ejecución de un acto firme a favor de quien ostenta un
interés legítimo a dicha ejecución (art. 29.2).
1º) A tenor del artículo 29.1 de la LJCA, el demandante
podrá pretender la condena de la Administración al cumplimiento de sus
obligaciones en los concretos términos en que estén establecidas en una
disposición general que no precise de actos de aplicación o en virtud de acto,
contrato o convenio, cuando reclamada la prestación la Administración se haya
abstenido de cumplirla en un plazo de tres meses (artículos 29 y
33
Una de las principales dudas que plantea la articulación de
la cuestión de legalidad es la exigencia de firmeza de la resolución judicial
sobre el acto administrativo, al que no afectará la sentencia que en su caso
pudiera recaer sobre la legalidad del reglamento que le sirvió de aplicación.
La alternativa a este sistema es recognoscible en otras fórmulas de nuestro
ordenamiento jurídico. Por ejemplo, y salvando las distancias, la cuestión de
inconstitucionalidad suspende el proceso principal en el cual se planteó,
quedando condicionada la resolución del conflicto a una previa decisión del
Tribunal Constitucional sobre la cuestión planteada.
34
Cfr. Carlón Ruiz, Matilde. La cuestión
de ilegalidad en el contencioso-administrativo contra reglamentos,
Thomson-Civitas, Cizur Menor, Navarra, 2005.
35
Son palabras de la Exposición de Motivos del Proyecto de
Ley, que fueron luego suavizadas en la versión definitiva de la Ley 29/1998.
138
José Luis Meilán Gil y Martha García Pérez
32). Es decir, lo que el ciudadano pretende es que la
Administración realice una actividad o dicte un acto que le viene impuesto ex lege, ex acto o ex contractu.
En primer lugar, el Tribunal Supremo
ha puesto el acento en la legitimación (ad
causam) necesaria para plantear esta
acción, exigiendo al demandante que ostente un “derecho subjetivo” definido por una norma que no necesite actos
de aplicación o en un acto, contrato o convenio:
“… lo que no ofrece duda es que para que pueda prosperar la
pretensión se necesita que la disposición general invocada sea constitutiva de
una obligación con un contenido prestacional concreto y determinado, no
necesitado de ulterior especificación y que, además, el titular de la
pretensión sea a su vez acreedor de aquella prestación a la que viene obligada
la Administración, de modo que no basta con invocar el posible beneficio que
para el recurrente implique una actividad concreta de la Administración, lo
cual constituye soporte procesal suficiente para pretender frente a cualquier
otra actividad o inactividad de la Administración, sino que en el supuesto del
artículo 29 lo lesionado por esta inactividad ha de ser necesariamente un
derecho del recurrente, definido en la norma, correlativo a la imposición a la
Administración de la obligación de realizar una actividad que satisfaga la
prestación concreta que aquél tiene de-recho a percibir, conforme a la propia
disposición general” (STS de 24 de julio de 2000, RJ 2001/289).
En segundo lugar, insiste el Tribunal Supremo en la
necesidad de que la prestación exigida en vía jurisdiccional debe ser concreta.
Se trata de condenar a la Administración “en los concretos términos en que
estén establecidas” sus obligaciones (artículo 32.1). Es decir, los jueces y
tribunales no se verán en la tesitura de tener que “sustituir” a la
Administración ante su inactividad determinando el cómo, dónde o cuándo del
ejercicio de una potestad administrativa, porque los términos de su
cumplimiento se desprenden objetivamente de la norma, del acto, del contrato o
del convenio.
El único trámite previo que establece la nueva regulación
para acceder al conten-cioso es la “reclamación” realizada al órgano
administrativo que permanece inactivo36. No se trata de forzar el acto
administrativo como requisito previo al proceso, sino de dar la oportunidad a
la Administración de actuar debidamente a través de una especie de interpellatio, que tiene por finalidad
tratar de evitar el proceso cuando la Administra-ción no ha cumplido por
motivos distintos a su falta de voluntad de cumplimiento. La propia estructura
administrativa y la eficacia de la actividad administrativa requieren esta “llamada
de atención” que, en ningún caso, debe volverse contra el ciudadano diligente.
Pasados tres meses desde que fuera presentada la reclamación sin haberse
obtenido la prestación, quedará expedita la vía judicial.
36
Dicha reclamación no debe confundirse con una solicitud en
sentido formal, es decir, con la forma de iniciación de un procedimiento
(artículos 68 y 70 de la Ley 30/1992), ni la desatención de la Administración
con un “acto presunto” (artículo 43). Ello significaría una vuelta al carácter
revisor de la JCA, que expresamente niega la Exposición de Motivos de la Ley.
139
La
justicia administrativa en España
2º) El apartado 2 del artículo 29 da
cabida a un supuesto de hecho distinto del
anterior:
los “afectados” por la inejecución de un acto administrativo pueden reclamar
su
ejecución. Las diferencias son ostensibles. Se tratará normalmente de actos
firmes
de contenido
desfavorable (frente al concepto de “prestación” que determina la acción
del apartado 1) que no han sido debidamente ejecutados con
el consiguiente perjuicio a
terceros
interesados en que dicha ejecución se produzca (a quienes se exigirá por tanto
un simple
interés legítimo y no un derecho subjetivo).
En estos casos, deberá hacerse igualmente una reclamación
ante la Admi-nistración, de la misma naturaleza que la prevista en el apartado
1 del artículo. Con la diferencia de que el plazo para que la Administración
actúe es ahora de un mes, transcurrido el cual quedará abierta la vía judicial,
cuyo proceso se sustanciará por el procedimiento abreviado.
b)
“Otra novedad destacable es el recurso contra las
actuaciones materiales en vía de hecho. Mediante este recurso se pueden
combatir aquellas actuaciones materiales de la Administración que carecen de la
necesaria cobertura jurídica y lesionan derechos e intereses legítimos de
cualquier clase. La acción tiene una naturaleza declarativa y de condena y a la
vez, en cierto modo, interdictal, a cuyo efecto no puede dejar de relacionarse
con la regulación de las medidas cautelares” (E.M.).
El
concepto de “vía de hecho” ha estado presente en la doctrina37 y la
jurisprudencia de los tribunales ordinarios y del propio Tribunal
Constitucional38, mucho antes, incluso, de que el legislador de 1998
acometiera la tarea de regular la acción para exigir su cesación.
No existe unanimidad jurisprudencial sobre el alcance que
tiene la expresión “vía de hecho”. Así, existe una línea jurisprudencial que
encaja en el concepto los supuestos de nulidad de pleno derecho de actos
administrativos dictados prescindiendo total y absolutamente del procedimiento
legalmente establecido.
37
38
Cuando la
actividad ejecutoria administrativa no se legitima en un acto administrativo
previo, porque no se ha dictado o porque ha dejado de existir (por haber sido
anulado o revocado); cuando el acto incurre en tan grave defecto que carece de
toda fuerza legitimadora; cuando la ejecución material no guarda conexión con
el supuesto de hecho del acto que le sirve de fundamento o es desproporcionada
con los fines que se propone; cuando, con posterioridad al título de la
ejecución (acto administrativo), no se realizan los actos conminatorios previos
a la ejecución (notificación y apercibimiento, cuando su ausencia constituye un
vicio esencial y no se reducen a una mera comuni-cación o aviso de lo que la
Administración se propone realizar); o cuando las actuaciones ejecutorias se
realizan sin previo procedimiento o sin observar las reglas de competencia, la
doctrina habla de actuaciones de la Administración en vía de hecho. Véase por
todos López Menudo, Francisco. Vía de hecho administrativa y justicia civil,
Civitas, Madrid, 1988.
Véase STC
160/1991, de 18 de julio: “No existe en la doctrina científica unanimidad
acerca del concepto de vía de hecho. Mientras para algunos en tal concepto se
engloban todos aquellos supuestos en que la Administración “pasa a la acción
sin haber adoptado previamente la decisión que le sirva de fundamento jurídico”
o cuando comete “una irregularidad grosera en perjuicio del derecho de
propiedad o de una libertad pública”, para otros se refiere a los supuestos en
los que se produce “inexistencia de acto legitimador” o cuando “existiendo acto
administrativo, adolezca de tal grado de ilicitud, que se le niegue la fuerza
legitimadora”. Puede definirse la vía de hecho como una “pura actuación
material”, no amparada siquiera aparentemente por una cobertura jurídica”.
140
José Luis Meilán Gil y Martha García Pérez
Por el contrario, existe otra línea jurisprudencial más
restrictiva, que limita los supuestos de vía de hecho a los de inexistencia
absoluta de decisión o soporte admi-nistrativo.
El TS no ha tomado posición en esta cuestión. Desde fechas
muy tempranas ha reconocido claramente como “vía de hecho” la ausencia absoluta
de procedimiento (STS 22 de septiembre de 1990).
Con frecuencia, la vía de hecho se mide desde el parámetro
de la seguridad jurídica y de la protección de la confianza legítima de los
ciudadanos (STS de 18 de octubre de 2000).
El
tradicional carácter revisor de la JCA logró durante largo tiempo que el
cono-cimiento de estas cuestiones se remitiese a la jurisdicción civil, por la
vía de la admisión de interdictos contra la Administración Pública. La ausencia
de acto administrativo, la consiguiente actividad material de la Administración
y la naturaleza revisora de la juris-dicción contenciosa provocaron una línea
jurisprudencial con escasas excepciones proclive a la declaración de
inadmisibilidad de los recursos planteados ante vías de hecho, salvo que
previamente se hubiese provocado una decisión administrativa39.
La
superación de esta recortada panorámica del proceso contencioso-administra-tivo
se produjo a través del reconocimiento del propio TC de la vía de hecho como
una actuación material de la Administración “no amparada siquiera aparentemente
por una cobertura jurídica” comprensible en la genérica expresión “actos de la
Administración Pública sujetos al Derecho administrativo” de la Ley
Jurisdiccional entonces vigente y de otras leyes similares (STC 160/1991, de 18
de julio)40.
Actualmente, la LJCA reconoce como actividad administrativa
impugnable las “actuaciones materiales que constituyan vía de hecho” (artículo
25.2) y establece que el demandante podrá pretender que se declare contraria a
Derecho y que cese dicha situación, cuando formulado requerimiento de cesación
a la Administración no fuera atendida dentro de los veinte días siguientes, sin
necesidad de ulteriores trámites (artículos 30 y 32).
Lo
dicho respecto a la reclamación previa al recurso contra la inactividad debe
reproducirse aquí, con un matiz importante: el carácter potestativo del
requerimiento. Ahora bien, tal carácter potestativo es más teórico que real.
Una simple simulación de un caso de vía de hecho pone de manifiesto que las
posibilidades de acudir directamente
39
40
Véase la STS de 20 de mayo de 1977.
La cuestión,
como se deduce de lo expuesto, no está definitivamente zanjada y tal como se ha
en-juiciado no deja de producir insatisfacciones, como es el caso de imputación
de infracción y sanción correspondiente, cuando la Administración se funda en
un supuesto de hecho interno que, por propia inactividad, no ha sido objeto del
preceptivo procedimiento con exigencias de publicación y audiencia de los interesados.
La Administración ejerce una potestad sancionadora con base en una apariencia
de legalidad que no existe, como es el caso de una línea de deslinde del
dominio público marítimo-terrestre, de lo que no se ha iniciado formalmente el
procedimiento para establecer, al menos, un deslinde provisional.
141
La justicia administrativa en España
a
la JCA son escasas, a la vista del plazo recortadísimo que se establece en el
artículo 46.3 de la LJCA:
“Si el recurso contencioso-administrativo se dirigiera contra
una actuación en vía de hecho, el plazo para interponer el recurso será de diez
días a contar desde el día siguiente a la terminación del plazo establecido en
el artículo 30. Si no hubiere requerimiento, el plazo será de veinte días desde
el día en que se inició la actuación administrativa en vía de hecho”.
El tenor literal del precepto no ofrece dudas respecto a su
aplicación: si no se hace requerimiento, el interesado tendrá un plazo de
veinte días desde el día en que se inició la vía de hecho. La regla parece
desproporcionada. En primer lugar, no debería establecerse como dies a quo el del “inicio” de la vía de
hecho, sino el del momento en el que el interesado tiene constancia de tal
situación. Porque la vía de hecho es en sí misma una actuación llevada a cabo
por cauces ilegítimos, sin rodearse el poder público de sus formalidades
habituales. En segundo lugar, la existencia misma de un plazo plantea dudas:
¿acaso la vía de hecho no es una situación de tal ilicitud que debiera poder
plantearse ante la justicia administrativa en cualquier momento mientras
persistan sus efectos?
5. Las medidas cautelares
Si el artículo 24 de la Constitución española de 1978 se
dejó sentir con fuerza en cada una de las facetas del
contencioso-administrativo, la impronta en la regulación de las medidas
cautelares fue decisiva. La configuración tradicional del proceso
contencioso-administrativo como proceso al acto había venido predeterminando
una regulación recortada e insatisfactoria de la justicia cautelar. La preponderancia
de la presunción de legalidad del acto administrativo sólo permitía considerar
como excepcional su suspensión, erigida además en la única medida a acordar por
los tribunales de justicia.
La jurisprudencia y la doctrina41, en una
atenta lectura de la Exposición de Motivos de la LJCA de 1956, permitieron ir
ampliando las posibilidades de juego de la suspensión de la ejecutividad del
acto administrativo, pero fue sin duda la fuerza del artículo 24.1 de la
Constitución, en su vertiente de derecho a la justicia cautelar, la que impuso
una “nueva matriz teórica” en esta y tantas otras cuestiones. La expresión se
debe a un colega y magistrado, González Navarro, utilizada en un auto del
Tribunal Supremo de 20 de diciembre de 1990 que revela la virtualidad del
artículo 24 de la Constitución, ya que dentro del derecho a una tutela judicial
efectiva se incluye el derecho a una cautelar, pero también la influencia
positiva del Derecho y de la juris-prudencia comunitaria. De esta se deduce la
máxima de que “la necesidad del proceso para obtener razón no debe convertirse
en un daño para el que tiene razón”.
La Ley de 1998 se hace eco de este nuevo planteamiento. El
carácter excep-cional de la medida de suspensión del acto en el contencioso
tradicional deja paso a
41
Cfr. Meilán Gil, José Luis. “La suspensión jurisdiccional de los actos
administrativos en el derecho español”, Revista
andaluza de Administración Pública, n° 28 (1996), pp. 11 y ss. y
bibliografía allí citada.
142
José Luis Meilán Gil y Martha García Pérez
la facultad del juzgador de adoptar las medidas cautelares
cuando sea necesario para asegurar a finalidad legítima del proceso42.
La admisión de las medidas cautelares como un remedio común y no excepcional
venía requerido por la larga duración de los pro-cesos
contencioso-administrativos que, además de constituir en sí mismo una quiebra
del derecho a un proceso sin dilaciones indebidas, podía llegar a provocar que
en el momento de dictarse la sentencia la actuación recurrida fuese irreversible
o el derecho vulnerado no pudiese ser restituido en su integridad43.
En relación con lo que se está tratando, la ley de 1998
dispone que la medida cautelar podrá únicamente acordarse cuando, previa
valoración de todos los intereses en conflicto, la ejecución del acto o la
aplicación de la disposición “pudieran hacer perder su finalidad legítima al
recurso”. Y podrá denegarse cuando de ella “pudiera seguirse perturbación grave
a los intereses generales o de tercero”. El primer criterio es expresión del conocido
periculum in mora. El segundo es “contrapeso o parámetro de contención del
anterior criterio”44.
En definitiva, el interés general ha
de ser ponderado por el Tribunal o juez tanto para acordar la suspensión, como
de una manera específica para denegarla si su otorga-miento pudiera ocasionar
daño grave. La confrontación se plantea entre interés general e intereses
particulares o entre diferentes intereses generales o públicos.
Con anterioridad a la vigente ley de
1998 el criterio fundamental era la impo-sibilidad o dificultad en la
reparación del daño causado45. En la actualidad el centro se
encuentra en la posible pérdida de razón del proceso en el que se inserta el
inci-dente de la medida cautelar. Quien pide la suspensión ha de aducir esa
pérdida, que es lo prioritario46, y la Administración para impedirla
ha de invocar que la suspensión ocasionaría un daño grave para el interés
general. La decisión queda en manos del Tribunal al enjuiciar cada caso
concreto. El interés general es determinado por el Tri-bunal
contencioso-administrativo, al hilo de cada caso, como indica el precepto legal
al referirse a la valoración o ponderación “circunstanciada”.
Controvertido es el principio de la “apariencia de buen
derecho” (fumus boni iuris)47, presente en la jurisprudencia nacional y comunitaria antes
y después de la entra-
42
Esta idea se plasmó en la Exposición de Motivos de la Ley de
1998, al señalar que “la adopción de medidas provisionales que permitan
asegurar el resultado del proceso no debe contemplarse como una excepción, sino
como facultad que el órgano judicial puede ejercitar siempre que resulte
necesaria”.
43
La regulación de las medidas cautelares se contienen en los
artículos 129 a 136 del texto legal vigente. Atendidas las circunstancias de
especial urgencia se adoptará la medida inaudita
parte (art. 135).
44
STS
de 20 de mayo de 2009, con un excelente resumen de la doctrina jurisprudencial.
45
La referencia al interés general, que figuraba en la
exposición de motivos de la ley de 1956, fue adquiriendo mayor importancia en
la jurisprudencia. Cfr. Rodríguez-Arana Muñoz, Jaime. La suspensión del acto administrativo,
Montecorvo, Madrid, 1986; Chinchilla Marín, Carmen. La tutela
cautelar en la nueva justicia administrativa, Civitas, Madrid, 1991; Jimenez
Plaza, Carmen. El fumus boni iuris: Un análisis
jurisprudencial, Iustel, Madrid, 2005.
46
“La finalidad legítima del recurso es no sólo, pero sí
prioritariamente, la efectividad de la sentencia que finalmente haya de ser
dictada en él”. STS de 18 de noviembre de 2003.
47
Referencia que sí aparecía, sin embargo, en el proyecto de
Ley, en el que se contemplaba como supuesto habilitante de la medida cautelar “cuando
existan dudas razonables sobre la legalidad de la actividad administrativa”.
143
La justicia administrativa en España
da en vigor
de la LJCA de 1998. El principio del fumus
boni iuris impone una “actividad de predicción elemental” (STS de 9 de
febrero de 2004) que debe realizarse sin entrar a valorar el fondo del asunto
ni prejuzgar la decisión final que pudiera recaer, pues en tal caso “se
quebrantaría el derecho fundamental al proceso con las debidas garantías de
contradicción y prueba” (STS de 14 de abril de 2003). Según el Tribunal
Supremo, “permite (1) en un marco de provisionalidad, (2) dentro del limitado
ámbito de la pieza de medidas cautelares, y (3) sin prejuzgar lo que en su día
declare la sentencia definitiva, proceder a valorar la solidez de los
fundamentos jurídicos de la pretensión, siquiera a los meros fines de la tutela
cautelar” (STS de 16 de abril de 2006). La aplicación del principio tras la
entrada en vigor de la LJCA de 1998 ha generado una jurisprudencia cambiante,
mayoritariamente restrictiva respecto a la aplicación del criterio, al menos
como elemento decisivo de la adopción de la medida cautelar.
La influencia del Derecho comunitario se ha hecho notar en
una ampliación del fin de estas medidas cautelares, como sucede en materia de
contratos públicos. No se trata sólo de impedir que se causen perjuicios a los
licitadores, sino también de la posibilidad de corregir, “lo antes posible y
mediante procedimiento de urgencia” las infracciones ocurridas en la
preparación del contrato, antes de su adjudicación defini-tiva, con
legitimación posible para cualquier interesado. Por eso, con toda propiedad se
denominan provisionales48.
6.
La
sentencia
A. La motivación de las sentencias
La motivación de las Sentencias es una obligación
constitucional (artículo 120,3 CE) que deriva del derecho a la tutela judicial
efectiva, pero también corresponde a una adecuada argumentación jurídica de
relevancia procesal incuestionable, en el diálogo que se establece entre
actores y juez en el proceso.
La motivación está en estrecha relación con el principio de
congruencia. El artículo 33 de la LJCA dispone que se juzgarán “dentro del
límite de las pretensiones formuladas por las partes”, pero también “de los
motivos que fundamente el recurso y la oposición”. Y el 67, que la sentencia “decidirá
todas las cuestiones controvertidas en el proceso”.
El no cumplimiento de esos preceptos dará lugar a los
conocidos supuestos de incongruencia omisiva, positiva, mixta o por desviación.
Que no siempre se cumplen lo testimonian frecuentes sentencias del Tribunal
Supremo que resuelven recursos de casación49.
48
49
Directiva
89/665/CE de 21 de diciembre modificado en 1993 y 1997. Cfr. artículo 37 de la
Ley 30/2007 de 30 de octubre de contratos del sector público que regula un
recurso especial en materia de contratación que se refiere a “defectos de
tramitación”.
La STS de 3 de junio de 2003 cita la jurisprudencia
constitucional.
144
José Luis Meilán Gil y Martha García Pérez
No ofrece dudas la existencia de una
incongruencia omisiva -la más frecuente-cuando falta resolución sobre una de
las pretensiones de las partes50, aunque admitido el recurso de
casación por esa falta no es obstáculo para que el Tribunal Supremo des-estime
el recurso contencioso originario, entrando en el fondo del asunto, sin
limitarse a anular la Sentencia del Tribunal “a quo”51.
La
evolución en esta materia se refleja en la STS de 14 de diciembre de 2007:
“Debe precisarse que en un primer momento la jurisprudencia
identificaba “cues-tiones” con “pretensiones” y “oposiciones”, y aquellas y
estas con el “petitum” de la demanda
y de la contestación, lo que llevó en más de una ocasión a afirmar que cuando
la sentencia desestima el recurso resuelve todas las cuestiones planteadas en
la demanda. Pero es cierto, sin embargo, que esta doctrina fue matizada e,
incluso superada, por otra línea jurisprudencial más reciente de esta misma
Sala que viene proclamando la necesidad de examinar la incongruencia a la luz
de los arts. 24.1 y 120.3 de la CE; de aquí que para definirla no baste
comparar el “suplico” de la demanda y de la contestación con el “fallo” de la
sentencia, sino que ha [de] atenderse también a la “causa petendi de aquellas” y a la motivación de esta (Sentencias de
25 de marzo de 1992, 18 de julio del mismo año y 27 de marzo de 1993, entre
otras)”.
La cuestión litigiosa que determina
objetivamente el ámbito del proceso se distingue, obviamente, de los motivos o
razones jurídicas alegadas52. El Tribunal puede, no obstante,
fundar la sentencia en motivos distintos sometiéndolos a las partes para que
aleguen (artículo 33.2)53.
No es inusual que se produzcan auténticas incongruencias
materiales por omisión o Sentencias que no basan su fallo en precepto alguno
citado formalmente, sin jurispru-dencia expresa en qué fundarse y sin
invocación de un principio general del Derecho.
B. Alcance de la potestad de
ejecución
La ley de 1998 (artículo 71) ha supuesto un avance en la
línea del protagonismo de las pretensiones y los derechos subjetivos o
intereses legítimos que las sustentan. Se echa en falta, sin embargo, un
contenido más apropiado de la sentencia en los procesos que han nacido como
consecuencia de una inactividad material de la Administración, en los que el
demandante espera -esa era su pretensión- que se lleve a cabo una determinada
50
STS
de 1 de diciembre de 2003.
51
STS
de 17 de julio de 2007.
52
Como dice la STS de 12 de enero de 1996, el primero se
enmarca “en el ámbito propio de los hechos, y el otro, en el de la dialéctica,
la lógica y el derecho, circunstancia que explica la inalterabilidad que debe
existir en el planteamiento y fijación de lo perteneciente al primer campo
(supuestos de hecho), sobre todo y especialmente en los escritos de
conclusiones, y la elasticidad y ductilidad permitida en el campo de lo segundo
(fundamentos o razones jurídicos)”.
53
Ver García Pérez, Marta. “La regla de la inalterabilidad de la pretensión en
el proceso contencioso-administrativo”, Anuario
da Facultade de Dereito da Universidade da Coruña, nº 2, 1998, pp. 299-318.
145
La justicia administrativa en España
actividad
debida. En estos casos, el Juez debería tener poder para dar cumplimiento, por
sí mismo o por medio de un tercero, a lo dispuesto en la sentencia con
independencia de la voluntad de la Administración condenada.
Se ha cuestionado su existencia en el proceso
contencioso-administrativo sobre la base de la imposibilidad de la ejecución
forzosa contra la Administración54 y porque supondría, en puridad, “sustituir”
a la Administración en un ámbito tradicionalmente reservado al poder ejecutivo.
Concretamente, el llamado poder de sustitución55 es un
imperativo constitucional de los artículos 117.3 y 118 de la Constitución
cuando se trata de inejecución de sentencias, al atribuir exclusivamente a los
jueces y tribunales, sin excepción de orden jurisdiccional, la función de “ejecutar
lo juzgado” de acuerdo con las leyes, pudiendo adoptar las medidas que estimen
precisas, concretamente las previstas en la LEC -de aplicación supletoria-,
entre las cuales consta ordenar que se haga lo mandado a costa del obligado
(artículo 924 LEC), requiriendo a tal efecto la colaboración que estimen
oportuna de otros entes públicos o personas privadas (STC 67/1984, de 7 de
junio).
Además, la posibilidad de que los jueces y tribunales
sustituyan la inactividad de la Administración tiene ya una base legal en el
artículo 108 de la LJCA, que otorga al tribunal una doble facultad-deber, en
caso de incumplimiento de sentencias, consis-tente en: 1) adoptar las medidas
necesarias para que el fallo adquiera eficacia cuando se trate de sentencias
que condenen a la Administración a dictar un acto (letra b); 2) ejecutar la
sentencia a través de sus propios medios o requiriendo la colaboración de
autoridades y agentes de la Administración demandada o de otra diferente (letra
a).
No habría ningún inconveniente en admitir la posibilidad de
que los jueces y tribunales ejecutasen directamente -y ese sería el fallo de la
sentencia estimatoria- una actividad de obligada prestación incumplida por
parte de la Administración en favor de uno o más interesados cuando el título
legitimador no sea la sentencia, sino otra fuente obligacional: una norma de
directa aplicación, un acto, un contrato o un con-venio administrativo, por
utilizar las mismas expresiones que actualmente emplea la LJCA en su artículo
29.1. Se trataría de dar más protagonismo a los jueces en la fase ejecutiva del
proceso “sustituyendo” la indolencia o pasividad de la Administración56.
La sustitución de la Administración en todos estos casos encontraría su límite
tan sólo en las llamadas “prestaciones personalísimas o infungibles”.
La sustitución de la inactividad administrativa por una
decisión jurisdiccional será terminantemente posible -más aún, dice el TS,
imprescindible, en términos de congruencia- cuando el acto anulado sea fruto de
la actuación de una potestad reglada: aquí el Derecho proporciona al juez todos
los datos necesarios para definir el contenido
54
Véase en general la monografía de Beltrán De Felipe, Miguel. El poder de sustitución en la ejecución de
sentencias condenatorias de la
Administración, Civitas, Madrid, 1995.
55
Utilizando la expresiva terminología de Beltrán De Felipe en el
título de la monografía citada en la nota anterior.
56
Véase un planteamiento extenso de esta posibilidad, con
referencia al derecho italiano, en Martin Delgado, Isaac. La ejecución subrogatoria de las sentencias contencioso-administrativas,
IUSTEL, 2006.
146
José Luis Meilán Gil y Martha García Pérez
de
su decisión. Tal sustitución es viable, así, en el desarrollo de un control de
legalidad y resulta insoslayable en la actuación de una “efectiva” tutela
judicial (STS de 3 de diciembre de 1993).
C. La inejecución de Sentencias
La inejecución de sentencias tiene una larga y variada
historia. El fenómeno ha puesto de relieve la dificultad que, con demasiada
frecuencia, ha tenido que afrontar el ciudadano que ha obtenido una sentencia
estimatoria de su pretensión. Los artilu-gios empleados por la Administración
son variados. No es cuestión de analizarlos con detenimiento. Bastará la
enumeración de los que constituyen un muestrario sacado de la realidad vivida:
retrasos o ejecución morosa; tergiversación de los términos de la ejecutoria;
anulación de los efectos mediante actos o disposiciones posteriores: elevación
de rango de la norma; creación por vía reglamentaria de la imposibilidad de
ejecutar; aprobación de disposiciones aclaratorias; traslado por necesidades
del servicio del funcionario repuesto en virtud de la Sentencia…
El Tribunal Constitucional corrobora la existencia de esas
prácticas recordando lo que también el Tribunal Supremo ha calificado como “la
insinceridad de la desobe-diencia disimulada” por parte de los órganos
administrativos (STS de 21 de junio de 1977, Sala 5ª), que se traduce en
cumplimiento defectuoso o puramente aparente, o en formas de inejecución
indirecta, como son entre otras las modificaciones de los términos establecidos
en la ejecutoria, la reproducción total o parcial del acto anulado o la emisión
de otros actos de contenido incompatible con la plena eficacia del fallo” (STC
16/1987, de 27 de octubre).
Cuestiones actuales se plantean con la petición de ejecución
de sentencias desestimatorias. A pesar de los inconvenientes de orden práctico
que puedan resultar y los propios Tribunales reconocen, se sostiene que “la
ejecución que procede es la del acto, y no la de la sentencia, la cuál, a
efectos de ejecución, lo ha dejado intacto, sin quitar ni añadir nada a su
fuerza ejecutiva. Una sentencia desestimatoria confirma el acto impugnado, lo
deja tal como fue dictado por la Administración demandada, y el Tribunal de
Justicia no puede decir ni aconsejar ni ordenar a aquella cómo tiene que
ejecutarlo” (STS de 22 de septiembre de 1999). La cuestión se plantea en
asuntos tri-laterales, como sucede en la expropiación forzosa, cuando la
Administración expropia a favor de un particular. Los actores son la
Administración expropiante, el beneficiario de la expropiación y el expropiado.
Problemática también es la ejecución de sentencia que anula
en apelación otra estimatoria. Y aunque parece sorprendente, tiene también
dificultades la ejecución de sentencia desestimatoria, favorable a la
Administración, cuando se trata de desestima-ción parcial y más aun si se ha
operado una alternancia política que afecta a lo órganos de la Administración.
La composición de intereses se entrecruza con el “llevar a puro y debido
término la Sentencia”.
147
La justicia administrativa en España
III.
Conclusiones
Las fortalezas y debilidades del sistema judicial español
son suficientemente de-batidas y sopesadas por la clase política, los gobernantes
y, sin duda, la ciudadanía. Los poderes del Estado no han estado al margen de
esa reflexión.
La Ley de 1998 ha supuesto un paso adelante en la
consecución de las aspiraciones del Estado de Derecho proclamado en la
Constitución. La ampliación de pretensiones, la justicia cautelar o la
reducción a mínimos de obstáculos formales en el proceso
contencioso-administrativo son buenas muestras de ello.
Pese a todo, es tarea pendiente la mejora de la calidad y
del servicio que el ciudadano reclama de la Administración de Justicia. La
duración de los procesos y la calidad de las resoluciones judiciales son los
mejores ejemplos. Será cuestión de agilizar el proceso, sin merma de garantías
esenciales, de medios propios del siglo XXI y de más personal. Pero de poco
servirían las reformas si no se cuenta con jueces preparados. “Mientras que una
judicatura especializada puede administrar una justicia impecable con
instrumentos procesales deficientes, unos jueces ineptos, aun rodeados de las
máximas garantías de independencia, serán incapaces de satisfacer las demandas
de Justicia de los ciudadanos frente a las arbitrariedades de unas
Administraciones públicas cada día más complejas y tecnificadas”, decía González Pérez en el
Paraninfo de la Universidad de A Coruña a pro-pósito de unas Jornadas de
Estudio sobre la Jurisdicción Contencioso-administrativa57.
Por eso cuidar la formación de los magistrados debería ser
preocupación princi-pal de los poderes públicos, no solo para lograr la calidad
de la justicia, sobre todo en materias muchas veces de alta especialización,
sino y principalmente para aumentar la confianza de los ciudadanos en el Estado
de Derecho58.
57
58
Cfr. García Pérez, Marta
(Coord.). Jornadas de Estudio sobre la
Jurisdicción Contencioso-Administrativa, Universidade da Coruña, A Coruña,
1998, p. 134.
Véase Meilán Gil, José Luis.
“La jurisdicción contencioso-administrativa y la Constitución espa-ñola 1978”,
en: García Pérez, Marta
(Coord.). Jornadas de estudio sobre la
jurisdicción contencioso-administrativa, Universidad de A Coruña, 1998,
p.30.
148